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Un Cóctel de la locura / EL SEIS /
Un Cóctel de la locura
EL SEIS
He bebido de todo esta noche. Me he preparado un vodka, con algunos cubos de hielo, jugo de naranja fresca, una porción de cinco gotas de clonazepam,… y todo sigue igual. Busco entre los cajones de un moderno escritorio; encuentro cannabis, de buena calidad, la huelo, y me quedo con su olor, saco de entre las bolsas de mi pantalón de mezclilla, un poco de cocaína, me preparo con toda calma, un “primo”, lo enciendo, y lo inhalo, con un placer inmenso. Me miro un poco en el espejo de mi estudio; estoy lívido, pálido, cualquier persona diría: Es un (de)mente. Bebo con un gusto especial, cada trago de mi elixir elevador del alma; mientras fumo suave, con calma, mi “cigarro cósmico”. Se escucha una melodía de blues antiguo, rudimentario, elemental, casi… como el sonido del dolor, el intérprete es blanco, y eso lo sé, porque, siempre me ha gustado más la música tocada por anglosajones. No soy racista, sólo es cuestión de gusto estético. Estoy que me devoro a mí mismo, en este momento, ahora, sólo es cuestión de lanzarse al vació, no es doloroso, adelante. Soy pura soledad,… en el sentido semántico de la palabra, “no soy”, aunque exista disfrutando del entorno. El tiempo a transcurrido, sin que me dé cuenta, cuando menos con precisión. Me preparo, como todo un maestro, un poco de mezcal, en un vaso escarchado, le deposito una porción de hongo enmielado, agua gaseosa, y jugo de toronja. Después se escucha: Sehnsucht, que invade todo el espacio, con sus bellas notas. Me siento en un sillón suave, limpio, cómodo, de color negro, mientras pruebo mi cóctel de locura, ¡oh!, está exquisito. No logro estar en mí, o si lo estoy, no lo sé, me siento, al borde del hastío. De pronto percibo una presencia, muy cercana a mi ser, alguien que se allega suave, como gata herida. ¿Quién será…?
--¡Hola, amor!
No pude contestar absolutamente nada.
--¿Cómo estás?
Iba a responder: me estoy muriendo, pero, mejor me quedé callado, como un muerto…
--Te puse música, para que estés alegre y feliz.
No era necesario, pero, es buena idea, pensé en lanzar las palabras, pero no lo hice.
--Te he estado esperando, tengo mucho tiempo aquí en este espacio, tanto, que hasta ya perdí la noción de todo.
--¿Eres la noche?
--No, soy Helena.
--¡Hola, querida!
--Te he estado observando un buen rato, cobijada en la oscuridad, y estás guapísimo. Pareces un ser etéreo, que viene de algún lugar donde sólo hay tristeza y abatimiento.
--Quiero no ser…
--¿Dónde estabas?
--En la metrópoli.
--Enciende un poco la luz.
Ahí está la dama bella; vestida con una bata transparente, blanca, sin corpiño, pero con unas bragas diminutas, de color rojo, medias blancas, y zapatos rojos. Es dueña de unas piernas perfectas, bien torneadas, que al moverlas es como una danza del placer eterno. Sabedora del efecto que me producen sus extremidades inferiores, me las muestra en toda su plenitud, ¿oh?, qué hermosa mujer. Me llevo a mis labios el vaso de cristal, para saborear otro trago del menjurje alucinógeno. Ella, retira de mi boca la “pócima”, y exclama: Dejemos para otro momento, tu bebida explosiva. Me besa suave, con calma, y sensualidad, primero, mis labios, después mi rostro, luego, mi cuello. Me quito la camiseta, es de color negro, hago lo mismo con el pantalón de mezclilla, y me quedo en puro calzón azul. Me lame todo el cuerpo, desde el rostro, hasta llegar al falo, donde se queda hechizada, por largo tiempo. Después se sube sobre mí, hacemos el amor, el coito, la cópula. Nuestros cuerpos son el vaivén mismo, el interminable movimiento, un temblor trepidante, hasta oscilante. Somos dos soledades en búsqueda, y una vez juntas no desean separarse jamás. No hablamos, ninguna palabra sale de nuestras bocas, solo una magnifica sinfonía de gemidos, invade el todo. Es como llegar al Nirvana, solo que nuestros vehículos son nuestros cuerpos, sanos, vigorosos, lozanos, llenos de sensualidad, y erotismo. Quedamos exhaustos, complacidos, como en estado de gracia, solo nos miramos, como si hayamos consumido una droga deliciosa. Mi pareja bien sabe, que ella es mi única y mejor dosis, para elevarme hasta los pechos blancos de la luna.
--¿Te gustó?
--Me encantó.
--Lo sabía.
--¿Por qué?
--Es evidente que lo disfrutaste.
Iba a decir que sí, pero preferí quedarme callado. Además ella bien sabe, que me vuelven loco, desquiciado, sus piernas magnificas.
--Sabes que te amo.
--Lo sé.
Se levanta mi hembra, y elige una canción: Sanjay Mishra, y la música hindú se hace presente. Mientras nos preparamos, para saborear un licor helado, lleno de sabor y locura. –Todavía sigues viendo a la adolescente, de un lunar en la comisura izquierda de los labios, creo… que se llama Nubia. Pienso que contesté en sentido afirmativo, porque, la imagen de la pequeña me invade todo. –No creo que sepa fornicar como yo, ¿o me equivoco? Si es que respondí (no lo recuerdo), dije que no. --¿Entonces porque la sigues visitando? Me volví a servir otro trago de baco, y hacía como que no la escuchaba. –Tengo seis meses contigo, y me fascina estar a tu lado, aunque tengas muchas amantes. Nunca te he visto con una fémina horrible, fea, vulgar, sé que tienes buenos gustos, hasta la exageración. Tomo un cigarrillo blanco, le prendo el cuerpo, y le empiezo a quitar la vida en cada inhalada. No tengo deseos de escuchar a mi amante en turno, bueno no de esos temas… --No te estoy reclamando nada, cuando te conocí, recuerdo que me comentaste: Yo tengo muchas chicas bellas, espero no te moleste. Además ya me habían comentado un poco sobre ti, y sabía perfectamente, como te comportas en la vida. La miré inquisitivamente, y se calló por un momento. Le entrego unas líneas de cocaína, y la invito a saborearlas. Pasó el tiempo, como jinete degollado, dejando en su cabalgar, sólo polvo añejo. Estamos como dos esculturas de mármol, esculpidas sólo por las manos de la orfandad. En ese preciso momento timbran en mi puerta de madera, se escucha como un anhelo, que desea llegar hasta mis huesos. Me extraña que Helena no abra, es más… estoy esperando. –Puedes atender, amor. Me levantó, sin prisa, y el sonido, como un violín desafinado, no deja de llorar. Quitó el seguro, y ¡ahhh!, ahí está ante mis ojos de miel, la entrañable mujercita, de falda corta, ojos tristes, cuerpo perfecto, y esa sonrisa enloquecedora. –Hola mi vida. ¿Cómo estás? La abrazo con mucha sensualidad, mientras le levanto la falda, para mirarle el trasero de ensueño, trae puesta una tanga de color rojo fuego. Le toco con un goce desmedido sus glúteos perfectos, diseñados por la pasión de sus padres. Me besa con todo su amor, y una enorme exaltación sexual. –Es bueno verte, me haces falta, mucha. Tenemos seis días que no hacemos el amor, te requiero, ahora. Le contesté que a mí todas me necesitan, siempre, toda la vida. Después, un sentimiento extraño, me hace sentir muy bien, perfecto, como un psicótico, recibiendo electrochoques. Llega al sillón, (ese cuerpo encantador) donde hace, algunas horas he fornicado, y se sienta, ya está en ropa interior. La desvisto toda, y la contemplo a mi entera satisfacción, ordenándole que asuma diversas posiciones, sólo para mí. La acomodo en forma ideal para iniciar el acto sexual, cuando se aparece Helena, y me explica: --La invité, considero que la necesitas, con urgencia. Siempre me preocupo de ti, bien lo sabes, querido. Inicio con mis actividades sexuales, con mi pequeña, disfruto de todo su lindeza. Ella si habla, suspira, gime, y hasta me rasguña la espalda. Mientras grita: Todas mis amigas te amamos, te deseamos, te admiramos, te adoramos, eres nuestro amor, el mejor de todos. Entretanto, cerca de la cama nos observa mi amada de piernas esplendentes. No recuerdo cuanto tiempo estuvimos amándonos, lo que nunca se me olvidó fue el placer tan inmenso, de copular con semejante cuerpo. Fue exquisito. Ahora tengo a mi disposición (en este momento) a dos seres hechos para el amor total, y me pertenecen.
--Brindemos.
--¡Claro!, amor, exclamó Nubia.
--¡Salud!, querido, me dijo Helena.
--Las quiero a las dos, son muy hermosas.
--Nosotras somos tuyas, siempre.
Allá afuera; la gente mediana, común, busca cuestiones tan absurdas, como incrementar su haber económico, su posición social, y hasta pierde el tiempo en lastimarse, en odiarse, y en llorar furias.
--Ja, ja, ja. Yo Alejandro, “sumo sacerdote” del hedonismo, me siento feliz, con mis dos lindas y exquisitas feligreses.
Ese dolor ya lo he sentido / Deana Molina /
Ese dolor ya lo he sentido
Deana Molina
La primera vez que lo vio estaba de rodillas sobre el piso de tierra endurecida por el tiempo, el riego y el paso enérgico de la escoba; él, con el oído pegado a esa extraña superficie metálica gris abría sus ojos y sonreía por desconocido motivo para quienes le miraban, mientras hacía girar con sus pequeños dedos un enorme botón negro, circundado de líneas y números blancos.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Juego —respondió, sin abandonar aquello que le ocupaba.
