
Fotografía de cuerpo entero en la cantina
César Rito salinas
Odisea. ¿Qué lengua moderna no ha acogido,
en su léxico de todos los días,
esta palabra?
Manuel Alcalá
“Me sacan de quicio”, las cosas se mueven sobre un borde, como un texto, milímetro a milímetro, palabra por palabra hasta que se llega a un límite del aire, un dolor, una angustia, nada concreto, algo que viene de adentro y se visibiliza, se siente hasta que está ese borde, y lo rebasa como una oración, se vierte. Y entonces es cuando el que la sufre, al que sacan de quicio. Ella dijo me sacas de quicio. Y se marchó. Dialogo con tres sillas vacías, como si estuviera en La Guadalupana frente al cuadro con la fotografía de cuerpo entero de Silvestre Revueltas y pidiera al mesero dos copas de mezcal, y platicara con la foto del músico. Esta historia (las sillas enmarcan el tiempo, la espera y la esperanza de que ella vuelva), la del que bebe con el retrato de Revueltas, me la contó Eusebio Ruvalcaba, no es mía pero no encuentro nada más a qué pegarme en esta hora ingrata del rechazo, otra historia más que se suma a las historias que me contaron los escritores. Que para esto es todo esto de meterse en lecturas, autores, fechas, generaciones, países, continentes, para decir algo que pueda ser escuchado y ser utilizado, tiempo después, por ese desamparado que no tiene más relación real con el mundo que el mundo literario. Cuando platico con los escritores siento que mi vida crece palabra por palabra, historia por historia. Y salgo renovado y alegre de la conversación, convencido que nada me pasará porque ando armado de palabras. Ellos, los escritores, pondrán no tener la menor idea de lo que engrandece la vida del interlocutor cuando ellos van y cuentan su propia vida en la cantina, un bar, la puerta del auditorio donde dan sus lecturas públicas. Los burdeles. A Ruvalcaba fui a visitarlo un día a su casa, allá por Tlalpan. Lo saludé y nos metimos a un café que abría sus puertas en una calle empedrada. El dueño del local nos saludó cordialmente, como a viejos conocidos. Tomamos algo, quizá vodka con café negro. Luego caminamos a la escuela de su mujer, Coral. La roca coral. Seria, profesora de primaria o encargada de una primaria. Conocí ese día el lugar donde trabaja la mujer de Eusebio, luego salimos a comprar más vodka. Lo bebimos en su casa mientras se escuchaba La Muerte y la doncella, de Schubert. No se puede dejar de escuchar nunca la música, dijo Eusebio. Ahora que escribo esto escucho música, ahora que ella se fue sin avisar. Ahora que escucho a Silvestre revueltas, su cabello crespo, abultado el copete, su cara de niño. Eusebio me dijo que su padre Higinio Ruvalcaba, el violinista concertino de la sinfónica de México, fue muy amigo de Silvestre Revueltas, compañeros de parranda, de esos que te llevan en la ebriedad a tu casa y tocan el timbre, se asoma a la ventana tu mujer en pijama y tubos en la cabeza, te recargan en la puerta y huyen. Así era Higinio con Silvestre, muy amigo. A los dos músicos les gustaba cogerse a las señoras del mercado, dijo. Me contó que Carlos Chávez era malo, mandaba poner botellas de tequila, de las muestras, las pequeñitas, el las gavetas del escritorio en la oficinas de la Sinfónica porque sabía que Silvestre bebería todo el alcohol hasta incumplir con su trabajo. Eusebio siempre estaba con los desvalidos. A Eusebio le agrada contar historias de su padre y su madre, que era pianista, mientras ataca con paciencia y sabiduría su copa de tequila. O mezcal. O vodka. Nunca lo vi beber cerveza, era un hombre decente. Eusebio me resulta milagroso, al puro contacto de mis dedos con el teclado el mal de amores desaparece, el tiempo se compone y nace la esperanza de una vida mejor. ¿Cómo puedo explicar estas virtudes mágicas? Las cuento. La vez que lo conocí fue en Fortín de las Flores, una población cercana a Orizaba, por el rumbo de Córdova, Veracruz (las sillas con respaldo tubular, de estructura metálica adelantan la forma de esta narración, el relato. Y construyen