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NO SABEMOS ESCRIBIR HAIKUS / Marco Morin Villatoro
NO SABEMOS
ESCRIBIR HAIKUS
Marco Morin Villatoro
Enumero las cosas para saber del mundo,
me invento las canciones, letras, bosques
y claro,las quimeras.
Recuento tantas horas
para dormir tranquilo.
Reviso las estrellas y los platos
-agujas sin pajar
a medio cuarto-
para fijar el norte,
el sabor de tu piel −hogaza y caña−,
la primera sonrisa,
esos ecos de olas que se rompen
para hacer del pasado nueva vida.
Los que vamos dormidos.
Los sin tierra,
estos abandonados, forasteros.
no sabemos escribir haikus.
Los que inventan raíces
en jardines colgantes.
Los bienaventurados corazones
sin flecos ni tejidos,
vamos por la vida sin costuras,
¡ah pero eso sí!, tan llenos de estribillos.
A nosotros: Los desmedidos.
Los sin fuerza ni agravio.
Nos sobran las palabras.
Los que nunca salimos a jugar madrugadas.
Es cierto…
No sabemos escribir haikus
Las lunas nos quedan siempre grandes
camisas de uniforme, desteñidas…
De tanto andar sin rumbo
−perdidos desde antes−
volteamos los zapatos
bebemos lirios fango para montar los sueños
cual caballos sin nombre.
Estos que somos
Este que soy
ausente sombra
recuerdo de otro
herida de montaña –siempre abierta–
solo tiene palabras como cantaros.
Vagamos sin regalos
para premonizar
el cisne, la hondonada, las estelas de nubes,
abriendo atardeceres en el cuerpo y el agua
antes que las hormigas encuentren el camino
y nos quedemos ciegos...
cual Edipos…
Narvarte, Ciudad de México, 06 de agosto de 2016
¿La literatura es una casa inmensa? /Francisco Villa Moreno /
¿La literatura
es una casa inmensa?
Francisco Villa Moreno
Mis padres abrieron la primera puerta: la de lector. Hace cuatro años fue la de la creación literaria. Ahora, la de la edición, y es esto maravilloso porque me permite tocarte para producir un abanico de nuevas emociones.
Halla artefacto de cara distópica / Alejandra Delgadillo /
Halla artefacto
de cara distópica
Alejandra Delgadillo
• Apareció en su taza, dice
En un tiempo sin nombre, que desde siempre fue dispuesto para recrear nuevos mundos dentro de una botella arrojada al mar de lo que ya está escrito, pero no ha sido contado, se encuentran todas las palabras listas para ser liberadas por la mano invisible que hace funcionar los corazones de quienes a través de sus ojos, sus manos y tinta son capaces de reconocerse en otras almas, con el único propósito de dejar constancia a quienes sobrevivan a este sueño que fuimos capaces de soñar. Al mirar al pasado, las hojas sueltas de nuestros recuerdos, les contarán sobre su futuro, y éste, les resultará lo necesariamente espantoso. Los que aún no gozan de la calma de saberse infelices, conocerán cómo inventamos los días, trazamos planes, intentamos el amor y tenemos el privilegio de llorar. Quienes aún no se encuentran descubrirán, en líneas trazadas por quienes los antecedieron, su misión.
Diseña una máscara fuera de este mundo
Diseña una máscara
fuera de este mundo
Rodrigo Brondo
El golpe sacudió la ventana. Salí a ver si no habían arrojado un balonazo. No había personas en la calle, en el suelo justo debajo de la ventana yacía un ave. Se había roto el cuello. La levanté, moví sus alas y el cuello se le movía de lado a lado, moví sus garras y pensé que en cualquier momento cobraría vida.
Comencé a aventarla al cielo intentando que se mantuviera en el aire. Levanté sus parpados y encendí un cerillo para que viera la luz, se lo acerque hasta que el aura de la flama comenzó a quemar sus plumas. Olía bien. Le arranqué un ala, me la metí a la boca y comencé a masticar. Le arranqué la cabeza y mastiqué varias veces. Escupí todos los restos. Me puse en el rostro esa masa amorfa de carne, plumas, saliva y huesos para que el espíritu del ave entrara en mí ser y me ayudara a volar fuera de este mundo.
Del libro: Casa 26-VII / Roberto López Moreno /
Del libro: Casa 26-VII
Roberto López Moreno
XOCHIPILLI
A Ramón Oviero
¡Que viva el canto! ¡Que cante la vida! Todo lo que se mueve, ahora, es un ardiente manto de colores que torna a nuestro aliento con el aroma de la danza; las piedras de un río manso vuelven a tomar arquitectura en el fresco a la mano fondo claro, minuto movedizo; el agua como el canto se desliza y la vida se viste de pies líquidos. Todo rompe, la semilla el latido, la sangre el tiempo, la corriente la distancia que concluye en las orillas de la noche. Todo rompe Xochipilli, tú, aquí otra vez, abriéndote desde las tinieblas para tocar con tu dedo las auroras desde el ayer otra y mil veces entre nosotros, siempre, en el estallido de las sorpresas. Te sabemos por las mañanas, fogonazo de pétalos desde entonces siempre en vida, con el cuerpo tatuado, brazo florecido hasta este tiempo. Te sentimos licor que dibuja tu nombre junto al musgo. Tú en las lunas de la hembra, en el arado de los pájaros; tú en la carne del fruto que viene como tú, quién sabe desde dónde y desde cuándo; invento de los sentidos, incendios de la vista, tú, nudo de buganvilias. “Joven abuelo”, ahuehuete, abuela verde, nos has creado en tu fe aún sin saberlo; signo en el que los dioses disponen la alegría desde allá, desde el misterio, energía que danza hacia nosotros, edad de lo que bulle arriba y debajo de la tierra. A ti, Xochipilli, eternidad orlada, nosotros los culpables de la risa, los que vamos a morir, te saludamos, los que estaremos en ti, junto a tu solio, cada vez que florezcas.