El silencio y concentración del pequeño quien permanecía arrodillado le llevó a retirarse y, justo antes de cruzar las cortinas floreadas que cubrían el marco donde un día estaría una puerta, escuchó decir con aguda voz:
—¿Qué es esto?
—No sé; pero mejor déjalo donde estaba —dijo el otro niño sin ver aquello a lo que se refería, por temor; temor que seguramente el niño sobre la tierra no sentía al levantar aquel objeto sobre sus palmas para mostrarlo, con su vista perdida en el vacío pero claramente dirigida hacia quien le acompañaba.
—Sí, pero…
—¿Qué haces? —interrumpió de pronto con gritos un hombre alto y grotesco que corrió a arrebatarle el objeto de sus manos, ante la sorpresa de quien le acompañaba.
—Demonio éste —rugía el corpulento varón con sus mejillas y boca temblorosas como olas de mar embravecido por la furia—. ¡Mujer! ¡Mujer! ¿Quién abrió la caja fuerte?- preguntaba mientras colocaba la pistola dentro del espacio pacientemente descubierto por el niño y cerraba la puerta de metal antes de tomarlo por los cabellos para sacarlo de esa habitación y llevarlo ante su esposa, totalmente cuestionante.
—¿Qué crees que hacía este demonio? ¿Qué crees que hacía? —repitió como si su voz se perdiera en el silencio de la soledad más sólida; ¡pues tenía la pistola en sus manos! ¿Cómo puede ser? ¡Cómo! —insistió como siempre que se dirigía a ella.
—No sé —contestó indiferente la mujer—, el único que la abre eres tú, así que el olvido es tuyo. Seguro la dejaste abierta y ni cuenta te diste; ¡es tu asunto!... como todo en esta casa —dijo entre dientes, como tragándose las palabras para sumarlas a tantas otras que le abultaban el pecho de años atrás.
—Y asunto tuyo cuidarlo —gruñó tras ella exigente—. ¿Qué tal si se mete un tiro el chamaco este? ¿Qué le dirías a sus padres? ¡Qué! Dime, ¡qué!
Sin contestarle siguió ante la estufa, rumiante de palabras sofocadas y cimbrada como columna, segura de que lo siguiente serían unos fuertes manazos en las nalgas del travieso, ante la sorpresa de quien aguardaba su liberación para ir en su busca.
—¿Qué hiciste? —le preguntó el compañero al niño recién golpeado, una vez alcanzada la distancia entre ellos y los enormes desconocidos que irrumpieron en sus vidas, como salidos de insospechada realidad.
—No sé; jugaba —dijo él, sin salir del asombro—. ¿Qué es una pistola?
—No lo sé, apenas la vi.
—Era fría —comentó entrecerrando los ojos—; un tubo frío y delgado pegado a algo más calientito y grande... Lo divertido fue descubrir el botón y la palanca detrás de la puerta de madera y escuchar todo lo que se movía adentro, sin saber qué era y menos que guardaba algo tan poderoso como para hacer rugir de miedo al gigante que me levantó de los pelos- concluyó, alineando sus labios en una sonrisa.
—¿No te asustó cuando te arrastró por el suelo? Fue horrible verlo aparecer y manotear y gritar como nunca he visto a una persona antes.
—No, no me asustó; fue divertido sentirlo temblar y saber que lo que hice le dio miedo… ¿era muy grande?
—Le llegabas a las rodillas, creo; porque yo corrí a esconderme.
—¿Quién era?
—No sé. No conozco a nadie y nunca había visto esta casa. ¿Por qué estaremos aquí?
—¿Y me preguntas a mi? Primera vez que escucho esas voces —le aseguró, llevándole el índice a la boca, como quien se esfuerza en recordar.
Al día siguiente —y muchos otros— amaneció la caja abierta de nuevo, para sorpresa y furia del hombre quien, enfadado por la repetida travesura, gritó enérgico:
—¡A formarse todos! Rápido, en fila y por estatura.
Tomándolo por la mano lo llevó a ella, mientras todos se preguntaban el motivo de la orden, inútilmente. La fila era larga y con personas de todos tamaños y edades, agrupándose frente a la puerta.
—¡El primero! —rugió el gigante, lanzando su voz como rayo sobre todos los niños, quienes empezaron a temblar con excepción de los hermanos que expectantes aguardaban al final, por desconocer los significados de esa dinámica familiar.
El primero en cruzar la puerta y acudir al llamado de la furia fue el más alto de todos, quien hizo salir de aquella boca oscura llantos y gritos de dolor.
—¿Qué sucede? —preguntó a quien tomaba su mano—, ¿por qué lloran así?
—No sé, pero da miedo escucharlo.
—¿Miedo otra vez?
—Sí. Y más y más cuando veo que nos acercamos a donde los hacen llorar tan feo; si pudieras ver la cara de los que faltan… tú y yo seremos los últimos.
—¿Y si no escapamos?
—No podemos… ¿a dónde iríamos?
Al alcanzar la puerta soltó su mano, paralizándose. Su mano resultaba un descanso siempre; su confianza le brindaba a su vez confianza.
—Anda, ve. No tengas miedo —animó con un murmullo. No sabes qué hay adentro; tal vez no es tan malo como se escucha…
—Pero todos han llorado…
—¡Y qué!, nada puedes hacer. Si hay que llorar pues hay que llorar, llorar y gritar como todos porque seguro duele lo que les hacen.
Me hubiera gustado pasar primero… es más doloroso esperar. Casi creo que cuando me toque pasar el dolor se habrá agotado y nada me pasará ya, sin importar lo que pase.
—¿Qué esperas que no pasas? —gruñó el gigante desde el umbral, asomándose por primera vez desde que dio la orden de formarse a los niños que jugaban, unos a las canicas, otros al trompo y otros a la matatena, bajo el sol ardiente de verano que los obligaba casi al desnudo, interrumpiendo sus risas y alegría.
Buscó entonces su mano para apretarla fuerte y tras un suspiro, bajo la amenazante mirada del tirano, fue a su encuentro.
El gigante, con los brazos en alto lanzó con fuerza sobre sus piernas desnudas dos sendos cintarazos que le paralizaron una vez más, por el asombro… nunca había experimentado tal dolor. No hubo gritos aunque sí llanto, un llanto silencioso y profundo que ahogó para no alarmar a quien guardaba siempre en su mano; dolor de saber lo que le esperaba, mientras le era posible tomarlo de la mano para conducirlo por el camino que los otros seguían.
—¡Y ahí se van a quedar toda la noche y sin cenar! —bramó quien azotó a los pequeños con furia, antes de lanzar lejos el cinturón y dejarse caer en el sillón que al centro de la habitación le soportaba, desvencijado, mientras ordenaba su cena, ajeno al llanto de los trece niños.
En el patio, entre las piedras y sus posibles rincones, con el rostro entre las piernas doradas por el sol, lloraban todos, lejos unos de otros.
—¿Qué pasa? —preguntó, apretándole la mano en un intento de brindar tranquilidad a su guía.
—Ven, busquemos un lugar lejos de todos —le dijo hipeando—; creo que eso es lo que sigue… no tengas miedo —murmuró como quien muerde entre los dientes algo que amortigüe las quijadas, con el sudor sobre la piel como salado baño sobre los ojos irritados de llorar.
¿Cuánta desolación es capaz una persona de sentir? ¡Cuánta! Tiempo sin tiempo ni razón, suspendidos en él como el aliento que se aferra al cuerpo, desde el vientre hundido por el esfuerzo. ¿Qué somos entonces? ¿Acaso una hoja seca amenazada por el viento, cuando imperante azota al árbol para desprenderla en su levedad?
¿Cuánta desolación es capaz una persona de sentir? ¡Cuánta! Cuando el silencio domina los espacios circundantes y la esperanza huye sin llevarnos a los parajes donde habita. ¿Cuánta desolación es capaz una persona de sentir? ¡Cuánta!
—No tengas miedo —le dijo una vez más a quien llevaba de su mano hacia un rincón, lejos de todos y cerca del hediondo baño al que debían acudir, cubeta en mano, salpicándose de porquería en su pequeñez.
—¿Miedo? —le respondió con firmeza—. ¿Miedo por qué si todo ya pasó? —le dijo con cierta tranquilidad—. Y el dolor de los golpes pasará pronto. Conozco ese dolor; seguido me golpeo cuando tú no estás, a veces tan fuerte como nos pegó el gigante. Sé, además, que no siempre estás… creo que me dolió más saber de tus golpes que de los míos, por eso no volveré a abrir esa caja nunca más.
Y así fue
TEN CUIDADO CON LOS SUEÑOS POR: ARIANA ITZAMARA VILCHIS Y MANUEL ALEJANDRO Q. CEBALLOS
TEN CUIDADO CON LOS SUEÑOS
POR: ARIANA ITZAMARA VILCHIS Y
MANUEL ALEJANDRO Q. CEBALLOS
En el último cajón se encierra el aroma de la primavera y se reconocen varios objetos que simbolizan la alegría. Están guardados algunos pétalos de casi todos los colores, y algunas páginas que tuvieron vida, y un día se desvanecieron. Esta habitación parecerá marzo o abril, lugar del nacimiento de las flores, si así lo deseas.
Camina, siéntete libre; son necesarias estas formalidades mientras me presento. Quiero mostrarte que no todo está perdido. Cuéntame tu relato de amor. Escoge la mejor parte, o háblame de alguna que no hayas vivido, yo te contaré más de los misterios que encierra esta habitación. Tengo un par de líneas que me he robado, y tal vez me guste algo de lo que me cuentas y lo use para ponerle el final a determinada historia que me interese. A veces mi sentido del humor es extraño, ¡no te asustes!; la culpa es de los diarios y sus secretos íntimos. (Ríe).
