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Halla artefacto
de cara distópica

Alejandra Delgadillo

• Apareció en su taza, dice

En un tiempo sin nombre, que desde siempre fue dispuesto para recrear nuevos mundos dentro de una botella arrojada al mar de lo que ya está escrito, pero no ha sido contado, se encuentran todas las palabras listas para ser liberadas por la mano invisible que hace funcionar los corazones de quienes a través de sus ojos, sus manos y tinta son capaces de reconocerse en otras almas, con el único propósito de dejar constancia a quienes sobrevivan a este sueño que fuimos capaces de soñar. Al mirar al pasado, las hojas sueltas de nuestros recuerdos, les contarán sobre su futuro, y éste, les resultará lo necesariamente espantoso. Los que aún no gozan de la calma de saberse infelices, conocerán cómo inventamos los días, trazamos planes, intentamos el amor y tenemos el privilegio de llorar. Quienes aún no se encuentran descubrirán, en líneas trazadas por quienes los antecedieron, su misión.

 

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Jueves, 12 Agosto 2021 19:21

Diseña una máscara fuera de este mundo

 

Diseña una máscara

fuera de este mundo

Rodrigo Brondo

 

El golpe sacudió la ventana. Salí a ver si no habían arrojado un balonazo. No había personas en la calle, en el suelo justo debajo de la ventana yacía un ave. Se había roto el cuello. La levanté, moví sus alas y el cuello se le movía de lado a lado, moví sus garras y pensé que en cualquier momento cobraría vida.
Comencé a aventarla al cielo intentando que se mantuviera en el aire. Levanté sus parpados y encendí un cerillo para que viera la luz, se lo acerque hasta que el aura de la flama comenzó a quemar sus plumas. Olía bien. Le arranqué un ala, me la metí a la boca y comencé a masticar. Le arranqué la cabeza y mastiqué varias veces. Escupí todos los restos. Me puse en el rostro esa masa amorfa de carne, plumas, saliva y huesos para que el espíritu del ave entrara en mí ser y me ayudara a volar fuera de este mundo.

 

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El rojo crepúsculo

de Úrsulo en silencio.

Waldo Contreras López

 

“Los relatos de la cárcel se parecen al relato

de los sueños que la gente suele hacer al despertar.

El relato de los sueños solo le interesa a quien lo cuenta”

Ricardo Piglia.

 

“Y qué es, pensé, ¡después de todo!

Es solo su exterior, un hombre puede

ser honesto bajo cualquier tipo de piel”

Herman Melville, en Moby Dick.

 

 

-Los tatuajes- dice José después de darle un largo trago a la cerveza -adquieren un significado exponencial en las cárceles a medida que el preso ve transcurrir sus años a la sombra. Son como anuncios fluorescentes en una calle solitaria; como quimeras, palabras o caracteres pintados aquí y allá, buscando la luz de una mirada que los encienda. Les contaré: Hubo una vez un hombre. Purgaba una condena de por vida tras ser encontrado culpable de matar a su esposa e hijos. Era, como yo, un hombre rojo de la vieja escuela rusa. Todos sabíamos que era inocente pero el gobierno pintó el cuatro de manera tan hábil y truculenta que no pudo siquiera presumir inocencia. El alcohol y la cocaína lo perdieron. Antes de iniciar la revuelta en la plaza de las tres culturas, un grupo de policías irrumpió en su casa cuando se bañaba a jicarazos en la azotea del edificio. Su esposa dormía junto con su hijo de diecisiete años y la niña de ocho. Fue una confusión. Los esquiroles Iban por él para matarlo y nomás dispararon al bulto, a lo pendejo, en montón y mansalva, con miedo y conocimiento de que el tunante podía ametrallarlos o mínimo, molerlos a canto de garrote, cuchillo y mordida si le daban al menos un segundo de ventaja. Cuando los paramédicos llegaron, Úrsulo lloraba sobre los cadáveres totalmente desnudo, con una botella de mezcal en la diestra y la nariz manchada de un polvo blanco. Gritaba: "Yo, los maté. Yo y mis ideas". Llegó al Lecumberri descamisado, pelón, con los huesos y el alma rotos. Al principio, se la pasaba cante y cante baladas tristes en voz baja, pero al paso de los meses ese tipo de emociones se le fueron y comenzó a escribir al mundo un testamento sobre el cuero. Comenzó con los nombres de sus hijos y su esposa; luego, fragmentos de panfletos o poemas de Salomón de la Selva, Nico Guillén y García Lorca; después, las notas musicales de la canción All Along The Watchtower de Bob Dylan pintadas en la espalda; siguió con dibujos de extraños demonios sacados de la imaginación, luego ojos, bocas, collares de dientes e hilitos de sangre; luego frases anónimas que pretendían haikus narrando la vicisitud de ver pasar los años sin disfrutar con los abrazos de las estaciones; luego se fue por la cara hasta borrar la imagen con la que se forjó la ferocidad de revolucionario de pacotilla: símbolos, alfabetos de otras lenguas y jeroglíficos babilonianos. Antes de que nada reconocible le quedara en su cuarteado rostro, tres flechas azul cielo saliendo del ojo izquierdo con rumbo al corazón. Por último, una frase que repetía mucho antes de oscurecer: "Un pájaro que nunca alcanzó a ver la luz, solo horizontes cruzados por el nubarrón inevitable del morir sin ser enterrado" Después, nunca más volvió a hablar. En su piel estaba escrito todo lo que pudo decir del mundo. Deambulaba por los patios y callejones, pegado a las paredes, con la vista fija al frente, las manos en los bolsillos y arrastrando los pies como si fueran su cobija. A veces, se le oía nada más silbar como un ave inmigrante cantando por una libertad más allá de las utopías de una revolución mierdosa. Así un año entero, un año entero hasta que, en la víspera de navidad, todos preparábamos el patio para la comilona y la pastorela. Úrsulo se estaba encargando de la tramoya y las piñatas y yo, de armar el templete y escenario con madera. Era casi el final de la función, cuando veíamos humear las cazuelas de la comida, cuando estaba a punto de aparecer el diablo. Era el bordo de la medianoche cuando Jesús Sosa gritó a todo pulmón una voz histérica: “¡Úrsulo! ¡Úrsulo! ¡Camarada! ¡No la chingues!" Y, como parido por la luz blanca de la única y más alta lámpara encendida en el penal, vimos brotar el cuerpo de Úrsulo agarrado de una cuerda por el cuello. Ni siquiera pataleó. La vida se le fue con un tronido macabro, como si la cuerda le hubiera dado una mordida en la cabeza y de esa forma le hiciera sacar los ojos, la lengua y un chorro espeso de sanguaza por la nariz y las orejas. He visto gente que se cuelga y como gimen. Úrsulo ni siquiera suspiró. Lo vimos colgado, balanceándose como marioneta abandonada. Yo, yo lo vi de alguna manera sonreír. Mi pobre camarada. Adiós, le dije, y enseguida me fui por la herramienta al taller de carpintería para hacerle el ataúd. A lo lejos, se veía tan bello, como un alebrije multicolor reflejando la vida fulgurante de nuestros ojos, como un colguije extraño de esos que exhiben los artistas hippies en el tianguis del chopo; colgado y sin quejido lúgubre; con sus poemas, dibujos, jeroglíficos y palabras pretendiendo ser haikus. Lo vi a lo lejos y me recordó los anuncios luminosos del paseo de la reforma. Tan extraordinario, tan irreal, tan fantásticamente muerto. Adiós, Úrsulo. Adiós, le dije, tratando de recordar su talla. La cena la guardamos para el velorio. Lo sacaron del penal en punto de las ocho del día veintiséis de diciembre del año 76, en el cajón de muerto más bello que hube hecho, con rumbo a la sierra de Chihuahua. Cuando lo conocí allá a principios de los sesenta, le gustaba el rock, la revo cubana y odiaba a los tatuados, era grueso como un marrano garañón, moreno como el zopilote, taciturno y voz segura, pausa y estentórea, con una talla en el ánimo que le hacía verse como un Ajax; tras las rejas se fue encogiendo a medida que callaba y el pellejo se le ennegrecía de tanta tinta; llegó a medir algo así como la medida que hay entre la meada, el pito y el suelo. Ese día, no pude dormir con la vuelta en la sesera de si medía uno noventa, como cuando lo admiré, o uno sesenta, como cuando sus pies estaban meciéndose como hojas secas a siete metros de altura, o quizás uno ochenta, como cuando joven y los sueños. Lo que son las cosas. El camarada no alcanzó a ver el inicio de una nueva era. La era de los bultos. Un año después, el gobierno nos dio a todos libertad bajo palabra, bajo palabra de honor, que el color rojo jamás volvería a mencionarse en esta tierra. Aquí estamos ahora. Unos borregos a medio morir asimilados por el Estado. Libres sí, en un lugar en donde nada de lo que sucede dentro de una prisión tiene sentido. Un lugar y una época que ya nos olvidó. Me imagino a Úrsulo aquí, con nosotros, tratando de explicar sin conseguirlo, todo ese rayadero que tuvo en el pellejo. ¿Ustedes, jóvenes, serían capaces de comprenderlo? No lo creo.