COATLICUE
Dios te salve Coatlicue, llena eres de gracia y de desgracia, parida de la sombra. Luz tremenda, devoradora que repartes las mazorcas de tus manos, de tu collar de corazones, del cráneo con que ciñes tu cintura. Madre tierra de donde parte y a donde llega todo, amargo y dulce nuestro, terriblemente tierna, tiernamente terrible, míranos crecer, multiplicarnos, pegados a tu difícil carne litográfica, en tu tatuaje de estrellas en donde hace sus cónclaves el cosmos. Tú, la sabia, la que elevas las serpientes de la tierra hasta las sienes, hasta la altura de los pensamientos; tú, la docta, eje de roca, binomio que fusiona tierra y cielo; tú, la culta, eleva nuestro barro hasta tu altura, enciéndenos, con esa incandescencia de la entraña de la que proceden tu belleza de espanto, tu ríspida ternura, los dos ofidios en los que se besan, arriba, las sangres de la vida y de la muerte. Madre: cuando juntaste el cielo con la tierra para crear la chispa del milagro, una palabra, un acto, un testamento, se hicieron a sentar su sitio en el espacio. Así naciste el tiempo, en el interior de esta la nuestra casa, un manojo de células apenas para medir el río de la sangre, para medir el miedo y la alegría, el dolor, los dolores: el del hueso y el del pensamiento; para medir la dicha y el placer, el odio y el terror, y las canciones. Total, todo entraba dentro del ámbito de aquel milagro. Y hubo más: la arteria plural creció sus redes en la penumbra del rectángulo, se amplió hacia los destinos de la carne; hubo un vientre que se vistió con el dolor de las prisiones, que se nutrió con el alcohol homicida de la mitad de la calle, con el ansia del mercader, con el desencanto del baldado; hubo un vientre que mordió el amargo por los desheredados, por los desposeídos, por los que llevan la vida como un puñal clavado entre los días, por el cuchillo que empuñó el suicida. Pero también tocó la luz, la hizo, y ahí; en el centro de la luz y de la sombra, creció la eternidad del sumo verbo. Madre: cuando juntaste el cielo con la tierra estallaste la chispa del milagro. Diosa te salve, Coatlicue, padre nuestro que estás en el universo, zumo de tu principio dual. La enorme culebra de tu centro aparece debajo de tu falda para lancear las humedades de la primavera, para hacer girar los astros sobre el brioso eje de tu punzada exacta. Diosa te salve, Coatlicue, padre nuestro, trinitaria estructura en ascenso de sus trece cielos, garras de águila. Madre nuestra: levántanos, agítanos; míranos ciegos, postrados, inmóviles, con el aliento vencido ante el pavor por la misteriosa simetría. Hijos de tu vientre telúrico, frutos de tu útero de lava, niños somos del terror con el que la tierra alcanza su alegría. Míranos, madre, míranos ciegos. Indefensos ante el terremoto, entre los dientes bestiales de la tormenta, reos del miedo, y del valor del necio, bajo el fogonazo del relámpago. Cúbrenos, madre, bajo tu falda de serpientes, en medio de tu sínodo de estrellas, en la adolorida cruz de tu cuerpo de piedra. Nosotros, los planetas de tu entraña te ofrendamos la evanescente algarabía de los cascabeles con los que nos dotaste para el canto.
KUKULKÁN
A Lourdes y Enrique
Los corazones son un estallido de atabal en cada peho; el viento, extendido dócilmente, es piel recorrida por la electricidad de los asombros. Estamos en la hora en la que el sol bajará por la pirámide a hacer inspección sobre la tierra. Nosotros, sus hijos, la minúscula partícula que somos su cuerpo, aguardamos silenciosos el descenso. Sabemos que el Dios-Sol ha escogido la pirámide para bajar por ella hacia nosotros. Sabemos que la antigua fuerza, el misterio de la sabiduría, le dio ese punto de contacto con la tierra. Lo sabemos, y estamos reunidos en este sitio en espera de que una vez más se establezca el milagro. De pronto, ¡el milagro!, ahí, sobre los peldaños; lentamente se empieza a dibujar —otra vez puntuales las entrañas del tiempo— un enorme reptil fucilante que baja por los escalones del equinoccio a decirnos que es el momento del equilibrio perfecto entre el día y la noche, que es el punto en el que la vida y la muerte son del mismo tamaño, y la luz y la sombra, y el canto y el silencio se corresponden en idénticas dimensiones. La pupila mira como cada uno de nosotros, convertido en serpiente de luz, desciende a la tierra.
CHIAPAS
Sol verde que en el ceño de la sangre repta lento hasta el albor del ala. Cataclismos de luz enfurecida que está pintando el día con filo de sur en movimiento. Hay un torrente que nació en el pecho y que rueda hasta la flor beligerante. La corola es el fondo; en su centro crecerá la escritura de esta pólvora que la lágrima ha armado en el monte frutal, pacientemente. Que el hermano se encuentre con su hermano, que el primo pez asuma la ley de la montaña y sea concierto al puño de la flora, y la fauna reconozca los caminos confiscados por la muerte, en donde la piedra sigue hablando oculta en la hojarasca. Hay una voz que crece en las entrañas, que revienta en un tiempo hacia delante. La antigua sangre es siempre nueva.
Del libro: La Construcción de la Rosa. El libro VI
Libro 1
El libro del agua es un diluvio. Crece la masa líquida hasta alcanzar los verbos de la catástrofe. Este es el primer orden naufragando entre las ondas. En el jubileo de la dama de las enaguas azules; su agua bendita arrasa. Hasta alcanzar, casi, la destrucción humana. Los Dioses señalan con el índice y la criatura asustada toca siempre, por primera vez, el rostro de su enorme soledad, plantado ahí, por los siglos de los siglos, como compañía amorosa e indestructible. Se expande el desatado manto y solo los peces respiran en las articulaciones del agua. Las almas que habitaban la corteza, las que habían ingeniado la sabiduría del metro y con ella el cerebro de la simetría, ahora defienden la vida en la humedecida excitación de sus neumas, con ellas almas, por ellas, de ellas, nacen los mil géneros de los seres del agua. Todo lo inundan las ondas menos el halo que envuelve a un hombre y una mujer de quienes nacerá nuevamente la lágrima, la risa, el nuevo discurrir del tiempo; están desnudos, se están hablando, protegidos en el hueco de un árbol, con sus manos tocándose están preservando el concierto de las convergencias. Serán de nuevo, multiplicados, al fin que el odio de los dioses así lo tiene también establecido. Esto sucede en la era de la cabeza blanca. El hombre y la mujer se hablan, se tocan sobre el gigante horizontal que yace como cimiento. Somos tan nada cosa frente a los gigantes. El hombre y la mujer se hablan, se tocan en el hueco del árbol. Somos los gigantes que preceden las mitologías.
Cruz de San Andrés
Sol. Inconmensurable rosa de fósforo, horno en donde crece la esencia del suspiro, la lágrima. el anhelo, lo que respira y lo que inerte se deja llevar por el poder del movimiento, inevitable, como la quemadura de la que está formado lo que es sobre la Tierra, lo que integra el recuerdo y el ojo que se clava hacia adelante, siguiendo la ruta de la brasa. Hay una respiración; un modo de latir los días (también dictados por el fuego); una carne apenas célula de la chispa, de la luminosa fugacidad que surge en la colisión de dos mínimos. gigantescos universos: una voluntad que objetiviza con su trazo la aérea cruz en cuyo eje se gestan los pasados y los porvenires.
El odio y el amor, también poderes mueven también el Sol también finito. El odio y el amor. El temor y la audacia. La rabia y la alegría. Cumplirán sus millones de millones de jornadas, como parte de la tenaz mecánica de equinoccios y solsticios. Los guerreros al cielo del sol, y las que murieron en el primer parto. Son los primeros en mover los pistones de la inmensa maquinaria, arte mayor, el sol izando las cuatro formas de su penacho ardiendo.
Poema inédito.
AJUSCO O EFRAÍN HUERTA
(El Xitle)
A Rodrigo Arenas Betancourt
Los días se mezclan, se entrecruzan,
se enredan en su oficio de espiral, en sus telares,
modelan el jornal de la hora en punto
y en el musgo del tiempo –partículas de sal del infinito-,
trabajan ciegamente el movimiento,
lo modelan segur al ras del suelo.
Abajo los días inventan horarios verdipardos,
se encuentran en las calles, acales de humo . Se evitan,
se aniquilan en cruz entre el estruendo.
Las que fueron lagunas, ojos secos adormecen.
De pronto, de los pistilos del ruido
la vista se levanta, dardo a vuelo,
y en lo alto, en la patria del relámpago,
en el prisma ancestral de la sorpresa,
la silueta del Tlatoani,
allá su penacho, su etérea soledad,
ala descomunal, allá, su cresta planetaria.