La última ocasión hice una correspondencia escrita con varias historias, pues me llegan muchas anécdotas inconclusas. ¿Alguna vez escuchaste de una pareja que se conoció años antes, y de repente se reencontraron y ahora viven felices? Algo así es este lugar, esta habitación a veces ayuda a algunos.
Por eso insisto que me cuentes lo deseado, sin que importe el tiempo que te lleve. En lo referente a las lágrimas, mi capricho actual es otorgarle a la luna el extenso mar, así que ten cuidado de no regarlas en cualquier lugar, nunca se sabe a dónde llegarán. Si llegaran al mar, todo acabaría, no habría retorno y la historia se olvidaría de inmediato. «La primavera llega en el momento más oportuno, incluso cuando ya no es temporada de flores».
Si te parece que todo está en orden, cuéntame tu historia, toma ésta fruta que simboliza un dominio. Usaremos una fresa del futuro, que represente la fecundidad y la sensualidad.
Camina despacio con ella cercana a la boca, gira en dirección de las manecillas del reloj, alrededor de aquel mueble y su cajón; cuando sientas frío en el pecho, muerde la fresa, roba su primavera. No te detengas si ves en el piso polvo de otros sueños.
Por ahora ya no te diré más que «Ten cuidado con tus sueños: son la sirena de las almas. Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos». Es tu turno.
EL SECRETO / Columba Moreno Rodríguez /
EL SECRETO
Columba Moreno Rodríguez
¡Mamita, ya no quiero a mi papá!
Sé que ahora estás viejo y enfermo. No he querido ir a verte al hospital, no tengo ganas. Y estoy consciente de lo que mis hijos me han dicho: que los doctores no dan esperanzas y que es cuestión de días.
He tirado las cobijas, las almohadas y las sábanas de la cama porque huelen a ti. Si pudiera arrancaría, magullaría y me desharía de cada recuerdo tuyo, pero sé que los llevo adheridos a mí como retazos de cadáveres zurcidos a mi cuerpo, al igual que la criatura concebida en una noche de tinieblas por el doctor Frankenstein.
¡Mamita, ya no quiero a mi papá!
Me sorprendo al oír el enunciado. Directo y ansioso. Palabras de Matilda, mi hija, de mi aún pequeña hija, la segunda de cuatro y un quinto en camino.
Está ávida de contarme por qué no quiere a su papá. Yo la escucho muy atenta y conforme su relato avanza, siento como mi piel, mis huesos, mis entrañas, todo en mí se torna frio y sudoroso, para devastada desplazarme a la oquedad más fétida.
Ahora son los cuates: Pedro y Ricardo, mis hijos, los doceavos y últimos, los que insisten en decirme que preguntas por mí, que te sorprende ¡No! Que te exaspera que no esté ahí, acompañándote.
¿Y cómo podría estar? ¿Por qué debería estar?
Llorando recoge su muñeca de la cama para abrazarla fuertemente. No comprende que el líquido que se le ha pegado en las manos y que ha manchado a su muñeca, también la ha ensuciado a ella.
Mira entre sus piernas y su inocencia es precursora de malos augurios; cree que ha sido herida. No sabe que ya ha traspasado el umbral de la muerte a pesar de continuar con vida. Aterrada por la mezcolanza de semen y sangre se repliega sin dejar de llorar, con el fin de que su atacante no la vuelva a tocar. Agresor con el que lidiará por el resto de su vida.
Once añitos contra treinta y uno. Un combate desigual.
Mi papá está muy grave y tú insistes en tu desinterés. ¿Cómo puedes ser tan cruel? No sólo es tu esposo, también es nuestro padre. Su estado de salud debería conmoverte… no te comprendemos.
Es Matilda, mi hija y ahora madre de tres hijas, la que gira su cabeza con dirección hacia mí para decirme con la mirada: no te preocupes mamá, yo sí te comprendo.
Y yo no puedo eliminar de la mente aquella declaración: “mamita, ya no quiero a mi papá” como tampoco puedo disipar del corazón la culpa, porque si hubiera sabido que aquella tarde, ella, mi pequeña, escuchaba escondida detrás de la puerta, yo nunca me hubiera atrevido a revelar mi secreto.
ALCOBA / Víctor Manuel Pazarín /
ALCOBA
Víctor Manuel Pazarín
He venido aquí a ciegas.
La luz de mi cuerpo ilumina la alcoba, describe a la perfección las formas de las carnes y yo soy carne. Acabo de estar sobre el piso y de las rodillas del muchacho ha surgido la sangre: la sangre me gusta, su derramado líquido me atrae. Despedazada luz la de la sangre: de las articulaciones brota como un signo: lo sé porque he venido yo también de hinojos, he entrado a la habitación vacía y mi ser la entibió, porque los cuerpos se incendian en la compartición.
Vengo de permitirme; provengo del placer; camino al goce.
Bajo la luz del foco he estado desnuda.
Su luz cegó mis ojos; los cerré pero la purpurada imagen permanece dentro de mí, es como si hubiera tenido una premonición, porque después de ofrecerme al placer del muchacho, sus rodillas se mancharon de sangre, y esa mácula iridiscente ha despertado mi interés: es como si mis ojos se hubieran encontrado, de pronto, con un signo, pero no entiendo el significado.
Vengo de la luz, y vuelvo hacia ella.
No sé hace cuánto tiempo llegué a este pueblo.
Bajo las arboledas, en la plaza grande, vendo mi cuerpo: me ofrezco al mejor postor; digo a los hombres que pasan mis gustos y despierto sus apetitos.
Le he descrito al muchacho, alguna vez en el jardín, el repertorio de placeres, de disipaciones, de perversiones de las que soy capaz.
—Me gusta que me den por atrás...
Pero él, esa ocasión, mostró su clara sonrisa.
—Te dejo que la metas por donde orino...
No dijo nada.
—Vamos al hotel de aquí cerca y te daré lo que quieras, te permitiré hacerme lo que se te antoje.
Mas se ha reído. Luego se alejó, quizás porque al otro lado de la plaza estaban dos hombres que me han disfrutado ya.
Esta noche lo encuentro: venimos del cuarto contiguo de ofrecernos placer.
Mi nombre es Celia —digo.
La alcoba se llena de miradas.
Hace un instante me entregué a este otro muchacho; ahora les pido que no me dejen descansar; quiero seguir: ahora corresponde al joven moreno entrar en mí. Me ofrecen agua, pero yo deseo continuar. Luego le corresponderá al niño, que apenas tiene once años y me mira desde el fondo de su ser.
¿Hace cuánto llegué a este pueblo?
Me han pedido que baile; yo cumplo sus deseos.
Hace un instante estuve en el placer: uno de los muchachos, que es casado, ha logrado en mí un amplio y fino orgasmo. Lo he sentido venir como vino la luz a mis ojos y me he quedado ciega.
Sin la luz de la mirada recibo al niño: me hurga, me humedece los labios vaginales; entra su mano hasta encontrar la más profunda intimidad. Me han disfrutado muchos hombres, pero esta es la primera vez que un niño se deleita con mi cuerpo. Entra hasta el fondo.
Cierro los ojos: la purpurada sangre del muchacho, que destrozó sus rodillas en el improvisado lecho, me llama.
Su sangre me atrae; es mi deleite.
Me incorporo. Me mira el muchacho de pie.
Me derribo ante él.
Beso su sangre.
Adán Echeverría / Mi Matamoros querido ¿qué te ha pasado? /
Mi Matamoros querido ¿qué te ha pasado?
Mi Matamoros querido ¿qué te ha pasado?
Dr. I:
Hola. Espero se encuentre bien de salud.
Por ahora no tengo teléfono celular, y seguimos escondidos en un hotel a las afueras de la ciudad, en la salida de la ciudad rumbo a Victoria. No sé qué está pasando y estoy terriblemente golpeado.
Te cuento:
A las 8.00 de la mañana, del jueves 25 de octubre de 2018, mientras estaba esperando para abordar la pesera (camión), junto con mi esposa, mi hijo de 1 año, y nuestra perra, justo en la esquina de la Avenida Lauro Villar; del lado de la escarpa a las afueras de la clínica del Seguro Social sucedió. Abordé el camión, y de inmediato me percaté que, desde la escarpa, mi esposa me llamaba a gritos, pidiéndome que me bajara. Detuve al camionero y me bajé inmediatamente de la pesera, mientras mi esposa me gritaba que habían atropellado a nuestra perrita. Corrí entre los automóviles que se habían detenido, y tomé a la perra entre mis brazos, la recogí de en medio de la calle; caminé hacia mi esposa y mi hijo, y una joven mujer, muy amable, se acercó a ayudarnos, se ofreció para llevar a la perra con un veterinario.
Abordamos su camioneta; íbamos la mujer, mi familia y yo, aún con la perra entre los brazos. Ella temblaba, tenía los ojos abiertos, y los músculos de las cuatro patas tensos, demasiado tensos. Yo iba hablándole quedito, y besándole la cabeza, acariciándola para que se calmara. Avanzamos unas cinco cuadras sobre la misma Avenida Lauro Villar, y justo en la esquina donde se encuentra una gasolinera, doblamos a la izquierda para llegar a la clínica.
El médico atendió a la perrita, estaba solamente asustada por el suceso, pero fuera de peligro. Luego de haberla atendido, nos regresamos caminando hacia la casa. Para ello tuvimos que cruzar la Avenida Lauro Villar, y caminar por la entrada del Coppel, el Soriana, en la puerta de las salas de Cinépolis, y cruzar el amplio estacionamiento, hasta llegar a la Avenida División del Norte. Cruzamos la avenida, pues como la perra estaba lastimada, decidí acompañar a mi esposa e hijo, junto con la perra lastimada y asustada, por lo menos encaminarlos hacia la casa.
