CUATRO TEXTOS SOBRE LITERATURA
Ezequiel Carlos Campos
SERENDIPIA
Hace mucho que dejé de ir a las librerías. Poco a poco los hallazgos sorpresivos ahí habían menguado sobremanera, ya casi nada me impresionaba, sabía lo que iba a encontrar y su precio. No digo que ya de manera definitiva dejé el espacio ventalibresco del todo, sino que poco a poco mi lugar de compra de libros había cambiado de lugar: internet. Me entenderán. He comprado libros en internet como obsesivo, lo que va de este año, no les mentiré, he comprado quizá más de cien volúmenes. Los espacio ahí abundan, los grupos de venta de libros, de intercambio, de subastas, hacen la compra más amena; conoces a gente con tus mismos gustos, vendedores que desean que el libro se vaya al mejor precio o al mejor postor. Se ve al libro como objeto de unión entre los lectores, hasta de juego. Eso es algo genial. Algo que las librerías no tienen: ahí muy casualmente –o sea nunca– conoces a alguien. Yo creo que nuestro sueño es encontrar al amor de nuestras vidas viendo los títulos de una sección de la librería.
Iba a comprar más libros: de entre todas las imágenes que subía mi ahora nuevo dealer literario en un grupo famoso de venta de libros muy baratos, escogí, me parece, once. Todos baratísimos. Uno me llamó más la atención: porque era de poesía, editorial española (Huerga & Fierro), de un autor que nunca había escuchado, menos leído. Era Catalista, los poemas escogidos de Roald Hoffmann. Pues lo pedí. No había investigado quién era ni nada. Los quince días que tardó la caja pasaron como siempre: en nada.
Llegó. El primero que abrí fue el del susodicho. Lo abro y veo una firma en pluma roja: “For Grecia With Best [aquí una palabra que no logro descifrar por la caligrafía en cursiva]. Roald Hoffmann”. Uno se encuentra libros dedicados por otras personas, eso suele pasar mucho cuando compras en librerías de viejo. Que alguien halle alguno firmado por el autor al precio que a mí me lo dieron –30 pesos, quiero recordar– pocas veces –algo así me pasó recientemente, viajé a Morelia y compré una antología de Antonio Cisneros y estaba firmado también–. Cuando se tiene suerte puede pasar: quizá encuentras un libro firmado por su autor pero no una primera edición, ni de lujo y, claro, a un precio exagerado. Esas cosas nos pasan a los lectores.
Llegó el momento de investigar sobre ese autor. Y lo primero que veo es que, en 1981, ganó, junto a Kenichi Fukui, el Premio Nobel de Química. Roald Hoffmann es de esos autores que se interesan por la poesía mientras estudian su carrera base, así dice en la solapa del libro: “En la Universidad de Columbia se interesó por la Química y por la Poesía, e inicialmente optó la primera como profesión, por parecerle más fácil abrirse camino en ella”. Nada tonto el señor Hoffmann. Ya que hablamos de un químico poeta encontramos en su poesía algunos conceptos científicos nunca antes vistos en la poesía. Prácticamente la mayoría de sus poemas son así: hablan de la ciencia, utiliza términos y cosas de la química que hace tomar un diccionario o el celular para buscar de qué demonios nos habla; también encontramos poemas –los mejores, creo– que hablan sobre la guerra. Sinceramente la mayoría de los poemas no me gustaron: el ritmo no logra mantenerse, los términos científicos hasta feos se ven… nada sorprendente.
Quiero pensar que soy la Grecia al que se lo dedicó.
Sea como sea, encontré un libro firmado por un premio Nobel y ahora es de los ejemplares más importantes en mi biblioteca. Eso no sucede en las librerías. ¿Quién compra un libro por internet y está dedicado por alguien de su talla? La emoción que sentí al saberlo fue tanta que hasta ganas me dieron de dejar la escuela y dedicarme a buscar las firmas de los autores de los Nobel. Al fin y al cabo si yo encontré un ejemplar entre millones, otro debe andar por ahí.