el compás de espera, la incógnita que genera expectación). Como en una peli. Si, escribir una historia será como contar una peli a un ser amado, querido. Eusebio había llegado a dar una lectura en la sala de cabildos de esa población, me preguntó al teléfono ¿te queda cerca? Al terminar la lectura de sus poemas me presenté, sólo había hablado con él por teléfono. “Se me caen los calzones”, dijo Eusebio como expresión de bienvenida. Yo acababa de bajar del camión que me llevó del Istmo de Tehuantepec a Fortín. ¿Tú conoces este lugar?, preguntó ya en la calle. Ni idea, respondí, es la primera vez que estoy por estos rumbos. Espera, atajó, te voy a llevar al mejor burdel del lugar. Con la mano derecha levantada pidió un taxi. Una unidad, como salida de una película, se acercó en el acto (¿si lo recuerdas?, como salido de una película). O así lo recuerdo, una noche con lluvia en una ciudad desconocida.” ¿Nos podría llevar al mejor burdel de esta ciudad?”, Eusebio preguntó al conductor. Ya en la madrugada me dijo entre carcajadas, “no conozco Fortín”. Ese manejo suyo de las palabras le otorgaba una certeza, andaba por esta vida como un ángel que se sabe todas las historias de la humanidad y tiene conciencia de que son las palabras las que abren o cierran todas las puertas, los caminos. Del cielo y de los infiernos. Las palabras, el borde por donde andan las cosas y los hombres, las mujeres. Precisamente Eusebio, que era un enamoradizo, le gustaba hablar de sus maestras, de la ropa de sus profesoras de primaria, del color de sus ojos, del tamaño de sus pechos, las caderas. De niño arrojaba al piso los cuadernos para agacharse y ver los calzones de la maestra. Las piernas. Eusebio se sabe todo el recetario amoroso de los infantes que se enamoran de la profesora de cuarto grado. Si, las mujeres nos enseñan a leer, lo dice Piglia, desde luego, también nos enseñan las lides del amor, el amor como otra escritura que hay que leer con toda la piel. Uno es puro pendejo, y la mujer nos dice puntualmente dónde queda cada parte de su cuerpo, su anatomía, su función, el sitio del placer, y conduce hasta ahí nuestra desesperación. La anatomía femenina debería ser una asignatura obligatoria. Ante una mujer desnuda el hombre teme, se aterra, se hace chiquito. Y la mujer con su mano maestra conduce, sabia, por la ruta del placer, profesora. Esto lo decía Eusebio. Escribo con audífonos. Para alejarme de esta escritura y dejar a las palabras que salten a su ritmo. Yo sólo escucho música, que es como abrir una puerta y dejar a las bestias que salgan a su trote, con su fuerza, con el puro impulso de la fuerza que crece entre ellas, una tras otra, como una canción que sale de madrugada en la rockola de la esquina hasta el pecho del que sufre, y se instala en la cabeza como una paloma blanca, bien amada. Eusebio me presentó a Víctor Roura, cuando trabajaban en la cultural del Financiero, me instaló en un hotel de putas de la colonia Pencil, bebimos con Rolando Rosas, el poeta, en un bar de la Colonia Obrera. Que esos eran los rumbos donde entregaban todas sus palabras los maestros. Yo sólo era su fiel provinciano que aprendía de sus borracheras todas las palabras. Un día Eusebio me presentó con Carlos López, de Praxis, preparamos un libro. Eusebio tenía un modo singular de hacer su escritura. Salía de la ruta que llevaba en su auto, se estacionaba en un café. Pedía su copa de ginebra y escribía en el mantel. Así las horas. Que no eran muchas, quizá dos, dos y media, tres a lo sumo el que duraba el congestionamiento vial, el tráfico rumbo a su casa. Entonces, como cualquier ciudadano que conduce su auto en la metrópoli pedía la cuenta, pagaba, salía con la mente clara y una historia, un poema, un libro entre sus papeles. No compraba libretas, nunca lo vi usarlas. Escribía sobre el papel que tenía al lado. Y escribía en un café, un restaurante, mientras se bebía su trago de ginebra. Me convenció su estilo, marcar la producción de su literatura por los atascos, el congestionamiento