José le da el último trago a la cerveza mientras mira fijamente una lámpara japonesa colgada sobre la cabeza del barman. Se despide de nosotros con un adiós de mano, dándonos la cara de su escurrida espalda, y sale rumbo a la forma de llover que hoy tiene el cielo. El eco de sus pasos está siendo devorado por el tronido de la tormenta, se lleva sus palabras, su grave estar de viejo derrotado, con mordidas húmedas, hasta convertirlo en nada. 

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Miércoles, 04 Agosto 2021 02:21

Punto final / Servando Clemens /

 

Punto final

Servando Clemens
 
 

Llegué al establecimiento de costumbre. Pedí un café sin azúcar. Me senté en una mesa pegada a la ventana para admirar el cielo plomizo. Me puse nostálgico al ver a los grajos que estaban parados en los cables eléctricos. Tuve ganas de llorar por algún recuerdo que no recordaba. Miré un avión que atravesaba el horizonte; no, eso era un misil. Pensé en todo lo que no hice y en las experiencias que me perdería. Por la calle la gente corría sin rumbo fijo. Los automóviles chocaban entre sí. La alarma de emergencias no dejaba de repiquetear. Escuché algunas detonaciones de armas de fuego. El anciano que atendía el negocio prendió el televisor y cambió al canal de las noticias. No sé el motivo, pero las pocas personas que estaban en la cafetería, huyeron al revisar los mensajes de sus teléfonos móviles. Alguien había olvidado un libro viejo encima de una silla. Lo tomé para echarle un vistazo. Las primeras líneas eran interesantes y alentaban a continuar la lectura. Levanté la vista. En el noticiario informaban sobre un bombardeo nuclear.

—Es el día del juicio final, hijo —comentó el anciano sin quitar la mirada del televisor—. Los gobiernos prefieren acabar con toda la humanidad antes de aceptar que se han equivocado. 

Cambié de opinión, me levanté del asiento y agregué dos cucharadas de azúcar y un poco de crema líquida. Era momento de disfrutar. 

—¿No tienes miedo? —me preguntó. 

—No sé a qué le tengo más temor, si a vivir del modo en que lo hacemos o a morir. Y aunque estoy cerca de la muerte, todavía no la conozco. 

—Tengo noventa y ocho años y he pasado la mayor parte de mi existencia trabajando en este aburrido lugar, nunca hice lo que realmente amaba por miedo, y ahora es tarde, así que ahora mismo me importa un carajo el mundo. 

—El doctor dijo que me quedaban tres meses de vida. 

—Eso lo explica todo, joven. Nos vemos del otro lado de la frontera, si es que existe. 

El viejo salió al pandemonio y se topó con la muerte al caerle en la cabeza el letrero de su propio negocio. Percibí una explosión que cimbró las paredes, los cristales y mi esqueleto. El televisor cayó de su lugar. Los vidrios llegaron hasta mis pies. El edificio de enfrente se derrumbó y los escombros cubrieron la calle. Di la vuelta a la página y leí algunas frases sueltas. Me fui a la última hoja para terminar con el asunto. Saqué un bolígrafo, escribí este relato: el epílogo de mi vida y coloqué el punto final.