Silencioso titán, poblado de rumores, mudo y magnífico,
muy sobre las filigranas del tezontle,
sobre el naufragio de solios y canales,
por encima de los nuevos lenguajes, del estrépito,
su carne de piedra acumulada, nos vigila,
piedra de sol, pirámide perpetua
con la piel desollada ante el espacio.
Su cuerpo de lava y de maíz,
prodigador de pedregales en el amanecer,
llueve edades sobre el valle;
ecos de obsidiana
fluyendo en los arroyos
quemaron su epidermis orográfica,
su estar ahí, entre los pájaros
y la gramática enhiesta de los testimonios.
Hay un puño en lo alto, en el valle,
apretando sus venas de tierra enarbolada.
Nos vigila, ternura aérea, ronca, áspera,
sangre alta, negra en su altura,
en donde somos página tan suya, tan del tiempo,
sombra de sus ramas
tejida con flautas y reptiles , con ecos
que nos dan forma y palabra.
Nos vigila, ternura áspera
que cabe en el vientre volcánico de Anáhuac,
en el viento, en el agua,
en el cadáver de algún grillo.
Gigante nuestro, protuberancia nuestra,
carne y sol de nosotros, los de tierra,
nuestro canto, atabal de nuestra arcilla,
nuestro sur, nuestro signo,
obelisco fincado en nuestra savia
alumbrada con lámparas de todos nuestros muertos,
de los que nacerán bajo sus siglos.
Escalamos sobre nosotros mismos sus arterias,
abajo, la sed cuadriculada,
la cerrada geometría del humo,
A nuestros pies se estrellan los oleajes de flor de pedernales,
suman manchas rojas como mapas,
el sol abajo sangra, se precipita por las escalinatas,
el tezontle tlacuila códices a corno oscuro
y hay un temblor perenne sobre cielos y casas.
El volcán precipita la mirada,
todo se observa desde nuestro abismo,
desde este cuerpo de vértigos azules ,
de piedra respirando entre las nubes;
Abajo se estremece el valle.
No somos el volcán,
sólo el invierno que sube por sus miembros,
la primavera ceñida a montañista
hinchándose en las gavias de la tierra.
No somos el volcán, sólo su vuelo,
su arrastrarse de barro;
no lo crecemos, nos crece en el asombro.
Varón del sur, abismo de su peso,
lengua en alto decir de la memoria,
¿vive águila o sol de este minuto?
¿pájaro de lumbre?
¿hoguera que arde alas?
Águila o sol, surco hacia arriba
naciendo en las raíces de lo aéreo.
El rojo crepúsculo de Úrsulo en silencio. / Waldo Contreras López /
El rojo crepúsculo
de Úrsulo en silencio.
Waldo Contreras López
“Los relatos de la cárcel se parecen al relato
de los sueños que la gente suele hacer al despertar.
El relato de los sueños solo le interesa a quien lo cuenta”
Ricardo Piglia.
“Y qué es, pensé, ¡después de todo!
Es solo su exterior, un hombre puede
ser honesto bajo cualquier tipo de piel”
Herman Melville, en Moby Dick.
-Los tatuajes- dice José después de darle un largo trago a la cerveza -adquieren un significado exponencial en las cárceles a medida que el preso ve transcurrir sus años a la sombra. Son como anuncios fluorescentes en una calle solitaria; como quimeras, palabras o caracteres pintados aquí y allá, buscando la luz de una mirada que los encienda. Les contaré: Hubo una vez un hombre. Purgaba una condena de por vida tras ser encontrado culpable de matar a su esposa e hijos. Era, como yo, un hombre rojo de la vieja escuela rusa. Todos sabíamos que era inocente pero el gobierno pintó el cuatro de manera tan hábil y truculenta que no pudo siquiera presumir inocencia. El alcohol y la cocaína lo perdieron. Antes de iniciar la revuelta en la plaza de las tres culturas, un grupo de policías irrumpió en su casa cuando se bañaba a jicarazos en la azotea del edificio. Su esposa dormía junto con su hijo de diecisiete años y la niña de ocho. Fue una confusión. Los esquiroles Iban por él para matarlo y nomás dispararon al bulto, a lo pendejo, en montón y mansalva, con miedo y conocimiento de que el tunante podía ametrallarlos o mínimo, molerlos a canto de garrote, cuchillo y mordida si le daban al menos un segundo de ventaja. Cuando los paramédicos llegaron, Úrsulo lloraba sobre los cadáveres totalmente desnudo, con una botella de mezcal en la diestra y la nariz manchada de un polvo blanco. Gritaba: "Yo, los maté. Yo y mis ideas". Llegó al Lecumberri descamisado, pelón, con los huesos y el alma rotos. Al principio, se la pasaba cante y cante baladas tristes en voz baja, pero al paso de los meses ese tipo de emociones se le fueron y comenzó a escribir al mundo un testamento sobre el cuero. Comenzó con los nombres de sus hijos y su esposa; luego, fragmentos de panfletos o poemas de Salomón de la Selva, Nico Guillén y García Lorca; después, las notas musicales de la canción All Along The Watchtower de Bob Dylan pintadas en la espalda; siguió con dibujos de extraños demonios sacados de la imaginación, luego ojos, bocas, collares de dientes e hilitos de sangre; luego frases anónimas que pretendían haikus narrando la vicisitud de ver pasar los años sin disfrutar con los abrazos de las estaciones; luego se fue por la cara hasta borrar la imagen con la que se forjó la ferocidad de revolucionario de pacotilla: símbolos, alfabetos de otras lenguas y jeroglíficos babilonianos. Antes de que nada reconocible le quedara en su cuarteado rostro, tres flechas azul cielo saliendo del ojo izquierdo con rumbo al corazón. Por último, una frase que repetía mucho antes de oscurecer: "Un pájaro que nunca alcanzó a ver la luz, solo horizontes cruzados por el nubarrón inevitable del morir sin ser enterrado" Después, nunca más volvió a hablar. En su piel estaba escrito todo lo que pudo decir del mundo. Deambulaba por los patios y callejones, pegado a las paredes, con la vista fija al frente, las manos en los bolsillos y arrastrando los pies como si fueran su cobija. A veces, se le oía nada más silbar como un ave inmigrante cantando por una libertad más allá de las utopías de una revolución mierdosa. Así un año entero, un año entero hasta que, en la víspera de navidad, todos preparábamos el patio para la comilona y la pastorela. Úrsulo se estaba encargando de la tramoya y las piñatas y yo, de armar el templete y escenario con madera. Era casi el final de la función, cuando veíamos humear las cazuelas de la comida, cuando estaba a punto de aparecer el diablo. Era el bordo de la medianoche cuando Jesús Sosa gritó a todo pulmón una voz histérica: “¡Úrsulo! ¡Úrsulo! ¡Camarada! ¡No la chingues!" Y, como parido por la luz blanca de la única y más alta lámpara encendida en el penal, vimos brotar el cuerpo de Úrsulo agarrado de una cuerda por el cuello. Ni siquiera pataleó. La vida se le fue con un tronido macabro, como si la cuerda le hubiera dado una mordida en la cabeza y de esa forma le hiciera sacar los ojos, la lengua y un chorro espeso de sanguaza por la nariz y las orejas. He visto gente que se cuelga