Atravesamos la avenida División del Norte, para entrar por una calle del fraccionamiento Fresnos, y caminar hacia nuestra casa en el fraccionamiento Las Arboledas. Como tenía que alcanzar a llegar a la Universidad, porque tenía que acudir a impartir una conferencia a las 10 de la mañana, y al medio día, participar en una reunión a la que el rector había convocado, para hablar sobre la maestría en ciencias en la que yo estoy dando clases; así que me despedí de mi familia luego de haberlos encaminadp, y regresé a tomar de nuevo la pesera para ir hacia la universidad donde laboro, que se encuentra al otro lado de la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, como usted recuerda.
Caminé de nuevo por el estacionamiento del Soriana de la Lauro Villar, y en la puerta de la tienda Coppel me abordaron dos sujetos, cerrándome el paso. Uno cargaba un bate de béisbol, era moreno, poco más alto que yo, delgado, de cara redonda, llevaba un pasamontañas, pero lo traía levantado como si llevara solo puesto un gorro de color negro. Abrió su chaqueta y me enseñó el bate que llevaba en la mano derecha. El otro era de piel blanca y cabello amarrillo, traía barba crecida rubia, y tenía los ojos verdes, él fue quien hablaba, llevaba un arma, y me pidió acompañarlos sin oponer resitencia, porque lastimarían a mi esposa e hijo.
Me subieron a un carro, me pasearon por varias calles, me quitaron el celular, la computadora, mis memorias usb, mi cédula profesional (¡qué ladrón se lleva tu cédula profesional!); tres horas y media después cuando me liberaron, me devolvieron mi cartera y mis tarjetas. En la cartera no tenía ni un solo peso, pues justo antes de que me atraparan estaba hablando por el teléfono móvil con una maestra, que es mi alumna de literatura, y le estaba explicando la situación del atropellamiento de mi perra, para que me depositara 1200 pesos, y así poder pasar a pagarle al veterinario que nos la había atendido; el dinero me lo iba a dar por concepto de un libro que le estoy haciendo; pero los sujetos me quitaron el celular, justo cuando hablaba con ella.
Los comentarios de los sujetos, al abordarme y durante todo el trayecto, fueron que yo me había metido con una mujer y le había faltado al respeto, y que ella pidió que me presentaran, para matarme o para hacer que de manera inmediata me fuera de Matamoros. “Nosotros tenemos orden de levantarte, tomarte fotos, mandárselas, y ella y nuestro jefe decidirán qué cosa haremos contigo”.
Huelga decir que yo llegué a Matamoros invitado por una mujer para trabajar en un centro de investigación, que está siendo financiado por el consejo nacional de ciencia y tecnología (conacyt), y que esta mujer me pidió dejar mi lugar de residencia, donde tenía trabajo, y venir a Matamoros, con la finalidad de que yo ocupara una plaza de investigador que ella me ofrecía. Fue justo éso lo que me ofreció.
Llegué a Matamoros en el mes de julio. Y desde mi llegada, ella (esta mujer que dijeron dio orden de golpearme), decidió que yo me integrara al Núcleo Académico Básico de la Maestría que comienza a desarrollarse en el centro de investigación. Pero desde ese mismo mes comenzaron a ocurrir sucesos que me parecían extraños respecto del comportamiento y liderazgo de dicha mujer (que pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y es SNI Nivel 1):
En primer lugar, no me ofreció una plaza como había dicho, sino apenas un contrato por tres meses, por lo cual me trajo a Matamoros con mentiras. Yo había dejado todo para trabajar en la plaza que me ofreciera, pero no había tal plaza.
Luego ella, en reuniones hablaba de las golpizas que habían sufrido algunos otros doctores antes de que yo llegara a Matamoros. Incluso, en el informe de la tercera etapa del proyecto, que entregó al conacyt, en el Apartado de Riesgos a Futuro, esta mujer señala: “En realidad existe el riesgo constante y latente de la integridad física de los recursos humanos comprometidos en el Proyecto. La situación de inseguridad ha provocado bajas en el personal por situaciones de 1 levantamiento a uno de los investigadores, 3 situaciones de asaltos a tres investigadores más. Dentro de los terrenos de la Universidad se han vivido 2 persecuciones y balaceras, esta situación ha mermado el rendimiento y la estabilidad de los investigadores.”
Lo cual, ha todas luces, se nota que es una forma de querer culpar a la ciudad y la zona de Tamaulipas, de todo aquello que le ocurre al personal que trabaja con ella. Pero es muy interesante que no le ocurre al resto del plantel que trabaja en el centro de investigación, ni le ocurre a ella. Tampoco le ocurre a todos los otros profesores que trabajan en la universidad. Sino que solamente le ocurre a los doctores y doctoras que trabajan con esta mujer. Doctores y doctoras que esta misma mujer hace que lleguen a Matamoros, a los que luego busca desprestigiar y lastimar, con el fin de que se vayan de la ciudad, y con el fin de decirle al conacyt, que todo lo que no logra cumplir, es por cosas ajenas, y de violencia, en el que ella tiene que trabajar. A aquellos doctores la habían acusado de pertenecer al grupo delincuencial de la ciudad. Pero esta mujer, lo contaba en reunions como si se tratara de una broma, y se reía, haciendo sus cómplices a todo el personal de ingenieros, y bachilleres que trabajan con ella, y a quiens les dice que ella es quien les paga.
Toda vez que no se le ha podido probar nada a ella, los doctores se han ido, las doctoras se han ido igual, unos golpeados, ellas desacreditadas, acusadas de infidelidades, cuando nada de eso ocurre.
Los sujetos que me levantaron me estuvieron paseando por la ciudad, yo no sabía dónde estaba, pero me di cuenta que me sacaron de la ciudad. Les pregunté si me matarían, y ellos me golpeaban. Escuchaba y me daba cuenta de que dejamos atrás la ciudad, se metieron en brechas fuera del camino, me llevaron a una bodega, donde me bajaron a golpes, me pusieron un sweter en los ojos para que yo no viera donde estaba, y me llevaron atrás del automóvil. De pie, me hicieron poner mi frente en la cajuela del auto, extender las manos, y me golpearon salvajemente con un bate, y a golpes y patadas, la espalda, la nuca, los glúteos, las piernas, los muslos, y las costillas. Me desmayé del dolor, y caí al suelo.
Siguieron golpeándome, y me sacudieron para despertarme. Uno de ellos a cada rato decía que tenían que matarme, y me puso una pistola en la cabeza; hablaron por el teléfono móvil con una mujer, le enviaron fotos de mí antes de golpearme y después de golpearme. Se tomaron fotos abrazándome, como si yo golpeado fuera motivo de orgullo para ellos. Así estuve, amarrado mientras ellos estuvieron golpeándome. Me tomaron videos, y se los enviaban a su contacto. Sacaron mi celular, estuvieron revisando mis contactos, revisando mis fotos, donde tenía imágenes de mis hijos, hablando de las fotos de las chicas que tengo de contacto.
Me pidieron la clave de mi computadora, se llevaron mis memorias usb. Dijeron que si aquel que los había enviado encontraba algo que fuera comprometedor, me matarían y estaban esperando órdenes. Volvimos al auto y seguimos andando por la carretera, me di cuenta por el ruido del tráfico que iba haciéndose espaciado en el paso de carros o camiones, y porque dejó de escucharse el barullo de las personas, y por esos ruidos, igual pude darme cuenta que volvíamos a la ciudad. Me llevaron a casa de alguien, entramos en un garaje, uno de ellos se bajó con mis cosas y las entregó. Volvieron al auto y seguimos dando vueltas.
Les volví a preguntar si iban a matarme, pero ellos en respuesta me pegaban e insultaban. Dijeron que ellos harían lo que les ordenaran hacer. Que yo ya estaba viejo y que ya había vivido demasiado para andar preocupándome.
“Con alguien te metiste, a alguien le faltaste al respeto, y por eso te agarramos, así que tú sabes bien lo que hiciste. Ésa persona no quiere verte en Matamoros, así que te conviene ir y pedir dinero, consigue dinero, y yo te recomiendo que te vayas de Matamoros, pero hoy mismo.”
Me dijeron que tenían a una de mis compañeras.
Me mostraron la foto de una mujer que estaba golpeadísima, y me decían: “Es tu amiga, tú sabes quién es, mira como la han puesto, en cambio a ti, apenas te dimos una paliza”.
Me dijeron luego: “Ya la libraste. Te vamos a llevar a la puerta de tu casa. Sabemos todo de ti –y me describieron el accidente de mi perrita, la ropa de mi esposa, el color de la ropa de mi hijo, la carreola; dijeron qué carros había estacionados cerca de mi casa-, si no te vas hoy, mañana volveremos por ti. Si vemos a la policía o al ejército rondando tu casa, vendremos por ti. No tienes escapatoria, porque te conocemos muy bien, porque sabemos todo de ti”.
Yo ya estaba enterado, como tú y todos en el centro de investigación, y enterados por la misma mujer-coordinadora, sobre que algunos decían que ella pertenecía a La Maña, al crimen organizado de Matamoros, y ella solo se reía, mientras lo contaba como si se tratara de un chiste.
Ahora comprendo que era una forma velada de amenazar.
Es sabido, y por ella misma que no para de decirlo, así como por otros trabajadores del centro, que dos doctores, Dr. E…, Dr B., e incluso tú, Dr I., que estaban en este centro de investigación antes que yo, acá en Matamoros, que igual fueron asaltados y golpeados en su momento, además de acosados por esta mujer-coordinadora que además trabaja en la universidad juarez del estado de durango.