 

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Miércoles, 04 Agosto 2021 01:46

ORIGEN / Rocío García Rey /

 

 

ORIGEN

Rocío García Rey 

 

 

 

“Cada ciudad, como Laudomia, tiene a su lado otra ciudad

cuyos habitantes llevan los mismos nombres: es la Laudomia de 

los muertos, el cementerio.”

Ítalo Calvino

Las ciudades y los muertos. 5 

 

 

El orden de los hechos parte del asombro y de la incredulidad por la muerte de la madre.

Los cuerpos giran alrededor de la fogata de los naufragios de la vida. Nada puede comprenderse cabalmente cuando el cuerpo de la madre se deshoja. Porque ese deshojar contagia a las hijas que, como si hicieran una ronda, se llenan de silencio y sólo con la mirada hacen un ritual de lenta despedida. La voz existe. Lo saben. La voz existe, pero no saben qué decir ante el desvelo de la vida. Ni siquiera se atreven a pronunciar calle Comonfort como ofrenda a la historia de la madre.

 

II


Los cuerpos cambian de tal manera que a veces son odiados por una misma. El cuerpo es el lugar propicio para que el dolor sin adjetivo se arraigue y deje de moverse. Porque la madre está acostada y la hija mayor la cuida y entonces, tú mecanógrafa de los silencios te llenas de culpabilidad y comes a todas horas. Comes y bebes vino e imaginas que haces el recuento de todos tus lutos acumulados, pero sabes que al final eso será absurdo porque tus muertos han estado siempre contigo, te han coronado en la hora de la desgracia y han hecho de tus ataques de pánico la danza perfecta para que el clonazepam se adhiera meticulosamente a tus papilas.

Tus muertos han estado siempre, desde que murió tu novio niño a causa de una bala perdida. Recuerdas, sí, él estaba de vacaciones en Hidalgo y surgió el juego perfecto entre él y su primo: jugar con un arma, pero esa arma estaba cargada y atravesó los años lirio de Guillermo Montes, tu novio niño. Luego fueron los ritos, los llantos, las cortinas cerradas, los rezos y un gran silencio por parte de los adultos. Tú querías una explicación que nadie estaba dispuesto a dar. Y te tragaste el grito de niña de ocho años y con ese grito tragado ahora pasas el vino que crees hará envolverte en un onírico paisaje de luto por tu madre.

Lentamente la ciudad te ha abrasado sí, como aquellos días de ir y venir al hospital general porque el compañero, la pareja que habías conocido en plena estancia en la zona zapatista, fue acorralado por un gran tumor. Un tumor que te asaltó en forma de incredulidad. Lo recuerdas saber que ese tumor existía en tu compañero te hacía temblar siempre. Siempre temblorosa a tus 29 años. La muerte atraviesa los días, los edificios, las ciudades. Lo sabes, incluso las ciudades de Calvino tienen algo de muerte.

Imaginas que de todos los muertos que te han marcado tienes fotografías y que en un acto demencial podrías colocar cada una y hacer una danza improvisada. A la abuela le dirías que su máquina Singer no se ha perdido en el tiempo y a tu padre obrero le comunicarías con movimientos parsimoniosos que un día te atreverás a sacar la cinta de su entrevista y a transcribirla. 

Quisieras tener a Nelly Sachs en persona, hablar su idioma. No quieres sólo su poemario. ¿Cómo recojo los guijarros de mis muertos? ¿A qué tumba voy primero? ¿Qué deberé preguntarle a la madre que nos ha contado una y otra vez sus pocos días de infancia feliz cuando la abuela Juana sacaba a todos los nietos a pasear a Tlatelolco? 

La ciudad siempre tiene ecos que se transforman en lo que creemos son casualidades, en realidad, es el eco el que nos lleva a rondar y acaso a habitar lugares que ya nuestros ancestros habían pisado. Por eso me causaba tranquilidad que en tu última etapa de enfermedad vivieras en Tlatelolco, con Patricia. Sí, Tlatelolco, ese lugar que elegimos años atrás para que en la Iglesia de Santiago hicieran las misas a mi papá, cuando murió.

  Me quiebro entre las coreografías inventadas y la imagen de mi madre acostada viendo la televisión. Me quiebro y aun cuando sé que corro el peligro de transformar mi cuerpo, después del trabajo como y bebo y aquel primer grito por el novio niño se humedece de merlot envuelto en clonazepam.

Llega un momento en el que el orden de tus muertos no importa y entonces es a la prima Veroniquita a la que quieres contarle un cuento. Dices: “escribiré”, pero hay una quietud en tu cuerpo contra la que no puedes luchar. Cuerpo quieto, ¿te das cuenta? Como el de tu madre. Cuerpo callado hasta que, a otro día, a pesar de querer sentarte a mirar los rostros de los alumnos, tengas que hablar. Hablas desde el estupor, desde la vergüenza de sobrevivir, hablas y escribes, mientras, como Dido, quisieras clavarte la daga punzante del destierro mayor. Pero esta vez no sería por Eneas, sino por el dolor que causa una placenta oscura.

Dicen que sólo te inspiras en los muertos, que has resuelto vislumbrar las flores de las tumbas, en vez de vislumbrar las flores de los vivos. Pero ellos no saben que esas muertes paradójicamente han sembrado vida, y que esa vida son ahora las palabras que laten como corazones redimidos. 

 

III

 

El silencio se extiende por el cuerpo, por los libros que, efectivamente tienen palabras, pero que de tanto bailar al fuego de los muertos han enmudecido. Es el silencio acompañado de una palabra que existe en el diccionario, pero que no te convence de significar lo que estás sintiendo esa palabra es dolor, así nada más, dolor. Y lo que tú sientes es la brasa, el frío el desear reptar por los pisos, por eso arañas tu piel hasta que la sangre brota. Ese dolor no sabes si aparece en el diccionario. 