y como gimen. Úrsulo ni siquiera suspiró. Lo vimos colgado, balanceándose como marioneta abandonada. Yo, yo lo vi de alguna manera sonreír. Mi pobre camarada. Adiós, le dije, y enseguida me fui por la herramienta al taller de carpintería para hacerle el ataúd. A lo lejos, se veía tan bello, como un alebrije multicolor reflejando la vida fulgurante de nuestros ojos, como un colguije extraño de esos que exhiben los artistas hippies en el tianguis del chopo; colgado y sin quejido lúgubre; con sus poemas, dibujos, jeroglíficos y palabras pretendiendo ser haikus. Lo vi a lo lejos y me recordó los anuncios luminosos del paseo de la reforma. Tan extraordinario, tan irreal, tan fantásticamente muerto. Adiós, Úrsulo. Adiós, le dije, tratando de recordar su talla. La cena la guardamos para el velorio. Lo sacaron del penal en punto de las ocho del día veintiséis de diciembre del año 76, en el cajón de muerto más bello que hube hecho, con rumbo a la sierra de Chihuahua. Cuando lo conocí allá a principios de los sesenta, le gustaba el rock, la revo cubana y odiaba a los tatuados, era grueso como un marrano garañón, moreno como el zopilote, taciturno y voz segura, pausa y estentórea, con una talla en el ánimo que le hacía verse como un Ajax; tras las rejas se fue encogiendo a medida que callaba y el pellejo se le ennegrecía de tanta tinta; llegó a medir algo así como la medida que hay entre la meada, el pito y el suelo. Ese día, no pude dormir con la vuelta en la sesera de si medía uno noventa, como cuando lo admiré, o uno sesenta, como cuando sus pies estaban meciéndose como hojas secas a siete metros de altura, o quizás uno ochenta, como cuando joven y los sueños. Lo que son las cosas. El camarada no alcanzó a ver el inicio de una nueva era. La era de los bultos. Un año después, el gobierno nos dio a todos libertad bajo palabra, bajo palabra de honor, que el color rojo jamás volvería a mencionarse en esta tierra. Aquí estamos ahora. Unos borregos a medio morir asimilados por el Estado. Libres sí, en un lugar en donde nada de lo que sucede dentro de una prisión tiene sentido. Un lugar y una época que ya nos olvidó. Me imagino a Úrsulo aquí, con nosotros, tratando de explicar sin conseguirlo, todo ese rayadero que tuvo en el pellejo. ¿Ustedes, jóvenes, serían capaces de comprenderlo? No lo creo.
José le da el último trago a la cerveza mientras mira fijamente una lámpara japonesa colgada sobre la cabeza del barman. Se despide de nosotros con un adiós de mano, dándonos la cara de su escurrida espalda, y sale rumbo a la forma de llover que hoy tiene el cielo. El eco de sus pasos está siendo devorado por el tronido de la tormenta, se lleva sus palabras, su grave estar de viejo derrotado, con mordidas húmedas, hasta convertirlo en nada.
Punto final / Servando Clemens /
Punto final
Llegué al establecimiento de costumbre. Pedí un café sin azúcar. Me senté en una mesa pegada a la ventana para admirar el cielo plomizo. Me puse nostálgico al ver a los grajos que estaban parados en los cables eléctricos. Tuve ganas de llorar por algún recuerdo que no recordaba. Miré un avión que atravesaba el horizonte; no, eso era un misil. Pensé en todo lo que no hice y en las experiencias que me perdería. Por la calle la gente corría sin rumbo fijo. Los automóviles chocaban entre sí. La alarma de emergencias no dejaba de repiquetear. Escuché algunas detonaciones de armas de fuego. El anciano que atendía el negocio prendió el televisor y cambió al canal de las noticias. No sé el motivo, pero las pocas personas que estaban en la cafetería, huyeron al revisar los mensajes de sus teléfonos móviles. Alguien había olvidado un libro viejo encima de una silla. Lo tomé para echarle un vistazo. Las primeras líneas eran interesantes y alentaban a continuar la lectura. Levanté la vista. En el noticiario informaban sobre un bombardeo nuclear.
—Es el día del juicio final, hijo —comentó el anciano sin quitar la mirada del televisor—. Los gobiernos prefieren acabar con toda la humanidad antes de aceptar que se han equivocado.
Cambié de opinión, me levanté del asiento y agregué dos cucharadas de azúcar y un poco de crema líquida. Era momento de disfrutar.
—¿No tienes miedo? —me preguntó.
—No sé a qué le tengo más temor, si a vivir del modo en que lo hacemos o a morir. Y aunque estoy cerca de la muerte, todavía no la conozco.
—Tengo noventa y ocho años y he pasado la mayor parte de mi existencia trabajando en este aburrido lugar, nunca hice lo que realmente amaba por miedo, y ahora es tarde, así que ahora mismo me importa un carajo el mundo.
—El doctor dijo que me quedaban tres meses de vida.
—Eso lo explica todo, joven. Nos vemos del otro lado de la frontera, si es que existe.
El viejo salió al pandemonio y se topó con la muerte al caerle en la cabeza el letrero de su propio negocio. Percibí una explosión que cimbró las paredes, los cristales y mi esqueleto. El televisor cayó de su lugar. Los vidrios llegaron hasta mis pies. El edificio de enfrente se derrumbó y los escombros cubrieron la calle. Di la vuelta a la página y leí algunas frases sueltas. Me fui a la última hoja para terminar con el asunto. Saqué un bolígrafo, escribí este relato: el epílogo de mi vida y coloqué el punto final.
ORIGEN / Rocío García Rey /
ORIGEN
Rocío García Rey
“Cada ciudad, como Laudomia, tiene a su lado otra ciudad
cuyos habitantes llevan los mismos nombres: es la Laudomia de
los muertos, el cementerio.”
Ítalo Calvino
Las ciudades y los muertos. 5
El orden de los hechos parte del asombro y de la incredulidad por la muerte de la madre.
Los cuerpos giran alrededor de la fogata de los naufragios de la vida. Nada puede comprenderse cabalmente cuando el cuerpo de la madre se deshoja. Porque ese deshojar contagia a las hijas que, como si hicieran una ronda, se llenan de silencio y sólo con la mirada hacen un ritual de lenta despedida. La voz existe. Lo saben. La voz existe, pero no saben qué decir ante el desvelo de la vida. Ni siquiera se atreven a pronunciar calle Comonfort como ofrenda a la historia de la madre.
II
Los cuerpos cambian de tal manera que a veces son odiados por una misma. El cuerpo es el lugar propicio para que el dolor sin adjetivo se arraigue y deje de moverse. Porque la madre está acostada y la hija mayor la cuida y entonces, tú mecanógrafa de los silencios te llenas de culpabilidad y comes a todas horas. Comes y bebes vino e imaginas que haces el recuento de todos tus lutos acumulados, pero sabes que al final eso será absurdo porque tus muertos han estado siempre contigo, te han coronado en la hora de la desgracia y han hecho de tus ataques de pánico la danza perfecta para que el clonazepam se adhiera meticulosamente a tus papilas.