EL INFIERNO BIBLIOTECARIO
Nunca me ha gustado entrar a las bibliotecas. Ni quedarme a leer en los sillones, aunque cómodos, porque hay algo muy adentro de mí que me impide pasar las hojas tranquilamente. Tampoco me gusta ver los estantes llenos de libros, la infinitud me da pavor. Los estantes, enormes, pesadísimos, hacen que, cada vez que pase, me vayan recorriendo escalofríos por todo mi cuerpo.
Las formas de las bibliotecas me han parecido desde siempre el infierno de Dante. Y es que cualquiera tiene un parecido con el mal. Me explico: hay grandes puertas a la entrada, que se abren con tan sólo estar cerca, como si los pecados fueran tan grandes para pasar así de simple y rápido. Hay que dejar lo que uno carga en la paquetería porque, lamentablemente, no se puede llevar nada para la salvación. Si alguien se para en el centro de todo el espacio, largos y altos pisos van a elevarse. Si camino de manera circular por entre los pisos me recuerdo como un Dante sin Virgilio, sin otro guía más que los señalamientos de las materias, géneros, que cada estante guarda en sus huecos. Y cuando alguien camina por la librería el silencio aturde, las miradas de la gente que te observa subir las escaleras como si no hubiera otra manera de castigo, que acercarse, poco a poco, al espacio de los condenados y de los muertos.
Ir a una biblioteca, como ir al museo, pienso, es visitar las tierras inhóspitas donde radica la muerte. No sólo se escucha el silencio de los visitantes, los cuchicheos al hablar bajito por las reglas, sino las voces de tantos muertos como si fueran los propios autores los que estuvieran leyendo sus obras, y nosotros, como intermediarios de infernal acción, releemos de las cosas pasadas y por venir. No se dejen atrás a los autores que están por morir: yo, tú, él… todos los que alguna vez habitamos esta vida y se nos ocurrió dejar para la posteridad algún ejemplar guardado en biblioteca, y llame a los habitantes de este infierno para ayudar a inmortalizar unas palabras ajenas pero que siempre nos las apropiamos. Entre el silencio, las voces de todos los autores piden lectura. ¿A quién de tantos escuchar?
No se diga de la gente que anda aquí y allá por toda la biblioteca, como aquellos condenados en busca de un ejemplar sin encontrarlo, un mito de Sísifo completamente moderno: hallar y volver a poner, llevarlo y entregar. Y aquellos semi guías que trabajan en la biblioteca, los que llevan ahí más tiempo, estatuas, trabajadores del infierno que lo único que quieren es llevarte al lugar equivocado para que las penas sean más grandes y, una de dos, o te quedes más tiempo vagando o mejor pienses en el plan B que será dejar la biblioteca y tener que ir al otro infiernillo libresco, la librería.
Quizá sea mi imaginación. Quizá fue culpa de mis maestras que me mantenían encerrado ahí minutos enteros como castigo; pero cómo no relacionar un espacio con el otro, pareciera que los muros llenos de libros se estrecharan hasta hacerte papilla; la condena del conocimiento impalpable o infinito; cuando hay más libros que gente y uno sin poder leerlos porque el tiempo es corto; y, algo aún más grave, los libros estáticos como pinturas tenebrosas de miradas acusadoras, porque, citando a Rodrigo Fresán, [ojalá –agrego para darle otro sentido] que “los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá”. Libros que pesan más que la tierra misma y los estantes, los suelos, las paredes, están a punto de soltar el peso de tantas hojas porque al fin y al cabo el infierno en algún momento será apagado.
Y si no me creen es porque son una más de las almas que vagan por los pasillos, o aquellas que ya ni se dieron cuenta que murieron y están más asfixiados que los condenados en la historia de Dante.