 

IV

 

Mamá, fueron cuatro años en que viviste como exiliada de la salud. Un remedio, y la sangre salía, un diagnóstico y la sangre salía, un abrazo y la sangre salía, una sesión de terapia y la sangre salía. Pero fueron a ellas, a mis hermanas a quienes les tocó ver esa rebeldía de tu cuerpo que te condujo por primera vez al hospital. En aquel momento, en mí, sólo apareció el enojo. Tú no podías enfermarte. Tú debías ser fuerte. Pero tu sangre me dijo que mi voz empezaría a menguar durante cuatro años. 

“En el IMSS tardarán en hacerle los estudios”, dijo el internista. Posible enfermedad: mieloma múltiple. Y así fue, caminamos hijas, yernos y nietos con esa palabra persiguiéndonos en el trolebús, en el metro y en los páramos de nuestra tristeza.

Trasládenla a la Raza, ahora que tienen los resultados. Sí, en ese hospital donde nos pariste. Ahora ahí te atenderían. “No para la hemorragia” y te taparon la nariz. Cuando me tocó recibirte para que te trasladaran al piso correspondiente, te sacaron en camilla y no hubo poema, no hubo verso que consolara el despliegue de asombro, mi madre con la nariz llena de gasas. Te dije chiquita. “Vas a estar bien, chiquita”. Y así fue. Tal vez siempre sucedió así. Madre – niña sin que la acunaran a ella. Antes de que supiéramos que el mieloma habitaba tu cuerpo, cuando estabas mal y no teníamos un diagnóstico claro, iba a tu casa y te leía cuentos. Cuentos de la costarricense María Noguera. Yo te leía los títulos y tu escogías que cuento te leería. Pero un día, me quedé sin voz para leerte. Entiende, podía emitir palabras, eran audibles, pero la fuerza, la energía se transformaban en mirada de asombro, en inmovilidad. Fui la sombra, aunque no fuera de noche. Fui la sombra que se dejó atrapar por la desazón que se adhirió a la suela de mis zapatos; aun así, pude terminar mi Doctorado en Letras y ganar una mención honorífica.

 

V

 

Porque no puedo disponer aún de mi nombre, porque no puedo disponer aún de mi cuerpo que se abrazó a tu última noche, claudiqué ante otras creencias, creencias diferentes a las mías. Buscaba afanosamente que tu nombre volviera a latir. Tal vez porque aquella noche, la última, te digo, fuiste reposando ante Tánatos poco a poco hasta que a las 4 de la mañana me desperté y adiviné que habías migrado a la ciudad estrella. 

Porque aun cuando te abracé la última noche y dormí contigo no puedo hallar la brújula de las palabras y mi cuerpo sigue pidiendo lo imposible: volver a la placenta. Mudé a otras creencias, te digo. Acaso realmente lo sabes. Alejandra, una de mis alumnas anunció que había aprendido una terapia de péndulo y que ponía su nuevo aprendizaje al servicio de quien deseara. Yo buscadora de explicaciones ante lo que se llama muerte, alcé la mano. Como científica retornando a la magia, contacté con Ale. 

Una veladora pequeña encendida y un cuerpo que en silencio pedía ser consolado. En el cuarto propio, aprendí que no sólo se escribe, también se buscan, a veces, ocultamente rutas para viajar al entendimiento de los significados. 

Sentí la energía en el lado izquierdo de mi cabeza y en mi vientre. Tenía la seguridad de que Ale me tocaba. Pero no fue así. Después de la terapia me dijo que eras tú, que era la energía, que estuviste presente. Ese día, mamá me corté el cabello, desde aquel día no he vuelto a hacerlo.

“En el vientre está la energía de nuestras ancestras”, me dijo Ale. Y fue así que dentro del cuarto propio ese día tomé la carretera de una creencia que hizo que apareciera mi sorpresa. La vela se derritió y supe que estaba preparada para pasar por la calle Comonfort y gritar tu nombre.

 

VI

 

No recuerdas si fue en el segundo año de la enfermedad de la madre, que te atreviste a viajar a Perú. Darías una conferencia. Días anteriores tu computadora se había descompuesto y necesitabas urgentemente que alguien la arreglara. Fue precisamente, Ale quien te recomendó a aquel técnico tímido que llegó un miércoles en la mañana. No hacía frío, pero él traía puesta una gorra. Amable y pausadamente, hablaba. Le ofreciste café recién hecho y sólo dijo quedamente: “no, gracias”. 

Era el tiempo en que el dolor aún no rondaba las paredes de tu casa. Era el tiempo en que el miedo aún no carcomía tu piel ni tus palabras. Por eso tenías energía para conversar. En la distancia se comunicaban. La noche antes de partir a Perú, tu habías aprendido que el hombre con quien creías compartir un poco de vida, no se asumiría jamás como tu pareja, tal vez un amigo distante con cambios de humor que te mantenían al acecho. Lo supiste porque la despedida que tenían planeada se canceló. Habías comprado un vino y querías celebrar con alguien aquello que tu veías como triunfo: ir a dar un curso y una conferencia a la universidad de Perú. 

Llamaste al tímido técnico con quien también, sin saber por qué, le compartías canciones. No podía ir a tu casa, pero acordaron reunirse una vez que estuvieras de vuelta. 

Te despediste de la madre y de las hermanas y partiste con la ferviente creencia de que aquel hombre exiliado con el que habías compartido algo de vida, ya no estaría más. Algo se había roto, al cancelar la despedida.

Porque el cuerpo aún no te dolía e incluso tenías tu propia voz, te atreviste, sin culpa a ir a Machu Pichu, a leer tus poemas en la universidad, a ser viajera, a tomar videos de las marchas. Ahora lo sabes: fue el tiempo en que todavía sabías pronunciarla vida y sabías cómo entornar la mano para cargar tu equipaje que te llevara a las zonas de la alegría que después se tornó isla remota. Era el tiempo en que aún no le inventabas cementerios a los cuentos que leías.

