H A Y Q U E M E J O R A R L A R A Z A
Francisco Manuel Rodríguez Vargas.
México es racista, es solo una parte oscura de su atropellada historia. México ha ejercido a los suyos las mismas vejaciones que otros truhanes le ocasionaron con una desfachatez rampante. México es una colonia que aún tiene dueños de los cuales reniega, pero cuya mano no sabe cómo soltar. México es ciego, lo evidente se le escapa a los ojos al no aceptarse como una nación de castas y al rezongar sobre su simbiosis perpetua entre súbditos y reyes. México es un país de necios, pobres y burgueses, en donde gracias a la verticalidad heredada y al beneficio que se obtiene en un espacio de privilegio inventado, muchos sustentan su sentido de vida y otros sufren en ella.
México ha cambiado, sí, pero se ha mantenido estoico en otras prácticas que ponen a uno a pensar en qué fango está parado realmente el país. Las estadísticas abofetean con datos brutales a esta neo colonia llamada República Mexicana. Un estudio presentado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) revela a México como un país en el que el 55% de la población acepta insultar a otro por su tono de piel. Según la Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) uno de cuatro mexicanos dijo sentirse discriminado por su apariencia física y un 5.5% consideró negativo que la sociedad esté formada por gente de fenotipos diferentes. Vaya carga paradójica para un país conquistado y ensoñadoramente independiente que insiste en ponerse cloro en la piel y en su pasado. Así, México mide y desprecia de abajo hacia arriba, pues desde la cima donde se le imputaron todas sus penas. Hoy, el artículo cuarto de la Constitución Política Mexicana es relleno y verborrea.
El racismo se impone con ideas erróneas diciendo que algunos grupos sociales son superiores a otros y que esa superioridad es “natural”, porque se expresa en el color de la piel, los rasgos de la cara, el tipo de pelo y “bla, bla, bla, bla, bla”. Ese racismo se asoma en chistes, comentarios, frases que ridiculizan, minusvaloran y desprecian a las personas por su tono de piel, historia, cultura, tradiciones o su condición social. Un ejemplo muy claro es decir que “Hay que mejorar la raza”, pero ¿Qué raza, la humana? Existe en efecto la emergencia de mejorar algo y de rediseñarnos. Urge mejorar esta masa gris que somos como sociedad y cambiar cuanta retórica de cavernas hemos adoptado para lograr transformarnos en algo realmente superior, pero para eso, habrá que pensar de dónde viene la altivez de unos sobre otros.
El racismo es una consecuencia de la aborrecible idea de poder que ejerce una persona sobre otra al asumir una superioridad inventada. Esta idea es inyectada y recibida mansamente por las mentes menos acaudaladas, sensibles o desprotegidas. El concepto de superioridad se apropia en cualquier momento, en cualquier lugar, a cualquier edad y en toda circunstancia inimaginable. El racismo es consecuencia de una lenta y distorsionada percepción del mundo y no tiene razón de ser. Su motivo es odiar porque sí, no es decantarse por el ejercicio de la curiosidad y el estudio sobre lo que no se conoce. No significa esto que las personas deban saber sobre algo o alguien forzosamente, pero la idea de odiar algo o persona alguna sin un escrutinio personal profundo, es por demás absurda. El racismo se extiende cual plaga y aleja el entendimiento del yo verdadero.
Aunadas a las consignas racistas existentes en el mundo y en México, existen otras que pareciera buscan lo contrario, pero que giran sobre el mismo lado de la moneda. Dichas consignas son las que pregonan insistentemente que todos los seres humanos somos iguales; nada más grave que insistir con eso. No, no somos iguales, en este planeta nadie es igual a nadie, nada se bifurca con tantos contrastes como la identidad humana. De los billones que somos actualmente no hay persona que pueda compartir igualdad absoluta con otra. Todos somos iguales es otra débil consigna que se exige tomar mansamente y que convierte a las personas en seres que buscan afectos y validaciones sin antes haberse constituido como individuos con facultades y necesidades inherentes a su ser, distintos de todos los demás. Se nos dice desde pequeños “todos somos iguales” pero no se nos incita a conocernos primero y a indagar en el otro al mismo tiempo. Se mata la curiosidad y se implanta la idea mal sana de que somos iguales cuando las diferencias saltan a la luz tan solo con mirarnos. Es precisamente de esta necedad por tener un ilógico tabulador plano de igualdad, que saltan las incomodidades y las inquietudes por sobre cómo se percibe el individuo a sí mismo, por cómo me perciben los otros a mí y por cómo percibo yo a los demás. La igualdad referida y señalada en nuestros tiempos redunda en derechos y obligaciones, en condiciones provechosas para alcanzar una vida plena solo por el hecho de existir; “vivo aquí y tengo derecho a ser feliz”. Sin embargo, no existe el hábito de ver al otro en silencio y sin influencia alguna, de saber del otro personalmente, quién es el que tengo enfrente, de dónde viene y cómo concibe la vida y mucho menos de conocernos a nosotros mismos. Nos olvidamos de que el otro habita el mundo conmigo y de que no es nada parecido a mí, en ningún aspecto.