Los que me atacaron sabían dónde vivía yo. Me dijeron exactamente todo lo que hice en la mañana, cómo estaba vestida mi esposa, que atropellaron a mi perra, que una enfermera nos llevó a un veterinario, que regresamos, que dejé a mi esposa, que en mi casa estaban otros compañeros de ellos esperándome, y que si encontraban cualquier rastro comprometedor en mi celular y en mi computadora portátil, entonces volverían por mí.
Tengo mucho miedo, no sé qué hacer, y hago responsable a quien dio esta orden (y a todos los que estén involucrados), de cualquier cosa que me pase a mi o a mi familia.
(He pasado ya los nombres de todos los que trabajan en el centro, a mis familiares y a mis amistades, así como a la prensa local y nacional, y a los contactos de las otras universidades donde he trabajado, para que los contacten a ustedes, para exigir una explicación que permita llegar a la justicia, si algo me pasara).
Quiero saber si aquellos que le brindan la oportunidad de trabajo a esta mujer, pretenden mantenerla en su puesto toda vez que su comportamiento como líder (ha contratado y despedido a más de 15 personas para el centro de investigación, en menos de un año, y a muchos de ellos los ha acosado laboralmente, difamado, desacreditado, acusado de robarse equipo, pero jamás presenta demandas por robo ni nada; solo dice todo esto una vez que los doctores y doctoras se han ido).
Estimado Dr, esto me pasó a mí, y ya le ha pasado a otros tres doctores más del centro de investigación; a dos doctoras que esta mujer ha corrido, las ha intentado desacreditar: diciendo que se robaron cosas, equipos, cables de los equipos científicos.
Esta mujer-coordinadora incluso ha enviado a sus sirvientes (los jóvenes que trabajan para ella), para que construyan historias respecto de mí, con tal de desacreditarme. Han ido a contar a otros que Yo fui agredido porque me metí en problemas con mis vecinos de Las Arboledas. En Matamoros, solo estamos mi esposa, mi hijo de un año y yo; ¿a quién acudir?
¿Acaso esperan que los que dieron la orden de golpearme hagan que les pase a otros doctores igual, para reaccionar, en Matamoros, en Durango, en Coahuila, sitios todos donde ella se desenvuelve?
Sé que la misma mujer que me ofreció trabajo es responsable de estas golpizas, pero no hay forma de probarlo aún.
Ayúdame, quien hizo esto es un sicópata, porque nada, ninguna razón hay para lo que hizo, tiene que ir a la cárcel, se le tiene que detener, y jamás debe estar a cargo de ningún grupo de investigación, deberían quitarle su licencia para ejercer como científica.
El jueves 25 de octubre era la auditoria de la maestría donde trabajo y solo no quisieron que yo llegara a la reunión.
He hablado con personal de la comisión de derechos humanos, y con organizaciones sociales que trabajan contra los secuestros, porque necesito protección para mí y mi familia.
Enviaron a golpearme y a amenazarme con matar a mi familia.
Ahora, pregúntate doctor: ¿si lo que me hicieron es algo que deseas les ocurra a otros doctores o a tu propia familia? ¿Acaso por una cuestión de diferencias en el trabajo, o porque te niegas a hacer bullyng a otros doctores, es justo que una persona te mande golpear? ¿o porque te das cuenta que los alumnos de la maestría no cumplen ni con el perfil para estudiar la maestría, y se les está dando becas y aprobando las materias, sin que tengan los méritos, porque la jefa así lo dispone, y tú te niegas a servir de comparsa, y acaso eso es motivo para que sufras un atentado?
¿Acaso alguna de estas ideas es motivo de que se de orden para que te asalten, golpeen o amenacen de muerte?
la maldición del diluvio, una historia sobre ciclones en cuba Mauricio Escuela
la maldición del diluvio,
una historia sobre ciclones en cuba
Mauricio Escuela
“Todo estaba oscuro, ni un alma había en la calle, recuerdo que pasó un heladero muy tarde en la noche y debajo de la llovizna. Di tú, mira qué cosa más extraña”, así recuerda Pedro Miguel Mendoza aquel temporal de noviembre del año 1986, que arrasara la costa norte de Villa Clara, el mar entró hasta algunas de las vías principales de la ciudad de Caibarién, “aquello fue un diluvio, la Villa no volvió a ser la misma”.
El alma del huracán ha estado presente en el imaginario de los cubanos desde antes de la llegada del colonizador europeo, varias figuras de las artes han dedicado obras para hablar de la naturaleza terrible y enigmática de estos fenómenos: Casal, Heredia, Lezama Lima. Y es que las costas del mar Caribe no están jamás aseguradas contra los tentáculos de viento y las toneladas de agua, contra el terror, contra el misterio. Cuenta Mendoza que “dos días antes, un viejo pescador llamado Mariano me dijo que había capturado dos peces que no eran propios de la bahía de Caibarién, era un indicio de que había un trastorno en las corrientes marinas”. El temporal sorprendió a los caibarienenses, quienes no se esperaban la rudeza del golpe. “Por la tarde estuve en la casa de mi hermano, quien hace casquillos de voladores para las parrandas, y vi cómo el salitre y la humedad fastidiaron el papel con que se fabrican esos fuegos artificiales, porque el mar penetraba hora tras hora”, dice Mendoza mientras se persigna para que nunca más pase algo parecido por su amado pueblo.
Kate fue un fenómeno natural que devino en tormenta el 15 de noviembre de 1986 al este de las Bahamas, creció en intensidad hasta pasar por Cuba con categoría 2 y luego viró en dirección norte-noreste con rumbo a la Florida. A lo largo de su trayectoria por varios países mató quince personas y causó daños materiales calculados en 700 millones de dólares. A decir de los expertos, se trató de un huracán tardío, con un andar bastante errático e impredecible. “Según los partes, se pensaba que pasaría cerca de Cuba, pero el ciclón llegó a entrar por Caibarién, en plena noche, a robarnos las tranquilidad, yo recuerdo los cangrejos saliendo de los huecos de las calles y refugiándose en los portales, parece que hasta ellos tenían miedo”, dice también Mendoza que fue la madrugada más insegura que vivió, hasta que los partes oficializaron la llegada de Kate a través de la Villa Blanca. “Óigame, sentimos el choque del vórtice como si se chocara contra una pared de concreto, menos mal que una parte de mi casa era de placa y ahí nos metimos, porque los techos de cinc y de tejas volaron como Matías Pérez”.
Al día siguiente, la otrora ciudad próspera, llena de palacetes y de muelles, parecía condenada para siempre. “Hubo quien dijo que Caibarién no se levantaría jamás, fíjate con la fuerza que entró aquello que un barco de los que estaban en el refugio del puerto fue a dar a Cayo Conuco, a la cima misma del cayo, el viento lo puso allí”. Edificios emblemáticos desaparecieron, el mar entró hasta el centro de la ciudad junto con varios metros de grosor de algas marinas. “En la base de pesca (yo trabajaba allí) los barcos se fueron a la deriva, otros se hundieron, algunos cogieron por la calle Jiménez para arriba como perros por su casa, el mar acabó con todas las oficinas, nos montamos en un bote y salimos a la bahía, donde encontramos muebles, equipos electrodomésticos, animales muertos, todo mezclado, pero lo único que nos interesó fue una caja de salsa china intacta, así que estuve comiendo arroz frito mucho tiempo”, cuenta Mendoza que no hubo muertos, pero que la ciudad estuvo como detenida durante un par de meses, “la gente desde entonces le temió mucho a los ciclones”.
“Muchos vecinos nos pusimos a trabajar, hubo solidaridad, las casas de Caibarién eran y hoy todavía son de madera, imagínate que estamos hablando de un mar que tapó toda la parte costera de la ciudad y allí la gente a veces construye sobre pilotes, tú te parabas en la loma del pueblo y aquello no parecía un pueblo, es que la Villa está fundada sobre un terreno arenoso, inestable, que los arquitectos le robaron al mar”, aborda además Mendoza cómo el imaginario popular enseguida le endilgó una leyenda a lo sucedido con el huracán: “la gente empezó a acordarse de una gitana que pedía agua y nadie se la daba, y que por eso aquella mujer lanzó una maldición y dijo que algún día el agua iba a tapar a Caibarién”. Superstición o historia concreta, aquel ciclón quedó como una metáfora más acerca de un poder misterioso e impredecible.
“Los servicios de electricidad y de telefonía estaban en el suelo, mucha gente lo había perdido todo, yo recuerdo cómo la televisión captó la imagen de unos caibarienenses remando en un bote a través de la ciudad, aquello debió impactar a toda Cuba”, cuenta Mendoza que él ha leído la antigua prensa local y que no halló referencias a situaciones ni fenómenos tan fuertes como el Kate, por lo que la villa recibió un golpe sin precedentes. Todavía hoy, cada vez que algún ciclón se acerca a nuestro país, hay quien menciona aquel desastre y se habla de la leyenda de la gitana. Mendoza quien ama a Caibarién y tiene sus creencias, vuelve a persignarse.
RETORNO / Francisco Delgado /
RETORNO
Francisco Delgado
(Primer lugar en el certamen interno
de cuento de la Escuela
de Escritores de Veracruz
Sergio Galindo de SOGEM)
Conviene que empecemos nuevamente. No me refiero al gastado “vamos a comenzar de nuevo” que podría decir cualquier actorcillo en una telenovela del Canal de las Estrellas. Es algo mucho más profundo.
Por favor, no me malinterpretes. Veo que te has puesto un poco seria. Estoy feliz de verte y de que hayas venido precisamente hoy. Sé que lo hiciste porque es nuestro otro aniversario; no de cuando me diste el sí, sino del día en que nos vimos por primera vez, que para mí es el que realmente cuenta.