Tus muertos han estado siempre, desde que murió tu novio niño a causa de una bala perdida. Recuerdas, sí, él estaba de vacaciones en Hidalgo y surgió el juego perfecto entre él y su primo: jugar con un arma, pero esa arma estaba cargada y atravesó los años lirio de Guillermo Montes, tu novio niño. Luego fueron los ritos, los llantos, las cortinas cerradas, los rezos y un gran silencio por parte de los adultos. Tú querías una explicación que nadie estaba dispuesto a dar. Y te tragaste el grito de niña de ocho años y con ese grito tragado ahora pasas el vino que crees hará envolverte en un onírico paisaje de luto por tu madre.
Lentamente la ciudad te ha abrasado sí, como aquellos días de ir y venir al hospital general porque el compañero, la pareja que habías conocido en plena estancia en la zona zapatista, fue acorralado por un gran tumor. Un tumor que te asaltó en forma de incredulidad. Lo recuerdas saber que ese tumor existía en tu compañero te hacía temblar siempre. Siempre temblorosa a tus 29 años. La muerte atraviesa los días, los edificios, las ciudades. Lo sabes, incluso las ciudades de Calvino tienen algo de muerte.
Imaginas que de todos los muertos que te han marcado tienes fotografías y que en un acto demencial podrías colocar cada una y hacer una danza improvisada. A la abuela le dirías que su máquina Singer no se ha perdido en el tiempo y a tu padre obrero le comunicarías con movimientos parsimoniosos que un día te atreverás a sacar la cinta de su entrevista y a transcribirla.
Quisieras tener a Nelly Sachs en persona, hablar su idioma. No quieres sólo su poemario. ¿Cómo recojo los guijarros de mis muertos? ¿A qué tumba voy primero? ¿Qué deberé preguntarle a la madre que nos ha contado una y otra vez sus pocos días de infancia feliz cuando la abuela Juana sacaba a todos los nietos a pasear a Tlatelolco?
La ciudad siempre tiene ecos que se transforman en lo que creemos son casualidades, en realidad, es el eco el que nos lleva a rondar y acaso a habitar lugares que ya nuestros ancestros habían pisado. Por eso me causaba tranquilidad que en tu última etapa de enfermedad vivieras en Tlatelolco, con Patricia. Sí, Tlatelolco, ese lugar que elegimos años atrás para que en la Iglesia de Santiago hicieran las misas a mi papá, cuando murió.
Me quiebro entre las coreografías inventadas y la imagen de mi madre acostada viendo la televisión. Me quiebro y aun cuando sé que corro el peligro de transformar mi cuerpo, después del trabajo como y bebo y aquel primer grito por el novio niño se humedece de merlot envuelto en clonazepam.
Llega un momento en el que el orden de tus muertos no importa y entonces es a la prima Veroniquita a la que quieres contarle un cuento. Dices: “escribiré”, pero hay una quietud en tu cuerpo contra la que no puedes luchar. Cuerpo quieto, ¿te das cuenta? Como el de tu madre. Cuerpo callado hasta que, a otro día, a pesar de querer sentarte a mirar los rostros de los alumnos, tengas que hablar. Hablas desde el estupor, desde la vergüenza de sobrevivir, hablas y escribes, mientras, como Dido, quisieras clavarte la daga punzante del destierro mayor. Pero esta vez no sería por Eneas, sino por el dolor que causa una placenta oscura.
Dicen que sólo te inspiras en los muertos, que has resuelto vislumbrar las flores de las tumbas, en vez de vislumbrar las flores de los vivos. Pero ellos no saben que esas muertes paradójicamente han sembrado vida, y que esa vida son ahora las palabras que laten como corazones redimidos.
III
El silencio se extiende por el cuerpo, por los libros que, efectivamente tienen palabras, pero que de tanto bailar al fuego de los muertos han enmudecido. Es el silencio acompañado de una palabra que existe en el diccionario, pero que no te convence de significar lo que estás sintiendo esa palabra es dolor, así nada más, dolor. Y lo que tú sientes es la brasa, el frío el desear reptar por los pisos, por eso arañas tu piel hasta que la sangre brota. Ese dolor no sabes si aparece en el diccionario.
IV
Mamá, fueron cuatro años en que viviste como exiliada de la salud. Un remedio, y la sangre salía, un diagnóstico y la sangre salía, un abrazo y la sangre salía, una sesión de terapia y la sangre salía. Pero fueron a ellas, a mis hermanas a quienes les tocó ver esa rebeldía de tu cuerpo que te condujo por primera vez al hospital. En aquel momento, en mí, sólo apareció el enojo. Tú no podías enfermarte. Tú debías ser fuerte. Pero tu sangre me dijo que mi voz empezaría a menguar durante cuatro años.
“En el IMSS tardarán en hacerle los estudios”, dijo el internista. Posible enfermedad: mieloma múltiple. Y así fue, caminamos hijas, yernos y nietos con esa palabra persiguiéndonos en el trolebús, en el metro y en los páramos de nuestra tristeza.
Trasládenla a la Raza, ahora que tienen los resultados. Sí, en ese hospital donde nos pariste. Ahora ahí te atenderían. “No para la hemorragia” y te taparon la nariz. Cuando me tocó recibirte para que te trasladaran al piso correspondiente, te sacaron en camilla y no hubo poema, no hubo verso que consolara el despliegue de asombro, mi madre con la nariz llena de gasas. Te dije chiquita. “Vas a estar bien, chiquita”. Y así fue. Tal vez siempre sucedió así. Madre – niña sin que la acunaran a ella. Antes de que supiéramos que el mieloma habitaba tu cuerpo, cuando estabas mal y no teníamos un diagnóstico claro, iba a tu casa y te leía cuentos. Cuentos de la costarricense María Noguera. Yo te leía los títulos y tu escogías que cuento te leería. Pero un día, me quedé sin voz para leerte. Entiende, podía emitir palabras, eran audibles, pero la fuerza, la energía se transformaban en mirada de asombro, en inmovilidad. Fui la sombra, aunque no fuera de noche. Fui la sombra que se dejó atrapar por la desazón que se adhirió a la suela de mis zapatos; aun así, pude terminar mi Doctorado en Letras y ganar una mención honorífica.
V
Porque no puedo disponer aún de mi nombre, porque no puedo disponer aún de mi cuerpo que se abrazó a tu última noche, claudiqué ante otras creencias, creencias diferentes a las mías. Buscaba afanosamente que tu nombre volviera a latir. Tal vez porque aquella noche, la última, te digo, fuiste reposando ante Tánatos poco a poco hasta que a las 4 de la mañana me desperté y adiviné que habías migrado a la ciudad estrella.
Porque aun cuando te abracé la última noche y dormí contigo no puedo hallar la brújula de las palabras y mi cuerpo sigue pidiendo lo imposible: volver a la placenta. Mudé a otras creencias, te digo. Acaso realmente lo sabes. Alejandra, una de mis alumnas anunció que había aprendido una terapia de péndulo y que ponía su nuevo aprendizaje al servicio de quien deseara. Yo buscadora de explicaciones ante lo que se llama muerte, alcé la mano. Como científica retornando a la magia, contacté con Ale.
Una veladora pequeña encendida y un cuerpo que en silencio pedía ser consolado. En el cuarto propio, aprendí que no sólo se escribe, también se buscan, a veces, ocultamente rutas para viajar al entendimiento de los significados.
Sentí la energía en el lado izquierdo de mi cabeza y en mi vientre. Tenía la seguridad de que Ale me tocaba. Pero no fue así. Después de la terapia me dijo que eras tú, que era la energía, que estuviste presente. Ese día, mamá me corté el cabello, desde aquel día no he vuelto a hacerlo.