Todo va demasiado rápido para que podamos tener intimidad como sociedad, creemos que sabemos quiénes somos, pero como país, es evidente que no lo hacemos. Todo va muy de prisa y solo sabemos que algo está mal, sin tener la certeza de qué es. Juzgamos las diferencias de la superficie, suponemos qué es tal cosa o quién es qué. Escuchamos indio, naco, gato y ya, esa es nuestra realidad porque el cerco de la velocidad a la que se mueve el mundo se yergue alto para poder vernos a los ojos en paz y en silencio. Odiamos por correr, corremos al odiar, nos enojamos por correr; el estrés es veloz, todo es veloz porque tiempo es dinero y dinero es poder, con el poder veo por arriba del hombro, soy mejor porque como He - Man “Yo tengo el poder”.
Vivimos en un país que se devora de los pies a la cabeza porque no quiere intimidad consigo mismo, el sincretismo lo confunde y lo obliga a respirar del orgullo ajeno. Sus problemas le dan jaqueca, es demasiado pasado, son demasiados siglos, demasiados virreyes, muchos nombres y barquitos, guerras, pasteles, hartísimas castas. Hay muchos Santa Annas, santa Juanas, Juanas con arcos, niños héroes, santo esto, santo aquello, San Santo, el Santo ¡Santa mierda! El mexicano no quiere saber y no quiere escuchar, solo quiere sobrevivir y sobrevivir significa ir rápido. El mexicano no quiere ni puede detenerse porque las lombrices en el estómago hacen ruido. Todos los hijos de México tienen hambre, muchos añoran una pizca de poder, muchos lo niegan, muchos lo ejercen, muchos lo ignoran, pero todos van de prisa porque correr es herencia de siglos. Hoy convivimos con prisa sin importar colores, credos y creencias; todos corren. Todos tienen hambre. La percepción del país para consigo se ha vuelto una masa gris, por ello le cuesta salirse de la cuenca del odio hacia el otro, porque sigue siendo colonia pero no se asume como tal, ya sea por vergüenza, porque lo ignora o porque lo ve todo perdido. Al blanco mexicano le duele no ser blanco peninsular, al criollo le duele no ser blanco, el indígena se pregunta por qué está debajo de la pirámide mientras que el negro se pregunta lo que se pregunta el indígena pero desde muchos siglos atrás. Nunca hubo independencia, no hay revolución; llegaron otros de arriba, de abajo, llegaron con corbatas en lugar de corona y México sigue sin aceptar que es “soberana colonia republicana extractivista libre con grilletes discretos”.
Han pasado los siglos, muerto los reyes e impuestos los presidentes y hoy, la corporatocracia se corona como la reina suprema de todas las castas. Es la corporatocracia el pináculo de la segregación racial y la que tiene secuestrada la poca identidad comunal del país. Las grandes corporaciones no tienen que esforzarse mucho por mantener a la mayoría de los mexicanos en el redil de su conveniencia, el país lo hace solo y lo seguirá haciendo porque no es que el mexicano huya de su pasado nada más, también huye de la condición de prisionero de su presente. México es prisionero de sus ilusiones de soberanía, huye de la unidad como pueblo y de la compasión frente al otro, no puede dejar de aterrorizarse frente a la diferenciación entre las personas que conforman la sociedad mexicana porque las ignora, no quiere saber de ellas, porque como colonia, la aspiración burguesa del yo primero es el paradigma que impera. Si el mexicano no trabaja, se muere de hambre, así que mejor se apresura y se exprime para poder dar a los suyos algo de libertad, para poder alejar a los suyos de la exclusión de privilegios, tiene que darse prisa.
La Corporatocracia rebasó lo inimaginable y evolucionó como le dio la gana. Ahora ya no importa la raza, importan los réditos. No importan las togas y los sahumerios, importan las torres altas de trescientos pisos que especulan en Wallstreet. No importa si eres mujer u hombre, importas en porcentaje y en estadística de producto, importan los “likes” porque son datos, importan los datos porque son sujetos de análisis para hacer más análisis de consumo y de mercado.
La raza importa solo porque es un “target”, ahí sí que importa, las diferencias importan a las corporaciones solo como segmentos. El concepto de inclusión y de igualdad importa a la corporación porque vende. La falsa retórica sexista vende, vende titulares y noticias morbosas en los que la gente hace juez y parte dentro del anonimato de las redes; eso vende, y mucho. Pasamos entonces de valer más o menos por el color de la piel a valer 4 más o menos como datos en la nube que arrojan hábitos de consumo. Si las corporaciones dan valor a las personas por su productividad y su cartera y si la cartera está ligada a las oportunidades que da el privilegio de cada casta, al final el corporativismo es un ente racista disfrazado de meritócrata. Cada tono de piel aspira a inflar hasta cierto punto su cuenta en el banco, el color de las tarjetas crediticias habla del mismo modo que las aspiraciones raciales.
Hay algo aún más grave y es que el racista se desentiende de la verdadera valía que implica vivir en sociedad, ignora que todos somos parte de un solo organismo vivo, ignora que todos impactamos en el otro. Todos, absolutamente todos tenemos nuestro tiempo contado, esa es la única certeza que existe, todos moriremos. Entonces las razones de nuestra prisa deberían venir desde otro lugar, tal vez deberíamos de pensar seriamente en ir más lento, caminar en lugar de correr, contemplarnos desde el interior y dejarnos maravillar por todo lo nuevo que tenga el mundo que ofrecer, quizá deberíamos pensar seriamente en que, en efecto, hay que mejorar la raza.
Francisco Manuel Rodríguez Vargas.