 

VII

 

En el cementerio mis hermanas lloran, yo no. Los desgarramientos de la propia piel quedan cubiertos con la ropa. Por ello puedo, casi con la exactitud de un reloj, jugar el papel de mujer ecuánime, como aquella que he imaginado fue Simone de Beauvoir, en Une mort trés douce. Tus hermanos también te dan el último adiós. Y yo con un saco negro me quedo atónita ante el rito, que como ex empleada del panteón he visto tantas veces. 

Las flores son acomodas en tu nuevo invierno. Mis hermanas, sus hijos, Eleazar tu yerno a quien quisiste como hijo y el otrora tímido técnico en computación acomodaron las flores.

 Así fue, esa presencia del tímido técnico desde que volví de Perú empezó a moldearse como compañero. Cuando él me acompañaba a verte, me gustaba verlos platicar y saber que le tenías confianza. Él ayudó las veces que te quedaste en mi casa y cuando una vez te llevamos al hospital. Fue con él con quien empecé a nacer como parte de una pareja. Poco a poco fui atreviéndome a develar enunciados de solidaridad y amor que yo no conocía, pero él, en un lenguaje ajeno al mío, dejaba como impronta en las rutas de mi cuerpo. 

Aquel día en que llegaste a la morada del invierno, él desplegó abrazos para mí y en silencio permaneció a mi lado. Sólo él sabía de aquellos arañazos en la piel que yo misma me producía hasta ver brotar sangre. Sólo él sabía de esas marcas que eran la extensión de un dolor que no podía sacar con ningún rezo. Acaso algunos se postren ante Dios e incluso recen, cuando hay alguien al que se ama y de quien se presiente su perenne silencio. Pero, tú, mamá sabes que ese ritual no se adecuaba a mi danza en la vida, en aquel momento, por cierto, danza detenida.

Fue Coco, la madre abuela de José a quien elegí como emisaria de las plegarias para ti, ante el Dios en el cual tú también creíste. Coco prendía veladoras y rezaba repitiendo tu nombre. El lenguaje es el desdoblamiento de nuestras creencias. Por ello hay diferentes pronunciaciones para pedir que sea atenuado el significado de esas palabras que, he dicho, aún ronda en mi vida: dolor y sempiterna maravilla. Porque en mi representación del mundo todavía creo que todos pueden estar muertos, menos tú. La incredulidad la sigo tragando cuando tomo vino y con la memoria hago una maqueta donde pongo simplemente árboles y en medio alguna foto tuya.

Ahora mis hermanas y yo tenemos que asumir las miles de representaciones de esta orfandad que ahora es nuestra túnica de adultas.

¿Qué inhumé, me pregunto? Y entonces en mis noches vuelves para que la nitidez de tu rostro sea también para mí, mi segunda vida.

 

VIII

 

Antes de tu enfermedad, sabías que mi gran tarea era contar tu historia, porque, en efecto, tus relatos desfilaron ante mí y me hablaron de una ciudad que no conocí, pero que imaginaba cuando contaste, por ejemplo, que cuando eras niña, el gobierno repartió estufas de gas para evitar que siguieran usando estufas de carbón. 

Por ti conocí la violencia que el abuelo Emeterio, tu padre, desplegaba constantemente en la familia compuesta por diez hijos. Y de esos diez hijos tu eres la segunda que has partido. La primera fue la tía Juanis, como le llamaban. Tenía 19 años y murió a causa de una falla en el corazón. Entonces contaste que la tía Lucha que era muy apegada a Juana, por eso dejó de hablar y de comer. Lucha, entonces era una niña.

No pocas veces desplegaste historias que fui anotando porque deseaba reconstruir tu pasado. La historia de las calles de Martín Carrera y la Villa. Muchas veces he imaginado aquella primera colonia: Carrera Lardizabal, donde después de la separación de la tía Antonia, tía de mi papá, tú y él se mudaron.

 Yo misma guardo en la memoria las caminatas que tú, Patricia y yo hacíamos de la clínica 23 a la colonia Martín Carrera para visitar a la abuela, que nunca fue llamada así por nosotras, sino mamá Lucha. Entonces yo era niña y sabía que llegaría al lugar de la calma, de las palabras dulces y de las gelatinas hechas por mamá Lucha.

Sé que con este acto estoy esculpiendo la memoria, sé que a mi manera hago mi ejercicio de historización. Tal vez por eso en los sueños aparecen constantemente tú y mi padre junto con tus hermanos.

Tengo una fotografía en mi escritorio. La veo cada día y me lacera, pero no importa. Fue una de las últimas fotografías que nos tomó José un día que fuimos a una cafetería. No puedo traducir los gestos o quizá no me atrevo ante este interminable camino por entender con el cuerpo que ya no estás, que sólo tu historia me protege en las noches en que necesito asirme a la creencia de que es mentira, de que de una u otra manera puedo seguir hallándote.

Los quiebres ante los epitafios se vuelven volcanes que queman mi cuerpo y lo deja, como te he dicho, inmóvil y un poco aterido. 

En diciembre, José y yo les llevamos noche buenas a ti y a papá. Fotografíe la tumba como consuelo para dejarme claro que aún me importan sus nombres: Manuel y Aurora, nombres indelebles en mi escritura y en ese dolor que se transmuta en buscar remedios mágicos para que regreses.

 

IX

 

Otras oscuridades más tenebrosas serían abrazadas por ti, mecanógrafa de los recuerdos, y te llevarían a calles en las que ni siquiera sabías por qué habías llegado ahí. Hasta que un día la anagnórisis apareció después del reclamo de José. No sabes si puedas escribir que pueden resultar increíbles todos los actos que has podido llevar a cabo para aferrarte a la madre, al sitio primigenio, al cuerpo que según tu neurosis no debía partir. ¿Por qué ha sido diferente con tus demás muertos?

 

X

 

Se deshacen las ganas de acariciar la primavera porque ésta simplemente desaparece de los paisajes cotidianos. ¿De qué se hacen los paisajes cotidianos, mamá? Se hacen de media luz y programas de televisión a todo volumen, a veces se compone de esa hemorragia nasal que te acompañó siempre. ¿De qué se hace el paisaje cotidiano, mama? De cansancio perenne, pasos cansinos y ganas de dormir aun en la hora de las gerberas. 