“En el vientre está la energía de nuestras ancestras”, me dijo Ale. Y fue así que dentro del cuarto propio ese día tomé la carretera de una creencia que hizo que apareciera mi sorpresa. La vela se derritió y supe que estaba preparada para pasar por la calle Comonfort y gritar tu nombre.
VI
No recuerdas si fue en el segundo año de la enfermedad de la madre, que te atreviste a viajar a Perú. Darías una conferencia. Días anteriores tu computadora se había descompuesto y necesitabas urgentemente que alguien la arreglara. Fue precisamente, Ale quien te recomendó a aquel técnico tímido que llegó un miércoles en la mañana. No hacía frío, pero él traía puesta una gorra. Amable y pausadamente, hablaba. Le ofreciste café recién hecho y sólo dijo quedamente: “no, gracias”.
Era el tiempo en que el dolor aún no rondaba las paredes de tu casa. Era el tiempo en que el miedo aún no carcomía tu piel ni tus palabras. Por eso tenías energía para conversar. En la distancia se comunicaban. La noche antes de partir a Perú, tu habías aprendido que el hombre con quien creías compartir un poco de vida, no se asumiría jamás como tu pareja, tal vez un amigo distante con cambios de humor que te mantenían al acecho. Lo supiste porque la despedida que tenían planeada se canceló. Habías comprado un vino y querías celebrar con alguien aquello que tu veías como triunfo: ir a dar un curso y una conferencia a la universidad de Perú.
Llamaste al tímido técnico con quien también, sin saber por qué, le compartías canciones. No podía ir a tu casa, pero acordaron reunirse una vez que estuvieras de vuelta.
Te despediste de la madre y de las hermanas y partiste con la ferviente creencia de que aquel hombre exiliado con el que habías compartido algo de vida, ya no estaría más. Algo se había roto, al cancelar la despedida.
Porque el cuerpo aún no te dolía e incluso tenías tu propia voz, te atreviste, sin culpa a ir a Machu Pichu, a leer tus poemas en la universidad, a ser viajera, a tomar videos de las marchas. Ahora lo sabes: fue el tiempo en que todavía sabías pronunciarla vida y sabías cómo entornar la mano para cargar tu equipaje que te llevara a las zonas de la alegría que después se tornó isla remota. Era el tiempo en que aún no le inventabas cementerios a los cuentos que leías.
VII
En el cementerio mis hermanas lloran, yo no. Los desgarramientos de la propia piel quedan cubiertos con la ropa. Por ello puedo, casi con la exactitud de un reloj, jugar el papel de mujer ecuánime, como aquella que he imaginado fue Simone de Beauvoir, en Une mort trés douce. Tus hermanos también te dan el último adiós. Y yo con un saco negro me quedo atónita ante el rito, que como ex empleada del panteón he visto tantas veces.
Las flores son acomodas en tu nuevo invierno. Mis hermanas, sus hijos, Eleazar tu yerno a quien quisiste como hijo y el otrora tímido técnico en computación acomodaron las flores.
Así fue, esa presencia del tímido técnico desde que volví de Perú empezó a moldearse como compañero. Cuando él me acompañaba a verte, me gustaba verlos platicar y saber que le tenías confianza. Él ayudó las veces que te quedaste en mi casa y cuando una vez te llevamos al hospital. Fue con él con quien empecé a nacer como parte de una pareja. Poco a poco fui atreviéndome a develar enunciados de solidaridad y amor que yo no conocía, pero él, en un lenguaje ajeno al mío, dejaba como impronta en las rutas de mi cuerpo.
Aquel día en que llegaste a la morada del invierno, él desplegó abrazos para mí y en silencio permaneció a mi lado. Sólo él sabía de aquellos arañazos en la piel que yo misma me producía hasta ver brotar sangre. Sólo él sabía de esas marcas que eran la extensión de un dolor que no podía sacar con ningún rezo. Acaso algunos se postren ante Dios e incluso recen, cuando hay alguien al que se ama y de quien se presiente su perenne silencio. Pero, tú, mamá sabes que ese ritual no se adecuaba a mi danza en la vida, en aquel momento, por cierto, danza detenida.
Fue Coco, la madre abuela de José a quien elegí como emisaria de las plegarias para ti, ante el Dios en el cual tú también creíste. Coco prendía veladoras y rezaba repitiendo tu nombre. El lenguaje es el desdoblamiento de nuestras creencias. Por ello hay diferentes pronunciaciones para pedir que sea atenuado el significado de esas palabras que, he dicho, aún ronda en mi vida: dolor y sempiterna maravilla. Porque en mi representación del mundo todavía creo que todos pueden estar muertos, menos tú. La incredulidad la sigo tragando cuando tomo vino y con la memoria hago una maqueta donde pongo simplemente árboles y en medio alguna foto tuya.
Ahora mis hermanas y yo tenemos que asumir las miles de representaciones de esta orfandad que ahora es nuestra túnica de adultas.
¿Qué inhumé, me pregunto? Y entonces en mis noches vuelves para que la nitidez de tu rostro sea también para mí, mi segunda vida.
VIII
Antes de tu enfermedad, sabías que mi gran tarea era contar tu historia, porque, en efecto, tus relatos desfilaron ante mí y me hablaron de una ciudad que no conocí, pero que imaginaba cuando contaste, por ejemplo, que cuando eras niña, el gobierno repartió estufas de gas para evitar que siguieran usando estufas de carbón.
Por ti conocí la violencia que el abuelo Emeterio, tu padre, desplegaba constantemente en la familia compuesta por diez hijos. Y de esos diez hijos tu eres la segunda que has partido. La primera fue la tía Juanis, como le llamaban. Tenía 19 años y murió a causa de una falla en el corazón. Entonces contaste que la tía Lucha que era muy apegada a Juana, por eso dejó de hablar y de comer. Lucha, entonces era una niña.
No pocas veces desplegaste historias que fui anotando porque deseaba reconstruir tu pasado. La historia de las calles de Martín Carrera y la Villa. Muchas veces he imaginado aquella primera colonia: Carrera Lardizabal, donde después de la separación de la tía Antonia, tía de mi papá, tú y él se mudaron.
Yo misma guardo en la memoria las caminatas que tú, Patricia y yo hacíamos de la clínica 23 a la colonia Martín Carrera para visitar a la abuela, que nunca fue llamada así por nosotras, sino mamá Lucha. Entonces yo era niña y sabía que llegaría al lugar de la calma, de las palabras dulces y de las gelatinas hechas por mamá Lucha.
Sé que con este acto estoy esculpiendo la memoria, sé que a mi manera hago mi ejercicio de historización. Tal vez por eso en los sueños aparecen constantemente tú y mi padre junto con tus hermanos.
Tengo una fotografía en mi escritorio. La veo cada día y me lacera, pero no importa. Fue una de las últimas fotografías que nos tomó José un día que fuimos a una cafetería. No puedo traducir los gestos o quizá no me atrevo ante este interminable camino por entender con el cuerpo que ya no estás, que sólo tu historia me protege en las noches en que necesito asirme a la creencia de que es mentira, de que de una u otra manera puedo seguir hallándote.
Los quiebres ante los epitafios se vuelven volcanes que queman mi cuerpo y lo deja, como te he dicho, inmóvil y un poco aterido.