EL MUNDO AL REVÉS
Imaginemos un mundo donde las grandes obras de la literatura nunca existieron; los autores, por razones indistintas, flaquearon a tan gran hazaña que es la escritura –a veces durante décadas– de una obra maestra. Imaginemos que el trabajo del escritor es un poco menos exigente: los resultados son obras menores; pero como imaginamos un mundo distinto esas serían las mejores. Imaginemos la labor del escritor: entre menos importante la obra en nuestro mundo, mayor importancia en el otro. Al fin y al cabo ¿quién diría lo contrario cuando nuestra realidad sería aquella? Imaginemos un mundo sin Hamlet, En busca del tiempo perdido, Guerra y Paz, El Quijote, La divina comedia. Que no existiera el personaje femenino en Madame Bovary o Ana Karenina y fueran hombres los protagonistas. Imaginemos ahora aquellos manuscritos que todos los escritores, por razones conocidas y otras no tanto, quemaron, destruyeron o prohibieron publicar después de su muerte. Y esos libros son los que tendríamos que leer todos porque nos harían entender nuestra realidad, desdoblarían el mundo para llevarnos a otro plano, su lenguaje nos haría explotar hasta parecer pedazos de globo en el suelo. Las grandes obras de Salinger serían aquellos relatos sobre la familia Glass que nunca se publicaron, nuestro El guardián entre el centeno el libro que habla sobre el hermano de Holden que existe bajo llave, o aquellos testimonios de la II Guerra Mundial que escribió durante más de cuarenta años. Las obras de Shakespeare mundialmente conocidas serían las que, según cuentan, están enterradas junto con él, inéditas. Quizá el universo de Stephen King conocido sería aquel que pensó en su infancia y nunca logró plasmarlo en papel, el de Lovecraft una mitología llena de ponis y unicornios. Nuestra A sangre fría sería Plegarias aprendidas, la mejor obra de Hemingway, El jardín del Edén, uno de los libros más vendidos en la historia En agosto nos vemos de García Márquez, o El forastero misterioso como el Tom Sawyer de Twain, todas ellas publicadas póstumamente. Imaginemos que Kafka, en vez de pedir que quemaran sus libros después de morir, hubiera dicho que los publicaran en las mejores editoriales y Max Brod, de ideas contrarias, nunca hubiera recuperado libros como El castillo y El proceso. O que James Joyce no hubiera tardado casi cuarenta años en escribir dos de sus grandes obras porque encontró un boleto de lotería premiado y viajó por el mundo en vez de escribir; un joven Vargas Llosa que ganó un premio con Los jefes a una corta edad y, ya en París, haya encontrado trabajo de modelo y olvidado la escritura. Las mil y una noches el libro sagrado más importante. Imaginemos un mundo donde el lector no es tan exigente, lee lo más simple, porque ¿para qué leer libros complejos, extensos, con nombres rimbombantes si al fin y al cabo sólo tenemos una vida y hay que buscar la manera más simple de pasar el rato? Imaginemos un mundo donde la mejor literatura es escrita en los periódicos; las mujeres forman el canon y, por lo tanto, estarían en el top; las librerías como tiendas de abarrotes con millones de ofertas porque el consumidor escasea. O imaginemos nuestro mundo sin lenguas, libros, personas y naturaleza. Un mundo sin mundo, galaxias sin galaxias, e imaginemos la oscuridad absoluta siendo leída por dios y él como el mejor creador de historias que nadie más va a conocer.
LOS FETICHES DEL LECTOR
Un lector entra a la librería con el pie derecho para encontrar buenas ofertas, ver el ejemplar que buscaba, tener la oportunidad de meterse un libro por debajo de la playera prestidigitadoramente. Va por orden alfabético, pasa de libro en libro hasta encontrar los colores o diseños famosos –un gran lector deberá conocer todas las editoriales y hacérsele más fácil este recorrido–; mover los ojos como si estuviera en un juego de tenis, pararse abruptamente cuando se vean las siluetas de los nombres de aquellos autores que busca. Pasar de estante en estante y tomar sólo aquellos de interés, leer el texto de contraportada y verles el precio. Sorprenderse por lo caro o lo barato –en muchos de los casos será sorpresa por el alto valor. Y aquí recuerdo todas las veces que mis amigos borrachos me dijeron: “Es más caro un libro que una botella alcohol, por eso mejor me emborracho, ja, ja, ja”–. El tiempo en ese lugar pasará lento, porque cuando uno se divierte los minutos se arrastran poco a poco, porque cuando uno se distrae del mundo no escuchamos ni los gritos, ni el pipip del lector del código de barras cada vez que hay una compra, ni siquiera la música intelectual que ponen las librerías para ambientar. Él, después de horas, paga un par de libros –otro par en su calzón– porque un lector que se respeta no debe salir de ahí con las manos vacías. Y si la(el) cajera(o) es guapa(o) sacarle plática para que vea que le sabes a eso de la literatura y ver si es posible que te sugiera algunos libros para después pedirle su teléfono.