vial en la ciudad. Que es una forma efectiva de usar el tiempo, porque el asunto literario es un tiempo paralelo al tiempo que vivimos. La escritura se hace mientras pasa algo. En el caso de Eusebio él hacía su escritura mientras volvía la paz a las arterias de la ciudad, se terminaba el congestionamiento. La duda de todo hombre que quiere dedicar su vida a la literatura es llegar a saber cuándo deberá levantar su escritura, en qué tiempo. Los hombres se extravían en la búsqueda del tiempo para hacer la escritura. Si antes o después del trabajo, en el desayuno, en la noche, cuando todos duermen. Después de coger. Antes. La duda es qué tiempo aguanta el espíritu arrojando palabras al vacío. O hasta cuándo las palabras te colman la paciencia. ¿Qué tiempo tardas en escribir un poema? Cuántas horas necesita un humano para levantar mundos imaginarios, Joyce dijo que para escribir su Ulises tardó 20 mil horas. Los viejos escritores te recomiendan disciplina, disciplina y constancia como si fueras un noble bruto. Si, y no. Porque la disciplina es un plato que se pone agrio al contacto con el aire. Y ahí viene el conflicto cuando no se le otorga el suficiente tiempo a la propia escritura, la cosa no cuaja y terminas echando la culpa a la mujer, la casa, la familia, el trabajo, la querida; el futbol. La borrachera. No hay tiempo por más disciplinado que seas. No hay tiempo y gusto. La disciplina es mantequilla que se enrancia con la temperatura ambiente. Resulta un arma de los héroes, o de los dioses. Los padres de la patria. Uno debe saber que trabaja para levantar su patria, su escritura, sus palabras. El que escribe necesita saber, hacerse de un tiempo que le cuadre en su vida, las horas cotidianas, sus traslados y su deseo de llenar este mundo y los otros con sus letras. Entonces Eusebio descubre el caos vial, el conflicto, y su cerebro goza después de saturarse de acelerones y claxonazos de la vía atascada. Los necios. Los impertinentes. La inconciencia. Y en el restaurante sobre una servilleta de papel despliega plácido, su escritura; alegre, como el navío que vuelve a puerto. Y tiene el argumento para no llegar a pelear con la mujer, el reporte vial. El registro del caos. La televisión, la radio, todo emite reporte de las condiciones viales. Y la mujer se lo cree, y no pelea, no discute. Y uno llega a dormir tranquilo. Como marido honorable, padre de familia. Ya en la mañana, cuando la mujer se va a su trabajo, el hombre puede bajar los papeles del coche y dedicarse a capturar en la máquina toda esa escritura que se hizo en la hora de la angustia, la aflicción. El tráfico. Por eso Eusebio es un santo (aquí debo decir que las tres sillas son buenas conversadoras. Estoy solo e imagino que te cuento una peli. En el espacio de silencio que forman en triángulo se dicen muchas cosas, hablan, gritan, aúllan y nadie las escucha como el enamorado mal correspondido que necio y terco anda en la calle, bajo la ventana de la enamorada como si ella y todo el mundo tuvieran el suficiente tiempo para enterarse de sus cuitas de amor) que anda por la vida con su escritura, sus enseñanzas, y logra que el dolor cotidiano duela menos. O duela de forma compartida, que es un dolor nuevo, otro, menos trágico. Además tenía la cualidad que lo santificaba, era amigo de los niños. Que es como decir era amigo de los inmaduros emocionales, ebrios, bandidos, homicidas, ladrones o escritores. Prostitutas. Las palabras tienen una velocidad de salida. Recién vuelvo de la interrupción, pasó el panadero y salí a comprar el pan. Aquí estoy, vuelvo a escuchar la música, una música de las regiones, las autonomías, una cantante de fados. El hilo de la narración, la música que siguen las palabras se alteró. Podré a Schubert. Las palabras son celosas, se enojan. Se alteran. Y ya no salen, hurañas. Y la historia se interrumpe, por más que el autor tenga diseñada la estructura, el ritmo. Siempre sale algún detalle que altera la narración, y el que escribe sufre para volver a llegar a poseer