En diciembre, José y yo les llevamos noche buenas a ti y a papá. Fotografíe la tumba como consuelo para dejarme claro que aún me importan sus nombres: Manuel y Aurora, nombres indelebles en mi escritura y en ese dolor que se transmuta en buscar remedios mágicos para que regreses.
IX
Otras oscuridades más tenebrosas serían abrazadas por ti, mecanógrafa de los recuerdos, y te llevarían a calles en las que ni siquiera sabías por qué habías llegado ahí. Hasta que un día la anagnórisis apareció después del reclamo de José. No sabes si puedas escribir que pueden resultar increíbles todos los actos que has podido llevar a cabo para aferrarte a la madre, al sitio primigenio, al cuerpo que según tu neurosis no debía partir. ¿Por qué ha sido diferente con tus demás muertos?
X
Se deshacen las ganas de acariciar la primavera porque ésta simplemente desaparece de los paisajes cotidianos. ¿De qué se hacen los paisajes cotidianos, mamá? Se hacen de media luz y programas de televisión a todo volumen, a veces se compone de esa hemorragia nasal que te acompañó siempre. ¿De qué se hace el paisaje cotidiano, mama? De cansancio perenne, pasos cansinos y ganas de dormir aun en la hora de las gerberas.
Un día ese paisaje ya no fue cotidiano porque aceptamos que tuvieras una sesión de quimioterapia, y entonces, lo sé, el mundo se rompió. Los cristales imaginarios lastimaban tu cabeza y, después dijiste, querías arrancártela. “Si eso voy a sentir después de cada quimioterapia, no la quiero”, dijiste. Porque te digo, todo se rompió, y una mañana Patricia, mi hermana, te encontró, medio inconsciente, tirada en la cocina. Luego vino el hospital y para ti dos noches en una camilla porque no había camas y para Patricia y para mí dos madrugadas a la intemperie afuera del hospital.
Quimioterapia clausurada y en medio de ella el compromiso para dar una conferencia sobre Dolores Castro.
Se deshacen las ganas de acariciar la primavera, aunque junto a José poco a poco voy recomponiendo los fragmentos de mi cuerpo. Porque debes saber, mamá que mi cuerpo mudó y no me importó subir de peso. Mi salvación para atenuar la falta de sol era comer en la noche y beber mucho vino. No importaba si a otro día debía dar clase. Por eso cuando partiste sentí que había perdido parte de mi identidad: cuerpo autorechazado y oleajes para beber. No tenía fuerza para hacer ejercicio y aun en el consultorio psiquiátrico mi quietud y letargo eran evidentes. Cambios de antidepresivo y la imposibilidad de escribir, aunque sea un remedo de idea. Muda, muda. Contemplando en la distancia lo que en apariencia como mujer adulta comprendía. ¿En qué consiste la comprensión?
Reconozco que José era mi sostén, pero nunca me atreví, porque no supe cómo hacerlo, a explicarle mi desazón que abarcaba incluso mis pupilas. Tal vez lo intuía. Piel sangrante y a veces ataques de pánico. ¿Quién era yo para involucrar a aquel hombre de esa manera? ¿En nombre de ser una pareja es lícito que el otro te levante, antes de que caigas al precipicio? Mi mirada cambió, mis gestos se tornaron rígidos. Aun en este presente en que hace meses que te fuiste, mi rostro, a veces, es el espejo del espanto, de la solemnidad vuelta asombro.
Loa caminos que recorrí, sé, no son novedoso. Tal vez por ello este escrito sea un lugar común en el vaivén de los incontables duelos.
XI
Los subterfugios pueden tomar diferentes formas. Bajo la enajenación por el dolor quisiste huir. No era falta de amor a José. No era ni siquiera vivir una aventura. Tal vez te ayudó que después del esposo muerto no volviste sino a tener amantes. Cuerpos que tratan, durante unas horas de suavizar la corrosiva soledad humana. Tu vida de pareja seguía siendo un camino de aprendizaje.
Era semana santa y tenías que presentar un libro. Te acompañó José. Y durante la espera para el inicio del evento apareció él, halagó tu mirada. Pidió mantener el contacto. Era un historiador desempleado. Esos días tú te quedabas con tu madre y quisiste suavizar la epidermis del adiós. Platicaste con el historiador y José se mantuvo alejado. Inconcluso el evento partieron tú y José porque habías dejado sola a tu madre. Silencio de tu pareja. Pero no del historiador que se comunicó contigo cuando estabas en el hospital con tu madre. Se lo dijiste. “mi madre está enferma”. Él respondió rápidamente que sabía lo que eso era, porque hacía unos meses su madre había muerto. Esa fue la clave para anclarte. Tal vez él podía explicarte cómo sortear los lutos, la desesperanza. “Ellas siguen, no se van”, como pócima mágica, como si no fueras una mujer letrada le pediste que te explicara. Como si fuera la primera muerte que enfrentaras querías reunir toda narración de las madres muertas. Como si fuera plena adolescente, aceptaste que te hablara de su duelo. Fue por ello que rondaste aquella calle que recién habías redescubierto cuando fuiste a un Museo: calle Regina y sus miles de bares. En uno de ellos se citaron. Él llegó con su guitarra porque dijo, también quería cantarte una canción. Empezó a hablarte de la energía y de que nos hay casualidades. Repentinamente apareció la digresión en el discurso: “Te ves bien”, aseguró, mientras te sonreía. Para ti no importó eso, sólo querías saber si su relato podría ayudar a sujetarte sola, sin sentir que el caos era tu mismo cuerpo. Porque la desesperación no podías apaciguarla con los medicamentos ni siquiera con los abrazos de José y su brega de amor hacia ti.
Lo supiste, todo había dado un giro: él quería seducirte, coquetear. Halagaba tus poemas y te dijo que le gustabas. No es que olvidaras a José. No lo olvidaste. Tampoco te atraía seguir el juego del simple coqueteo. Sólo supiste que caías en la en la espesura de la vida. Podías haber discutido. Podías haberte parado de la mesa. Pudiste…Quisiste evadirte. Sentiste como si cayeras en algo espeso, soporífero. Entonces ya no fueron sus palabras a las que les prestaste atención. Los transeúntes y la misma calle hicieron la función de distractor. Su presencia pareció volverse lejana y sus palabras parte de un parlamento de una obra que estabas representando por azar.
XII
El cuerpo de la madre, parecía, dejaba de tener nombre. Si su cuerpo menguaba y Patricia era la principal cuidadora. Tú merecías el castigo. Se trataba, ahora lo sabes, de un castigo extendido por tu cuerpo. Aunque en un principio te alarmó subir de peso, fue parte de los cambios con los que te hermanabas al ocaso que se mostraba de múltiples maneras.
Cuando conociste al historiador era abril. Nadie sabía la fecha exacta de la navegación de la madre al territorio de Tánatos. Ahora que armas el relato, afirmas que dos meses después la oscuridad apareció. Es en una mínima distancia de tiempo que logras acomodar las piezas del rompecabezas en forma de autocastigo presentido.