Un día ese paisaje ya no fue cotidiano porque aceptamos que tuvieras una sesión de quimioterapia, y entonces, lo sé, el mundo se rompió. Los cristales imaginarios lastimaban tu cabeza y, después dijiste, querías arrancártela. “Si eso voy a sentir después de cada quimioterapia, no la quiero”, dijiste. Porque te digo, todo se rompió, y una mañana Patricia, mi hermana, te encontró, medio inconsciente, tirada en la cocina. Luego vino el hospital y para ti dos noches en una camilla porque no había camas y para Patricia y para mí dos madrugadas a la intemperie afuera del hospital. 

Quimioterapia clausurada y en medio de ella el compromiso para dar una conferencia sobre Dolores Castro.

Se deshacen las ganas de acariciar la primavera, aunque junto a José poco a poco voy recomponiendo los fragmentos de mi cuerpo. Porque debes saber, mamá que mi cuerpo mudó y no me importó subir de peso. Mi salvación para atenuar la falta de sol era comer en la noche y beber mucho vino. No importaba si a otro día debía dar clase. Por eso cuando partiste sentí que había perdido parte de mi identidad: cuerpo autorechazado y oleajes para beber. No tenía fuerza para hacer ejercicio y aun en el consultorio psiquiátrico mi quietud y letargo eran evidentes. Cambios de antidepresivo y la imposibilidad de escribir, aunque sea un remedo de idea. Muda, muda. Contemplando en la distancia lo que en apariencia como mujer adulta comprendía. ¿En qué consiste la comprensión? 

Reconozco que José era mi sostén, pero nunca me atreví, porque no supe cómo hacerlo, a explicarle mi desazón que abarcaba incluso mis pupilas. Tal vez lo intuía. Piel sangrante y a veces ataques de pánico. ¿Quién era yo para involucrar a aquel hombre de esa manera? ¿En nombre de ser una pareja es lícito que el otro te levante, antes de que caigas al precipicio? Mi mirada cambió, mis gestos se tornaron rígidos. Aun en este presente en que hace meses que te fuiste, mi rostro, a veces, es el espejo del espanto, de la solemnidad vuelta asombro.

Loa caminos que recorrí, sé, no son novedoso. Tal vez por ello este escrito sea un lugar común en el vaivén de los incontables duelos.

 

XI

 

Los subterfugios pueden tomar diferentes formas. Bajo la enajenación por el dolor quisiste huir. No era falta de amor a José. No era ni siquiera vivir una aventura. Tal vez te ayudó que después del esposo muerto no volviste sino a tener amantes. Cuerpos que tratan, durante unas horas de suavizar la corrosiva soledad humana. Tu vida de pareja seguía siendo un camino de aprendizaje. 

Era semana santa y tenías que presentar un libro. Te acompañó José. Y durante la espera para el inicio del evento apareció él, halagó tu mirada. Pidió mantener el contacto. Era un historiador desempleado. Esos días tú te quedabas con tu madre y quisiste suavizar la epidermis del adiós. Platicaste con el historiador y José se mantuvo alejado. Inconcluso el evento partieron tú y José porque habías dejado sola a tu madre. Silencio de tu pareja. Pero no del historiador que se comunicó contigo cuando estabas en el hospital con tu madre. Se lo dijiste. “mi madre está enferma”. Él respondió rápidamente que sabía lo que eso era, porque hacía unos meses su madre había muerto. Esa fue la clave para anclarte. Tal vez él podía explicarte cómo sortear los lutos, la desesperanza. “Ellas siguen, no se van”, como pócima mágica, como si no fueras una mujer letrada le pediste que te explicara. Como si fuera la primera muerte que enfrentaras querías reunir toda narración de las madres muertas. Como si fuera plena adolescente, aceptaste que te hablara de su duelo. Fue por ello que rondaste aquella calle que recién habías redescubierto cuando fuiste a un Museo: calle Regina y sus miles de bares. En uno de ellos se citaron. Él llegó con su guitarra porque dijo, también quería cantarte una canción. Empezó a hablarte de la energía y de que nos hay casualidades. Repentinamente apareció la digresión en el discurso: “Te ves bien”, aseguró, mientras te sonreía. Para ti no importó eso, sólo querías saber si su relato podría ayudar a sujetarte sola, sin sentir que el caos era tu mismo cuerpo. Porque la desesperación no podías apaciguarla con los medicamentos ni siquiera con los abrazos de José y su brega de amor hacia ti. 

Lo supiste, todo había dado un giro: él quería seducirte, coquetear. Halagaba tus poemas y te dijo que le gustabas. No es que olvidaras a José. No lo olvidaste. Tampoco te atraía seguir el juego del simple coqueteo. Sólo supiste que caías en la en la espesura de la vida. Podías haber discutido. Podías haberte parado de la mesa. Pudiste…Quisiste evadirte. Sentiste como si cayeras en algo espeso, soporífero. Entonces ya no fueron sus palabras a las que les prestaste atención. Los transeúntes y la misma calle hicieron la función de distractor. Su presencia pareció volverse lejana y sus palabras parte de un parlamento de una obra que estabas representando por azar. 

 

XII

 

El cuerpo de la madre, parecía, dejaba de tener nombre. Si su cuerpo menguaba y Patricia era la principal cuidadora. Tú merecías el castigo. Se trataba, ahora lo sabes, de un castigo extendido por tu cuerpo. Aunque en un principio te alarmó subir de peso, fue parte de los cambios con los que te hermanabas al ocaso que se mostraba de múltiples maneras. 

Cuando conociste al historiador era abril. Nadie sabía la fecha exacta de la navegación de la madre al territorio de Tánatos. Ahora que armas el relato, afirmas que dos meses después la oscuridad apareció. Es en una mínima distancia de tiempo que logras acomodar las piezas del rompecabezas en forma de autocastigo presentido. 