el ritmo de las señoras palabras. Eusebio Ruvalcaba un día me dijo, “qué bueno que fumas puro”. Y me habló sobre la aristocracia del tabaco, “detesto la pipa”, dijo. Así era Eusebio, entregado, pasional, muy de sus gustos y del gusto de sus amigos. En una ocasión publicó un libro de sonetos dedicados a sus amigos, muchos, y una mujer. Una. Como todo bebedor era fiel a una bebida, su bebida. Pasó el tiempo del ron, el vino, vodka. El mezcal. Fue un tiempo difícil, se enamoraba en cada esquina de mujeres jóvenes, el mezcal le regresó la sangre al cuerpo. Lo nombraron embajador plenipotenciario del mezcal. Un cargo al que no pudo evadir. Llevó por años su nomenclatura, casi como un ministerio. Salió avante de aquella encomienda. Cuando le detectaron la diabetes me preguntó: ¿quién morirá primero? Otra noche, en mi casa, con su familia, en San Martín por la Secundaria, salió al patio y me dijo: “quiero que me entierren en Oaxaca”. Entendí que eran modos de un escritor, del que trabaja con las palabras. Las dice, las nombra como si desconociera el significado de lo que dice y sólo deseara en ese momento disfrutar el placer de escuchar las palabras, morderlas. Así va. Hay cierta oralidad en el gusto de las palabras escritas. Digo salmuera y mi lengua busca empujar entre mis labios el rizo del vello púbico. De alguna manera quien escribe no trasciende, está a medio camino, entre la oralidad de la tribu, el clan y la academia. Y la salida a ese no mundo es la palabra, la que se dice y la que se lee. Escribe. Para disfrutar el sonido, saborear las palabras. Escribe. Escucharlas, así sean mencionadas por boca propia. El que escribe habla. En otra ocasión le di a leer a Eusebio un poema donde el personaje vivía la angustia de no saber el sitio de la tumba en que enterraron a su padre, era el hijo del marino que falleció en el mar, una desgracia, un hundimiento. Eusebio, en un extremo de verdad y literatura se puso a llorar, dijo, “yo no podría vivir si no supiera el lugar donde descansa mi padre” (el silencio hace todo el amor, el amado accede al pasado de ella y a sus recuerdos, sus imágenes, puro silencio, que son como un lenguaje cifrado, muy personal, donde él lleva el registro donde anota todas las cosas grandiosas, ahí calificadas así como maravillosas, de ella y de los dos juntos, ahora ya el amado integrado a un pasado que no le pertenece. Levanta una nueva realidad donde entra la dicha. Un lenguaje inventado, feliz). La casa en que habito, San Martín por la secundaria, Monte Albán, tiene la presencia de Eusebio Rubalcaba. Aquí nos emborrachamos con mi perro Brandon. Unos días antes de que entregara en donación los archivos de su padre a la Fonoteca de la UNAM, los archivos completos del violinista Higinio Ruvalcaba, me entregó la letra de un danzón escrito de puño y letra de su padre. “Estas notas son para ti”, dijo y se puso a decir otras cosas, algo sobre los nuevos poetas de la nación o del rigor del sol en la costa del Pacífico. No sé, la partitura se quedó entre papeles, algún día la compartiré con un amigo músico y será interpretada en honor de Eusebio Ruvalcaba y su padre, Higinio. Yo vine a escribir de otras cosas, a ustedes les consta, de un desamor, del momento de la ruptura con la amada. De un instante insignificante te hace la dicha, o la destruye sin oportunidad para reconstruirla. La desdicha, el costado del poema. Salió todo esto, las palabras llevan el relato, esta una verdad grande que nadie mira.
Todo cabe en el vacío que existe entre el asiento y el respaldo de tres sillas rojas. Como la sangre, como la muerte, como el crimen inconfesable que se agita entre el silencio de los muros que esconden al criminal.
___ Sólo hablas de tus amigos los borrachotes –dijo ella.
Al volver del baño descubrí que ella se había marchado, ya no estaba, en la mesa sólo se quedó el puro, un lancero Cohiba, las dos tazas vacías de café que decían su nombre desde el fondo de la porcelana blanca.
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, 2017.