Tecleas y ves a la distancia cómo los cuerpos callan o gritan o simplemente dejan llevarse por la imperfecta brisa del dolor. Ahora sabes que tu cuerpo sigue sin pertenecerte, aunque puedes visualizar en lontananza las heridas infligidas. Acaso querías solidarizarte con el dolor de un cuerpo abrumado, a punto de claudicar ante tanta fatiga acumulada
Entonces recuerdas, reconstruyes aquel día de suplicio y locura. Aquel historiador te afirmó que las madres no se iban del todo. Fue lo único que grabaste en tu memoria. Después, cuando José te reclamó aquel encuentro, hubieras querido decirle que te sentías deforme y absolutamente vacía. Hubieras querido que él sintiera por un momento la horadada existencia cuando se carga durante cuatro años la muerte. Y fue por eso que te dejaste guiar. José, no había, rutas de amor ni de deseo. La palabra infidelidad rebotó en otros inviernos, en el de aquella mujer que era yo, sólo la nieve y la espesura del silencio la acompañaban.
Compraste vino y te preguntaste cómo era posible que alguien que había perdido a su madre, hacía apenas tres meses, convocara a otro cuerpo.
No pedirás un plañidero perdón porque ese encuentro nunca será asimilado por tu epidermis. No pedirás perdón, porque no dejaste de sufrir ni de amar a la madre. Sólo zarpaste a un barco que te distraía con su vaivén y te mostraba la ausencia de los lutos.
Es verdad, José, ella compartió el derrotado cuerpo con otro cuerpo. Se castigó, pero tú no pudiste entender eso. Ahora, su madre está muerta y ella sigue sin cuerpo. Sigue buscando pócimas mágicas para que alguien le diga que la madre permanece. Los vericuetos del dolor son múltiples y a veces silenciosos. Por ello la mujer a la que dices amar no te narró aquel hecho. Deshecha estaba. Dos meses después, tú lo sabes, murió la madre. Y un mes después de aquella impronta de ausencia, tu reclamaste con una pregunta: ¿Por qué? Pero ella seguía en jirones y contestó sin vomitar el dolor. Lo sabes, no pidió perdón. No pidió clemencia. No podía porque su capacidad para elaborar discursos estaba oscurecida. Lo sabes, José, los dos faltaron a los acuerdos, por ello tú revisaste sus redes sociales. Ella dijo: terminemos y tú te opusiste.
Ella sigue buscando una brújula que no se la del amor romántico. Ella no quiere claudicar. Acaso recomponer su cuerpo. Su historia que ahora se compone de sueños con la madre.
Los lutos pueden llevarnos a realizar proezas aun en contra de la trillada palabra amor. Ella, ahora lo intuye, quiso caminar por la cuerda floja como la evasión mayor a sentir el dolor de someter su cuerpo a un cuerpo anónimo. Acaso quiso por un momento dejar de repetir obsesivamente la palabra: mamá.
Pero en tu cuerpo, José, sólo están tus lágrimas. Lo que crees la absoluta traición. Ella mira tus lágrimas y quisiera que fueran las de ella, porque jamás ha podido llorar por la madre.
XIII
Tú, la mecanógrafa vestida de negro, empiezas a recomponer las piezas, precisamente mediante la escritura. Por ello ahora puedes recordar que fue un mes después, acaso en julio cuando José te dijo que no estaba bien. Era un sábado y habías ido a consulta psiquiátrica. Querías que empezara una etapa de calma, de poder recordar sin la piel rota. De inventar ritos para saber cómo escribir nuevamente tu nombre. Pero no fue así, porque ese día cuando llamaste por teléfono a José y le preguntaste cómo estaba te dijo que mal. Te dijo que había roto una regla y sabía lo que había pasado con aquel hombre. Que deseaba saber por qué lo habías hecho. Y fue en ese momento que tuviste que controlar el estupor, el enojo, la vergüenza.
Después de vivir siete años con Roberto, lo has dicho, no volviste a tener una pareja. Y José había llegado en un momento en que tu vulnerabilidad ya había aparecido, sólo que aún no gritaba como lo hizo dos años después. José llegó a enseñarte la solidaridad y los oleajes del amor entre un hombre y una mujer. Pero tú nunca supiste explicarle que en los vericuetos de la vida hay momentos en que se pierde la brújula completa, que en los andamios que debemos cruzar para amar al otro encontramos caminos sinuosos que nos hacen romper lo que nos han hecho llamar fidelidad.
Tú aquel día te quedaste muda. Crees haberle dicho que sí lo amabas. Así utilizando el adverbio sí. Quisiste poner de ejemplo parejas abiertas como la de Simone de Beauvoir y Sartre. Pero José no conoce aquellos personajes, sólo se deja guiar por lo que él interpreta como traición. Y tú, muda ves que llora y quisieras salir corriendo de esa escena.
XIV
¿Cómo se conocieron tú y mi papá? Un día te pregunté, mamá. Pero en esta reconstrucción de los hechos no quiero reproducir que mi papá te abordó afuera de tu trabajo. Quiero decir que la impronta con la que voy caminando cada día es ser hija de la obligación. Sí, porque tú un día me dijiste que no sabías que existían otras opciones para las mujeres. Inferí, aquel día que hablaste, que no te casaste por amor. “Quería huir de mi papá. No nos dejaba tener novio. Me veía con tu papá a escondidas”.
Muchos años después, cuando estabas enferma, me atreví a preguntarte si sentías placer con mi papá. “al principio sí. Después ya no.” No me atreví a preguntar hasta dónde el antes y el después. Te confesé entonces que lo mismo había vivido con Roberto. Me dijiste que yo era joven y que hubiera podido cambiar la situación. Quise, mamá, decirte que eso lo aprendí años después cuando recuperé mi voz. Y mi cuerpo.
Mamá, vi llorar a José y yo no podía arrodillarme a pedirle perdón, ¿Perdón de qué? Porque los planos del amor que hemos dibujado José y yo parecen ser de diferentes colores y diferentes trazos.
Mamá, vi llorar a José y preguntarme: ¿Qué va a pasar? Yo, aún envuelta en la incredulidad de tu muerte no sabía qué hacer porque sólo había un cuerpo deforme ante mí y un dolor inefable: el mío. Mi pareja lloraba y yo quería renunciar en ese momento a la vida en pareja y quedarme en posición fetal repitiendo una y otra vez tu nombre.
También hubiera querido llorar como José, pero mi represión impedía hermanarme con él, quien se marchó con lágrimas en los ojos y yo quedaba azorada ante el trabajo de tener rearmar una representación del amor.
EPÍLOGO
“En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad
y al mismo tiempo a observar viejas
tarjetas postales que la representan como era […]”
Ítalo Calvino, Las ciudades y la memoria 5
Me encuentro en la misma ciudad. No hay energía ni dinero para mudar de sol. Me quedo en la ciudad que te vio nacer, madre y con parsimoniosos pasos voy a tu casa a buscar fotografías que sean los vestigios para reorganizar mi mundo. En esas representaciones observo el pasado como el absoluto eco de la ausencia, también como icono de la nostalgia.
Un hombre llora en esta ciudad porque duda de mi amor y yo sólo tengo fuerza para acomodar mis postales en mi trozo de narración. Tal vez, no sé pronunciar el amor. No sé, después de ser un cuerpo destrozado, esbozar explicaciones de una conducta que quizá a algunos les parezca inicua.
En mi propio cuarto veo esas fotografías de ciudad. Lo sé, son sólo la representación del recuerdo y aquí también Maurilia se desdobla en el eco de lo que yo me aferro a imaginar, mientras trato de aceptar que los cementerios de la ciudad son verdaderos.
CDMX, mayo, 2020