Ya en casa corrercorrercorrer para llegar a su habitación y poner los libros en su cama. Acomodarlos por tamaño y, con sumo cuidado, quitar el retractilado por los bordes y sacar el libro. Hojearlo: ver primero la portada y contraportada; olerlo y que el perfume del papel llegue hasta lo más bajo de tus pulmones y mantenerlo ahí por algunos segundos; pasar a la portada, portadilla, ver la tipografía y si en la hoja legal dice que puedes o no robarte parte de la obra, si tiene índice y si se hicieron quinientos, mil, o fue una edición de millares. Y así con todos los libros que se trajeron a casa.
El lector, cuando se decide después de tanto cuál libro es el que comenzará ese día, se prepara para la lectura. Va por su taza de café, su vaso de agua o Coca-Cola, prende un cigarrillo, porque los rituales son importantes, si se cambian un meteorito pasará por la Tierra, o se quedará ciego y no podrá nunca más leer. Por eso el lector va por su taza y la pone a un lado. Toma el libro en sus manos y recorre con la vista todos los bordes de la portada, percibe los colores como si viera la piel de un reptil; pasa a la contraportada y relee el texto, y empieza a sacar hipótesis respecto a la trama o cuánto tiempo tardará en acabarlo. Pasa a las hojas y lee con atención la hoja legal –de nuevo– para pensar qué sucedió en el año en que el libro salió a la venta, si ya había nacido, o qué tan joven era. Cuando ve el primer capítulo, el primer poema, respira. Respira porque leer es como correr un maratón. Decidirse en qué momento exacto abrir los ojos y empezar la lectura. Si detenerse un poco más. Leer el primer párrafo y volverse a regresar porque no lo iniciaste con la atención adecuada.
Algunas cosas extra que hacen la lectura más amena: 1.- Leer en tu lugar preferido. 2.- Utilizar un separador que combine con el libro, o el que mejor le vaya. 3.- Volverse a aislar del mundo. 4.- Cada vez que se acabe el capítulo y se haga una pausa, repasar la historia. 5.- Cuando se acabe el libro poner las manos en su cuerpo y terminar el ritual. Cinco cosas, porque el cinco es equilibrio y armonía. Y así con cada libro que se lea.
Ezequiel Carlos Campos (Fresnillo, Zacatecas, 1994) estudió la Licenciatura en Letras en la UAZ. Es poeta y editor. Ha publicado en Círculo de Poesía, Corre, Conejo, Liberoamérica, Barca de palabras, Efecto Antabús, Monolito, entre otras. Está incluido en la Antología de escritores zacatecanos. Siete poetas, en el número especial de 25 poetas mexicanos menores de 25 años de Papeles de la mancuspia, en la Antología virtual de poetas fresnillenses, en Todos juntos hacia un mismo sinfín (IZC, 2014) y Fabulaciones (IZC, 2014). En lo académico ha publicado en Jóvenes en la ciencia (UG, 2018). Escribe la columna semanal “El pequeño guardatextos” en Crítica de El diario NTR. Becario del Festival Interfaz-ISSSTE: Desdibujando límites, Monterrey, Nuevo León, 2017. Dirige la revista virtual El Guardatextos. Es autor de los cuadernillos Aquello que no se cuenta (Rey Chanate Editorial, 2017) y Quizá por miedo a la noche (Rey Chanate Editorial, 2018) y del poemario El beso aquel de la memoria (La Nigüa/Taberna Libraria, 2018). Algunos de sus poemas han sido traducidos al francés.