Tecleas y ves a la distancia cómo los cuerpos callan o gritan o simplemente dejan llevarse por la imperfecta brisa del dolor. Ahora sabes que tu cuerpo sigue sin pertenecerte, aunque puedes visualizar en lontananza las heridas infligidas. Acaso querías solidarizarte con el dolor de un cuerpo abrumado, a punto de claudicar ante tanta fatiga acumulada

Entonces recuerdas, reconstruyes aquel día de suplicio y locura. Aquel historiador te afirmó que las madres no se iban del todo. Fue lo único que grabaste en tu memoria. Después, cuando José te reclamó aquel encuentro, hubieras querido decirle que te sentías deforme y absolutamente vacía. Hubieras querido que él sintiera por un momento la horadada existencia cuando se carga durante cuatro años la muerte. Y fue por eso que te dejaste guiar. José, no había, rutas de amor ni de deseo. La palabra infidelidad rebotó en otros inviernos, en el de aquella mujer que era yo, sólo la nieve y la espesura del silencio la acompañaban. 

Compraste vino y te preguntaste cómo era posible que alguien que había perdido a su madre, hacía apenas tres meses, convocara a otro cuerpo. 

No pedirás un plañidero perdón porque ese encuentro nunca será asimilado por tu epidermis. No pedirás perdón, porque no dejaste de sufrir ni de amar a la madre. Sólo zarpaste a un barco que te distraía con su vaivén y te mostraba la ausencia de los lutos.  

Es verdad, José, ella compartió el derrotado cuerpo con otro cuerpo. Se castigó, pero tú no pudiste entender eso. Ahora, su madre está muerta y ella sigue sin cuerpo. Sigue buscando pócimas mágicas para que alguien le diga que la madre permanece. Los vericuetos del dolor son múltiples y a veces silenciosos. Por ello la mujer a la que dices amar no te narró aquel hecho. Deshecha estaba. Dos meses después, tú lo sabes, murió la madre. Y un mes después de aquella impronta de ausencia, tu reclamaste con una pregunta: ¿Por qué? Pero ella seguía en jirones y contestó sin vomitar el dolor. Lo sabes, no pidió perdón. No pidió clemencia. No podía porque su capacidad para elaborar discursos estaba oscurecida. Lo sabes, José, los dos faltaron a los acuerdos, por ello tú revisaste sus redes sociales. Ella dijo: terminemos y tú te opusiste.

Ella sigue buscando una brújula que no se la del amor romántico. Ella no quiere claudicar. Acaso recomponer su cuerpo. Su historia que ahora se compone de sueños con la madre.

Los lutos pueden llevarnos a realizar proezas aun en contra de la trillada palabra amor. Ella, ahora lo intuye, quiso caminar por la cuerda floja como la evasión mayor a sentir el dolor de someter su cuerpo a un cuerpo anónimo. Acaso quiso por un momento dejar de repetir obsesivamente la palabra: mamá.

Pero en tu cuerpo, José, sólo están tus lágrimas. Lo que crees la absoluta traición. Ella mira tus lágrimas y quisiera que fueran las de ella, porque jamás ha podido llorar por la madre.

 

XIII

 

Tú, la mecanógrafa vestida de negro, empiezas a recomponer las piezas, precisamente mediante la escritura. Por ello ahora puedes recordar que fue un mes después, acaso en julio cuando José te dijo que no estaba bien. Era un sábado y habías ido a consulta psiquiátrica. Querías que empezara una etapa de calma, de poder recordar sin la piel rota. De inventar ritos para saber cómo escribir nuevamente tu nombre. Pero no fue así, porque ese día cuando llamaste por teléfono a José y le preguntaste cómo estaba te dijo que mal. Te dijo que había roto una regla y sabía lo que había pasado con aquel hombre. Que deseaba saber por qué lo habías hecho. Y fue en ese momento que tuviste que controlar el estupor, el enojo, la vergüenza.  

Después de vivir siete años con Roberto, lo has dicho, no volviste a tener una pareja. Y José había llegado en un momento en que tu vulnerabilidad ya había aparecido, sólo que aún no gritaba como lo hizo dos años después. José llegó a enseñarte la solidaridad y los oleajes del amor entre un hombre y una mujer. Pero tú nunca supiste explicarle que en los vericuetos de la vida hay momentos en que se pierde la brújula completa, que en los andamios que debemos cruzar para amar al otro encontramos caminos sinuosos que nos hacen romper lo que nos han hecho llamar fidelidad.

Tú aquel día te quedaste muda. Crees haberle dicho que sí lo amabas. Así utilizando el adverbio sí. Quisiste poner de ejemplo parejas abiertas como la de Simone de Beauvoir y Sartre. Pero José no conoce aquellos personajes, sólo se deja guiar por lo que él interpreta como traición. Y tú, muda ves que llora y quisieras salir corriendo de esa escena.

 

XIV

 

¿Cómo se conocieron tú y mi papá? Un día te pregunté, mamá. Pero en esta reconstrucción de los hechos no quiero reproducir que mi papá te abordó afuera de tu trabajo. Quiero decir que la impronta con la que voy caminando cada día es ser hija de la obligación. Sí, porque tú un día me dijiste que no sabías que existían otras opciones para las mujeres. Inferí, aquel día que hablaste, que no te casaste por amor. “Quería huir de mi papá. No nos dejaba tener novio. Me veía con tu papá a escondidas”. 

Muchos años después, cuando estabas enferma, me atreví a preguntarte si sentías placer con mi papá. “al principio sí. Después ya no.” No me atreví a preguntar hasta dónde el antes y el después. Te confesé entonces que lo mismo había vivido con Roberto. Me dijiste que yo era joven y que hubiera podido cambiar la situación. Quise, mamá, decirte que eso lo aprendí años después cuando recuperé mi voz. Y mi cuerpo. 

Mamá, vi llorar a José y yo no podía arrodillarme a pedirle perdón, ¿Perdón de qué? Porque los planos del amor que hemos dibujado José y yo parecen ser de diferentes colores y diferentes trazos.