Lo recuerdas muy bien, ¿verdad? Yo sí. Llevabas un traje sastre beige que te daba un aire de ejecutiva muy ocupada. Caminabas afirmando cada paso con gran resolución. Las carpetas que sostenías con ambas manos eran tu escudo contra los indiscretos. Me habías visto y lo noté justo antes de que desviaras la mirada para que no te sorprendiera con la guardia baja. Pasaste a mi lado, como dice la canción, fingiendo gran indiferencia.
Te seguí con la mirada por varios segundos y me decidí. No habría otra oportunidad. Te pregunté por la oficina de Juan Carlos De Landa. Yo sabía dónde era; sólo necesitaba el pretexto. Reaccionaste con mucha naturalidad, como si desearas ser abordada por ese desconocido. Después me dijiste que algo en mí llamó tu atención. No es que yo fuera un tipazo rompecorazones, nunca lo he creído. Tal vez fue que te abordé con mucha seguridad ─por dentro me moría de miedo como si fuera un estudiante de secundaria intentando por primera vez declarar su amor a la compañerita de banca─ y creo que eso fue lo que te gustó. No lo sé, nunca quisiste decírmelo. Lo importante es que tuviste interés en el que hasta ese momento era un absoluto extraño. Me dijiste que era en el quinto piso y que ibas para allá.
Nunca habías sentido una impresión así con un desconocido. Lo sé porque me lo confesaste después. Yo tampoco, créeme. El minuto en el elevador bastó para que supiéramos que volveríamos a vernos. Después vino lo demás: La cita a comer que aceptaste sin mucha resistencia; las pláticas de todo y de nada. La primera ida al cine. El primer beso en la puerta de tu casa ─que tú provocaste porque ya me había pasado de respetuoso─. Nunca fuimos a bailar, ni a ti ni a mi nos gustaba. Simplemente nos dimos cuenta de que la pasábamos bien juntos, cada vez mejor.
Poco a poco tu presencia ocupó todos los espacios vacíos que creía solo míos. Nunca hablamos de matrimonio porque teníamos el acuerdo tácito de no vulgarizar la relación. Avanzamos a paso de pequeñas anécdotas; de momentos aquí y allá; de prolongadas charlas sobre todo y sobre nada.
Sí, se instaló cierta rutina; una dulce rutina que nunca fue fastidiosa. Más bien fue como asumir pequeños rituales que nos hacían sentir bastante cómodos. Llegamos a ellos como si los hubiéramos conocido de otras vidas. Seguro que fueron de otras vidas. Si no fuera así ¿cómo explicarías tantas coincidencias?
El otro día vi en uno de los libreros de la casa La insoportable levedad del ser. Era por mucho nuestro libro favorito, aunque lo habíamos leído por separado hace muchos años. No me animé a abrirlo y lo dejé en su lugar. Sabía que no podría hacerlo. Tampoco quería ver los subrayados que le hiciste y que me hicieron enojar porque a mí no me gustan; si lo que alguien escribió realmente te toca, sus palabras se quedarán para siempre contigo.
Por eso nuestra separación fue tan dolorosa… Por supuesto que entiendo que no fue a propósito. Estas cosas nunca se hacen a propósito. Doy por seguro que si las circunstancias hubieran sido otras, seguiríamos juntos.
No quiero mortificarte con todo esto. Nunca fuiste de llorar. Eso es algo que siempre te admiré: fortaleza pura detrás de esa falsa fragilidad. Es más, yo era el que lloraba ─a veces─ en las películas (¿te acuerdas de La Vida es Bella?).
Esto ha sido un poco extraño. Se que han pasado dos años y aun así a mí me han parecido sólo unos cuantos días. Al principio, perdí por completo la noción del tiempo; los días y las noches se sucedían sin sentido alguno y sólo me obsesionaba la idea ridícula de volver a estar contigo; aunque sabía que era imposible.
Poco a poco me fui nivelando. Acostumbrarme a la separación no ha sido para nada fácil. La sensación de que todo dejó de importar al grado que mi cuerpo perdió peso y de que mi memoria ya solo conservó fragmentos de lo que habíamos vivido, sigue siendo inexplicable y cada vez más insoportable.
Hace un mes visité el edificio en que nos conocimos. No fue por masoquismo; disfruto de la idea de recrear ese primer día y quería recordar algunos detalles que he ido perdiendo. Fui un sábado para evitar que hubiera tanta gente. Sólo había un guardia en la puerta que me dejó pasar sin pedirme que me identificara. Fue muy raro ver los pasillos vacíos. Aunque era un día soleado, el lugar lucía sombrío. Una persona hacía labores de limpieza sin reparar en mi presencia. Me quedé un rato en una banca frente a los elevadores. No me animé a subir.
He perdido en parte la visión. Los objetos lejanos se me aparecen borrosos; no sólo eso, también me está costando mucho trabajo acordarme de cosas triviales. El otro día desperté en el reposet de la recámara y no supe cómo es que había llegado ahí.
Me aterroriza la idea de que un día todo recuerdo pudiera borrarse por completo. Por eso ya es momento de comenzar de nuevo. Te lo quería decir para que no te tome por sorpresa. Hoy que viniste a verme, en nuestro verdadero aniversario, sé que tenemos que dejar todo atrás y volver a empezar desde el inicio; desde que no nos conocíamos.
Sí. Lo decidí hace unos días cuando fui al panteón y vi que el pasto había crecido demasiado alrededor de la lápida. Luce descuidada; hay que pagar para que la arreglen. También hay que pedir que remarquen el nombre: No se alcanza a ver de quién es. Para serte sincero, ya no lo recuerdo y tu silencio me hace suponer que estás de acuerdo.
Paco Delgado
Septiembre de 2018
La desbocada / Diana Luz Soto /
La desbocada
Diana Luz Soto
El origen de la palabra yegua se deriva del latín
“equus” o “equa” que significa femenino..
(Segundo lugar, del premio interno de cuento de la Escuela de Escritores de Veracruz Sergio Galindo de SOGEM)
A la yegua la conocí en una fiesta una noche de viernes. Fue extraña la manera en que hicimos contacto. Llevaba el cabello todo amarrado, echado para atrás; pero vaya cabellera la que tenía esa mujer; abundante, vasta, espesa. Parecía la frondosa cola de un caballo; fue por eso que le apodé la yegua. Después la demás gente ya le llamaba así también, pero que a nadie se le olvide que fui yo quién le inventó ese apodo a la muy puta.
En fin, volviendo al punto; fue extraña la manera en que establecimos contacto por primera vez: yo estaba parado a un lado de la barra de las bebidas esperando al que el retardado que atendía me sirviera el ron que le había pedido desde hacía 20 minutos.
Mientras esperaba, ella llegó y se acercó al bar tender, se veía imponente. Me sentí ligeramente intimidado, sin embargo traté de actuar con naturalidad. Ella no paraba de hablar y hablar y carcajearse y manotear y de recargarse de cualquier hombre que tenía a la mano. Me pareció una mujer escandalosa y vulgar, pero por algún motivo había algo en ella que no me hacía repelerla del todo. Cuando estaba por irme de ahí, se las arregló para meter las puntas de su coleta en mi vaso, cuando se giró para ver qué era lo que pasaba, me pasó la greña por la cara dejándomela toda húmeda. En otras circunstancias yo habría reaccionado de manera agresiva, pero ésta vez mi respuesta fue diferente: solté una carcajada al ver su sorpresa y me pasé la mano por el rostro para secarme las gotas de agua. Ella toda apenada y en un intento desesperado por ayudarme, buscaba servilletas cerca y hacía ademán de querer limpiarme, pero no atinaba hacia dónde dirigir su mano y terminó soltando una risotada nerviosa y a carcajeándose conmigo también. Nos miramos por unos segundos y desde ese momento supe que sería mi crucifixión.
Aquello del accidente termino por convertirse en el pretexto ideal para terminar hablando el resto de la noche.
Hubo un breve descanso a nuestra charla, ella se acercó al medio de la pista, sus nalgas lucían sensacionales, ameritaban un trofeo en definitiva. Se veían tan suaves y jugosas como un gran durazno gordo y maduro. Sus piernas no se quedaban atrás, eran inmensamente largas y firmes y sus muslos….- ¿Para qué hablar de sus muslos?- si es obvio que poseía el cuerpo de una venus latina.
Sus movimientos no podían ser más que sensuales, te incitaban de inmediato a querer ir hacia ella. Era como si cuando bailaba ella irradiara una fuerza magnética tan poderosa que no dejaba ninguna otra opción más que dejarte llevar por ella. Terminamos con los pies pulverizados de tanto baile y esa fue la primera vez en mucho tiempo que me sentía tranquilo y relajado.
Cuando estábamos fuera del lugar, la yegua me preguntó a donde iría.
-Voy a mi casa. –Respondí
- ¿Quiéres venir conmigo?
- Ay, lo dices en serio, es que no quisiera que pensaras mal de mí, yo no soy de “esas”.
- ¿Esas qué? le pregunté.
-Ay porque te haces tonto si bien qué sabes de que hablo.
- No entiendo exactamente a que te refieres.
….si hay una cosa que me repugna de las mujeres es que se hagan las mustias cuando saben perfectamente que es lo que quieren y que lo conseguirán. Esa conducta de disimulo permanente en la mujer me asquea. Eso o que se porten como mocosas cuando ya son unas adultas. Cómo sea, a fin de cuentas ésta sí que es MUY MUJER y así como estaba de borracha no podía permitir que se fuera sola. No quería ser el responsable de que terminara descuartizada en una bolsa de basura negra como alimento para los perros callejeros. Así que la tomé de la cintura y caminé con ella a mi lado, poniendo todas mis fuerzas y mi resistencia para que no se callera o se golpeara con algún poste.
Estaba por amanecer, pero el cielo seguía oscuro, se veía como un agujero siniestro, la calle estaba completamente solitaria. Estaba comenzando a lloviznar, así que tuve que acelerar mi paso y el de ella también.
Así fue durante el resto del camino. Llegamos a mi departamento y yo deseaba con las pocas energías que me quedaban que alguien me asesinara para ya no sentir el cansancio que sentía. Justo después de subir el último escalón fue cuando me vino ese pensamiento. Abría la puerta con una sola mano mientras con la otra hacía malabares para que la yegua no se me cayera. La empujé y la metí a ella a rastras, hasta el sillón y solo ahí fue cuando me di cuenta de que había perdido una zapatilla en el camino.
-Seguramente seré yo quien termine pagando por esa cosa-. Pensé.
Le estaba quitando los aretes y toda la porquería que traía colgada en la cara y de repente ella abrió los ojos, me miró como queriendo poseerme y de una, comenzó a besarme como si fuera el último beso que fuese a dar en su vida.
Pensé en abofetearle, pero la verdad me gustó sentir su saliva tibia y embriagante, me gustó su olor animal.
Le bajé las medias de un solo golpe y le apreté las nalgas casi al punto de exprimirlas. Ella comenzó a pasar su lengua con ligeros toques por la punta de mi pezón y fue en ese momento preciso que supe que era hombre perdido.
Me puso muy bestia sentir la temperatura de su cuerpo; era como si químicamente (en el sentido literal que se refiere al fenómeno químico) estuviéramos diseñados para hacerlo.
La muy sucia me pidió que le atara las muñecas y la pusiera boca abajo, mientras ella erguida me mostraba el mejor ángulo de su culo. CARNE, CARNE y más CARNE por donde quiera que mirara:
-¿Cómo un simple hombre mortal como yo podría resistirse a montar a ésta yegua desbocada?
La tomé de las caderas que desde lejos la hacían ver como un jarrón de porcelana china y luego la embestí. Comenzó a gemir. Después le di otra con más fuerza, puso cara de delirio, y la tercera… Esa sí que no se la esperaba…
*Sonó en la radio (por algún motivo había una radio ahí que no era mía) que el volcán de Acate nango en Guatemala acababa de hacer erupción y había aniquilado a la mitad de la población. La locutora tenía voz sensual y decía que era la erupción más fuerte en los últimos años, y que ésta había obligado a las autoridades incluso a cerrar el aeropuerto internacional. La mayoría de las víctimas murió de “asfixia por sofocación”.
Me levanté del sofá, me subí los pantalones y fui a lavarme las manos para quitarme toda la suciedad de encima. Me aseguré de dejar todo en orden y totalmente limpio. Me puse ropa nueva, busqué las llaves del apartamento, tomé a la yegua entre mis manos y la conduje a rastras hasta la entrada y luego la eché a la calle de un puntapié como quién quita una piedra del camino.
Él acababa de entrar al Royalty, era la primera vez en 9 meses. La yegua anda cojeando de la pierna izquierda y está fichando con un tipo de pelo cano. Trae un vestido parecido a los que se ponía antes, sí ese, cuando no tenía ese horrible hoyo en el muslo izquierdo.
Una cara de venganza / Waldo Contreras López /
Una cara de venganza
Waldo Contreras López
No podía sentirse más afortunado según él. Tiene una buena posición económica y un buen lugar en el gobierno federal. Se había encontrado con la mujer de su vida a quien conoció en su va y viene de oficial del ejército, en las calles de Dios quien siempre lo ha socorrido. La encontró a ella, investida en sus ropas de mujer soltera y con hijos y, con su orgullo tapándole una tristeza en su rostro; la encontró como mujer en ese cuerpo necesitado de caricias, en esos ojos queriendo encontrar un lugar en donde posar sus noches para cerrarlos a gusto y abrirlos con certeza; y se encontró a sí mismo en su necesidad de paz para una sola mujer y darle todo lo que él fue y es. No fue difícil a sus cuarenta y cinco años, había sobrevivido mal al tedio de las caricias eventuales en pueblos abandonados y ciudades desconocidas; no fue difícil además pues aquella mujer tenía ese “no se sabe qué”, aparte de ser hermosa con su rostro y con sus carnes aun macizas.
Era un profesional muy respetado entre su gente, valiente como pocos, justo como nadie. Certero con las armas y en decisiones para operativos militares importantes; colérico e implacable contra quienes consideraba enemigos de sus ideales. Se sentía afortunado sí, pues a pesar de haber traicionado a su escuela de hombre de honor colaborando a favor del crimen organizado esto le fue perdonado por sus superiores al matar de un solo disparo de rifle a uno de los capos más temibles por la milicia y por la sociedad.
Había recuperado lo único que valía la pena desde siempre y tenía que darle sentido a todo lo bueno que le estaba sucediendo en su carrera y sus ideales de hombre hecho y derecho.
La conoció en una fonda del mercado municipal de una ciudad del pacífico. Un lugar alegre ahí, bullangero y colorido siempre, un lugar en el cual una persona sencilla podía sentirse a gusto con tanta fiesta. A ella de inmediato le llamó su atención la buena percha y su mirar de hombre seguro, su poca palabra y sus ojos de venado melancólico color gris los cuales se perdían en sus ojos que eran como ver caer una triste lluvia.
Cada visita era más feliz y llegó el día en el cual se encontraron platicando sobre el futuro, tan serios, a la orilla del mar. Y llegó el día en el cual se vieron juntos compartiendo un mismo techo en un barrio populoso de la capital del estado.
Vicente apenas era capaz, y muy poco, de ocultar su felicidad: feliz en los desayunos, en las compras del supermercado; feliz en los operativos militares peligrosos, en las cenas en familia, en las noches de desvelo y desafueros carnales. A ella por su parte se le veía muy a gusto aunque a veces, en el despacio correr del tiempo en la cotidianidad hogareña se le veía pensativa, con el rostro en ocasiones en una mueca de coraje contenido; el daba cuenta de ello, la observaba taciturno y silencioso y entonces le preguntaba y ella le contestaba con desdén mal disimulado: “nada”, con sus ojos en un lugar lejano.
Y los niños eran felices sin duda, todos estudiando en escuelas de medio burgués, bien vestidos con sus ropitas de marca, bien comidos con buena despensa surtida y con lujos dignos de su clase:
videojuegos, televisores pantalla-plasma, Smartphone y tabletas electrónicas. No le amaban pero al menos le apreciaban.
Y un día de cumpleaños festejaban en un restaurante de mariscos de esos con instalaciones caras. Reían y disfrutaban todos juntos y ellos, de forma disimulada, se comían a miradas entre cucharada y plática.
Y de repente todo cambió, la niña mayor se puso pálida al tiempo que sus ojos se encontraban con los de su madre quien tenía el gesto crispado de odio, su mirada vibraba en modos extraños para él. Una mujer irreconocible.
-¿qué pasa mi amor? Te ves muy mal.
-no pasa nada –le contestó con desdén, como siempre, pero esta vez sazonado con mucha ira.
-¿cómo qué no? Te vez furiosa, algo malo pasa…
-ya deja esto por favor, no llames la atención…
El guardó silencio y buscó una respuesta en la niña mayor pero solo encontró su mirar en el plato de aguachile y su boca ceniza y temblorosa. Miranda estaba igual, pero con sus mandíbulas trabadas de ira. Los niños se hundieron en una tristeza bárbara para su edad.
Cuando llegaron a casa Miranda y su hija mayor se encerraron a llorar; él se quedó con los más pequeños viendo televisión; aunque estos últimos estaban más relajados notó que ambos miraban a la puerta del cuarto, como obedeciendo a una costumbre muy arraigada en sus almas infantiles.
Pasaron los días y él vivió en medio de una felicidad tensa la cual dependía mucho de los cambios de humor en su joven esposa. Y al paso de los meses la felicidad se le fue aguando inundada por las lágrimas cada vez más cotidianas de su amada y la desolación espesa que le provocaba su silencio.
Y un día fue ella quien ya no pudo más. Fúrica, asqueada y borracha del hastío de tanto negarle las caricias le gritó como jamás lo había hecho, le dijo entre llanto convulso que él era un hombre bueno, que lo amaba, pero que ya no podía más con el peso que estaba cargando sola y con mucho miedo. Él la tomó en sus brazos como tampoco jamás lo había hecho y hasta creyó que al fin volvían a recuperarse uno al otro: “a ver Miranda, cuéntame ¿qué es lo que te pasa?”
Y entonces ella le soltó el peso que traía encima desde meses atrás.
Y le hablo sobre su hermano menor, un joven de apenas veintitrés años, todo lleno de vida y alegría, todo pleno de ganas de ser alguien. Un joven locuaz y hablador. Un muchacho como muchos, quien buscando mejores oportunidades económicas se había vuelto sicario.
Ella le contó que ese jovencito había sido la última persona de su familia a quien en verdad amó como a nadie de su sangre, a parte de sus hijos. Le contó que ambos se habían cuidado desde chicos y compartían juntos la pena de ver morir a su madre en un accidente automovilístico que marcó para siempre a todos sus hermanos. Le dijo entre sus lágrimas cálidas y sus sollozos reposados que él siempre se perdía durante meses pero cuando volvía a quien primero buscaba era a ella y le llenaba el solar materno de música de banda en vivo, de comida la despensa y el refrigerador de carnes y los bolsillos de buen dinero. Pero sobre todo le llenaba de alegría su corazón, orgulloso de su pequeño hermano a quien veía como a un hijo. Era lo único que se tenían ambos, los que se procuraban el encuentro siempre.
Y le contó que una tarde soleada en la cual festejaban un aniversario más de la muerte de su madre llegaron a su casa un grupo de hombres armados preguntando por él. A ella y a sus hijos los postraron de rodillas y a su hermano lo golpearon hasta el desmayo y luego lo recargaron contra la barda del patio para fusilarlo. Ella le contó que les suplicó hasta la humillación que por favor no se lo mataran, que ese muchachoera lo único que tenía en el mundo y que era un gran hermano muy bueno y generoso. Uno de los hombres se quitó la capucha y le mostró su rostro picado de acné, su sonrisa burlona y llena de placer. Él le dijo:
“Este jovencito mató a mi padre y a mi hermana menor de edad, los mató con los ojos vendados, atados de pies y manos; los mató como a los perros siendo que ellos nada le debían. Este niño cobró seis-mil pesos por ejecutarlos de esa forma, vieja pendeja, cállate el hocico mejor ¿crees que lo voy a perdonar nomás porque tú lo dices? Ganas me dan de chingarte!
Le describió que el hombre alistó su rifle y le apuntó a la cabeza, la hija mayor se levantó para arrebatarle el arma a aquel despiadado para evitar la ejecución y fue derribada por un golpe de pistola en la cabeza.
Le contó también que el jefe de los sicarios le sentenció con burla y carcajadas: “mira lo que les pasa a niños cagados como este por andarla haciendo de huevudos matoncillos”, según le describió, su hermano le suplicó piedad con la voz quebrada por el miedo; ella seguía rogando postrada de rodillas y como respuesta escuchó el disparo y sintió claramente como la sangre de su hermano le salpicaba el rostro.
En los primeros momentos de su desmayo vio como el cuerpo del joven se derrumbaba decapitado por la fuerza de la bala enorme de mata-policías, y vio también a su hija desmayada, quien había tratado de nuevo arrebatar el arma al sicario con la valentía de sus quince años, con su mano izquierda hecha pedazos a causa de una bala.
Le contó que desde entonces no había podido encontrar la paz, que ya casi había olvidado las sensaciones abrumadoras de aquel día de pesadillas.
Y le contó que aquel día en el restaurante de mariscos vio entrar al verdugo de su hermano, de su hija mayor, de la mente de sus hijos infantes y de su corazón.
Le dijo que no podía dormir de miedo y que ya no podría vivir feliz pensando en la mirada burlona de aquel sujeto, aquel día domingo de fiestas.
Vicente se la tomó a la tranquila. Decidió darle lugar al tiempo para que ella olvidara su tormento. Los primeros días de aquella confesión trató con todas sus fuerzas que ella se refugiara en él, pero Miranda le fue agrandando el desdén, le fue tratando con desprecio y por último con odio. El también intento refugiarse en ella tratando de entender su propio dolor pero tampoco lo consiguió, su dolor no se parecía en nada al de ella.
Trato de refugiarse en los niños quienes también comenzaron a despreciarlo, después en horas de trabajo, en tardes solitarias de música ranchera y por último en el alcohol.
Y pasaron muchos meses desde aquel día. Y aquel hogar feliz del pasado ya solo era una casa fría, sin risas, sin patio de juegos y sin pista de baile para dos enamorados.
Y un día Miranda lo vio llegar en su camioneta, totalmente alcoholizado y con un brillo resoluto en sus ojos de borracho, sin alguna otra emoción en su rostro moreno. Lo vio dirigir sus pasos arrastrados por la tristeza hacia ella y le oyó decir: “vamos, tengo a tu hombre”. A Miranda se le iluminaron los ojos en un furor de loca. Vicente notó como la boca de ella antes petrificada por el enconado desdén ahora estaba transformada en una sonrisa horrible.
-vamos, lo tengo en la casa de tu madre allá en ese pueblucho.
-qué feliz me has hecho Vicente, jamás olvidaré esto que haces por mí y por mis hijos.
-me imagino Miranda, pero lo hago porque te amo, como todo lo que hice antes a tu lado.
Ella lo abrazó tan fuerte, tan febrilmente, que le echó su cuerpo a temblar. Luego ella llamó a los niños y les ordenó que subieran a la camioneta –vamos mi amor-le ordenó- es hora de que terminemos con esto.
“Terminemos”.
Se quedó pensativo un rato y le contestó: “sí, es tiempo de que esto se acabe para ti y para mí”.
Vicente se subió a la camioneta y abrió una lata de cerveza, encendió el motor y puso a sonar su disco preferido de música ranchera para relajarse: “vámonos, a alejarnos del mundo, donde no haya justicia ni leyes ni nada nomás nuestro amor”. Miranda tomó también una lata de cerveza, subió la canción a todo volumen y le lanzó una sonrisa feroz.
Llegaron a aquella casucha de pueblo, el solar materno de su amada hundido en el abandono. Ella se bajó con otra cerveza en la mano, ebria de una felicidad exagerada y contoneándose como hembra en celo. Cuando divisó al motivo de su odio postrado de rodillas soltó una carcajada sonora y tétrica la cual tuvo el poder de erizarle los cabellos de la nuca a Vicente. Miranda se plantó gozosa ante el antiguo verdugo de su familia, se burló de él mientras lo vapuleaba y lo escupía, luego tomó un enorme palo seco y empezó a golpear al hombre sin asomo de misericordia hasta dejarle la cara y la cabeza hechas una carnicería. Los niños evitaban ver con todas sus fuerzas la escena, horrorizados con sus ojos infantiles y temblando de miedo. Cuando Miranda se cansó de golpear a aquel sicario se volvió hacia Vicente, sudando a chorros, con el
respirar acezante y la mirada desorbitada le ordenó: “¡ya mata a este perro mi amor!”. Vicente observó a los niños que sollozaban sin atreverse a levantar los ojos para mirar aquella escena de espantos, luego miró a aquel hombre abatido a golpes suplicando por su vida y luego la volvió a mirar a ella quien le sonreía con maneras de hiena:
-llévate a los niños de aquí, Miranda-
-¡no! –le gritó furiosa- quiero que ellos también vean como muere este perro, que vean como se desangra igual que mi hermano, tal y como les tocó ver aquel día!
-estás loca Miranda, ellos no –le replicó Vicente con voz pausada y queda.
-¡estúpido poco hombre! ¿No tienes huevos o qué? ¡Mátalo! ¡Mátalo, pero ya culón!
Él la miró con tristeza para después abofetearla hasta dejarla en el suelo, luego se dirigió hacia los niños con paso lento y los desenmarañó de su abrazo, tomó al niño por los hombros y mirándolo a los ojos le dijo: “has algo por tu madre” y le puso una enorme pistola automática en sus tiernas manos. Miranda levantó la cara del suelo con la mirada perdida en una excitación de demente, se incorporó con su sonrisa ensangrentada, observó al niño y con voz temblorosa y siseante como la de las víboras le ordenó: “mátalo hijo, demuéstrame que ya eres un hombre, demuéstrale a este asesino y a este guacho apestoso quien eres”. El niño temblaba de miedo y pegó un fuerte respingo cuando escuchó el grito imperativo de su madre enloquecida: “¡mátalo!”. Juanito tragó saliva y apuntó el arma a la cabeza de aquel hombre, cerró los ojos y disparó.
Vicente escuchó el estampido de la bala sin inmutarse, vio caer muerto a aquel sicario sin ningún tipo de pesar en su corazón, oyó a Miranda carcajearse como loca, vio a las niñas quienes lloraban enlazadas de nuevo en un abrazo convulso, y vio a Juanito a quien se le iba la vista, perdiendo su cabeza en los vericuetos de su inocencia que empezaba a agonizar. Agachó la cabeza y dirigió sus pasos arrastrados de tristeza para alejarse de la visión caricaturesca de aquella escena, se subió a la camioneta y encendió el motor y la echó a andar despacito, alejándose de aquella casa. Pero a unos metros sintió el asedio del remordimiento y la cosquilla del deseo de volver por ellos, se arrepintió de inmediato y sacudiendo la cabeza para deshacerse de la pesadilla que aun presenciaba en sus pensares agarró una cerveza y la bebió con avidez; puso a rodar de nuevo la camioneta y de nuevo estuvo a punto de devolverse pues era que recordó había dejado su pistola en las manos del niño; y recordó la inocencia con la cual Juanito miraba el cadáver de aquel infortunado, y recordó el despacio llorar de las niñas abrazadas y casi le ganaba el corazón otra vez; se quedaba pensando si valdría la pena cuando escuchó otro disparo y los nervios se le crisparon como minutos antes.
Esperó escuchar la carcajada de Miranda, loca de furor ante una nueva tragedia en su vida pero en cambio pudo reconocer el llanto a gritos de los niños, y pudo reconocer el grito vociferante de la hija mayor quien decía llorando: “¡mamita! ¡No, mi mamita!”
Tragó saliva, trémulo de miedo y asco. Arrancó la camioneta, encendió el estéreo y empezó a sonar aquella canción que tanto le gustaba: “vámonos, donde nadie nos juzgue, a alejarnos del mundo, donde no haya justicia ni leyes ni nada”… y su mente retrocedió a los días en los cuales sus ojos de venado melancólico se perdían en aquellos mirares que fueron como ver caer la lluvia, cuando se hundía en aquella piel olorosa a jabón corriente, retrocedió con sus pensamientos hasta las tardes de días felices, los desayunos alegres, las compras amenas del supermercado, las cenas y los desvelos de desafueros carnales, las tardes de bailes románticos sobre la pista dominguera, los juegos de niños en el traspatio. Sonrió entre sus lágrimas y pensó que había valido la pena conocer a su amada como pocos hombres pueden conocer a una mujer. Acompañó al cantante en la última frase de la última estrofa de la canción: “nomás nuestro amor”; y luego se recargo en el volante de la camioneta para echarse a llorar como un niño.