Mamá, vi llorar a José y preguntarme: ¿Qué va a pasar? Yo, aún envuelta en la incredulidad de tu muerte no sabía qué hacer porque sólo había un cuerpo deforme ante mí y un dolor inefable: el mío. Mi pareja lloraba y yo quería renunciar en ese momento a la vida en pareja y quedarme en posición fetal repitiendo una y otra vez tu nombre. 

  También hubiera querido llorar como José, pero mi represión impedía hermanarme con él, quien se marchó con lágrimas en los ojos y yo quedaba azorada ante el trabajo de tener rearmar una representación del amor.

 

EPÍLOGO

“En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad

 y al mismo tiempo a observar viejas 

tarjetas postales que la representan como era […]”

 

Ítalo Calvino, Las ciudades y la memoria 5

 

 

Me encuentro en la misma ciudad. No hay energía ni dinero para mudar de sol. Me quedo en la ciudad que te vio nacer, madre y con parsimoniosos pasos voy a tu casa a buscar fotografías que sean los vestigios para reorganizar mi mundo. En esas representaciones observo el pasado como el absoluto eco de la ausencia, también como icono de la nostalgia.

Un hombre llora en esta ciudad porque duda de mi amor y yo sólo tengo fuerza para acomodar mis postales en mi trozo de narración.  Tal vez, no sé pronunciar el amor. No sé, después de ser un cuerpo destrozado, esbozar explicaciones de una conducta que quizá a algunos les parezca inicua.

En mi propio cuarto veo esas fotografías de ciudad. Lo sé, son sólo la representación del recuerdo y aquí también Maurilia se desdobla en el eco de lo que yo me aferro a imaginar, mientras trato de aceptar que los cementerios de la ciudad son verdaderos.

CDMX, mayo, 2020

Imagen: “Desde el otro lado” de Guillermo D ¨Anna 

 

PROBABILIDADES Y OTRAS MINIFICCIONES

DE UN HOMBRE DIMINUTO

Ricardo Bugarín

 

 

PROBABILIDADES

 

A veces la satisfacción no me alcanza como no me alcanza el dinero o los beneficios de una dieta. Debo intentarlo de nuevo y si no resulta, ser reincidente. Puede suceder que, de lo contrario, me canse y decida detenerme antes de llegar a la meta. Puede suceder, entonces, que la satisfacción, el dinero y el beneficio de una dieta se me tiren encima y disminuyan toda mi entereza. Ante tales resultados debo recordarme que las probabilidades no son muchas y que las cosas suceden a veces pero, a veces. También me suele ocurrir que, a causa de un músculo rebelde, pego una patada involuntaria, me doy contra la pared y me caigo de la cama.

 

HOMBRE QUE HUYE

 

Hay un hombre que huye. Lo hace de una manera despavorida. Sabemos que huye de su propia sombra. No queremos distraerlo de ese intento fugaz pues sabemos que pronto vendrá la noche. Tal vez entonces, se detenga. Tal vez cambie de actitud y se reconcilie consigo mismo. Por lo pronto ha alcanzado tanta ligereza que vemos que se pierde en el horizonte. Tal vez no se pierda sino que cruce la línea del horizonte y del otro lado de ese umbral vuelva a encontrarnos viéndolo pasar y con el deseo intacto de no distraerlo de su aciago destino.

 

PROCURARSE LA CALMA

 

Debajo de la cama me encontré arrodillado. Me pareció extraño verme en esa situación. No soy de los hombres que se ocultan y muchos menos debajo de una cama. Verme cara a cara debajo de un colchón es una experiencia extraña. Mucho más extraño es advertir que esa no es mi cama, que esa no es mi habitación, que esa no es mi casa, que esa no es mi ciudad. Alguien debe estar soñándome o yo me he extraviado por motivo de una distracción. En algún punto radica el problema y en otro, estará la solución.

 

PRÁCTICAS PRIVADAS

 

Usted se detiene en sí mismo. Se libera por unos instantes y comienza un trayecto que va desde el cerebro reptil a los extremos subcutáneos de sus pies (no digamos hasta la punta de sus uñas porque eso está muy trillado y esto es otra cosa). Va encontrando sorpresas. Algunas le agradan, otras no. Hay momentos adiposos y otros laxos. Algunos hallazgos emocionan por su estado de conservación. Otros acongojan pero, son disimulables. Después de un tiempo prudencial de recorrido, junta todo y vuelve a colocarlo en el envoltorio original. Limpia los enseres del desayuno y, como buen hombre que es, se marcha a su trabajo.

 

OTRO INTENTO

 

Con un té voy a aflojar la pesadumbre que se ha adherido a mi vida. Intenté con tenazas, pinzas, escalpelos pero, nada funcionó. Polvo para lavavajilla, destapa cañerías y azufre diluido en bencina, no fueron de ayuda. La pesadumbre se obstina en perdurar, en señorearse por mi vida y mi persona. La he visto probarse mis mejores trajes y admirar con deleite mi calzado. Supe, también, que le ha enviado notitas pecaminosas a mi mujer y confidencias falsas a mis compañeros de oficina. Ahora, para el momento del té se precisa una concentración cuidadosa. Es muy necesario todo el silencio del universo y una fuerza de voluntad casi sobrehumana. El problema es que parece que, a último momento, la voluntad se ha ido de vacaciones.

 

SUEÑOS

Tengo sueños capilares. A veces son subacuáticos pero, generalmente, son rizomas texturados ascendentes que se enredan en tu garganta. No te lo comento pues temo que te asustes y decidas abandonar el aljibe. ¿Cómo contarte que a veces sueño con un transatlántico?, ¿cómo confesarte que un buque fantasma anda orillando nuestras costas?, ¿cómo decirte que he visto a un náufrago del otro lado del brocal que nos circunda?. Te parecerá que alucino, que tal vez comida en descomposición ha producido mi febril estado o que una pesadilla de infancia está golpeando mi presente. De todos modos estos sueños ya no me desvelan, no me atemorizan, se destiñen con el cloro y he descubierto, finalmente, que se vuelven inofensivos.

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Martes, 16 Marzo 2021 20:31

El adiós a “La Safo” / Sergio Salinas /

 

 

El adiós a “La Safo  

Sergio Salinas

 

“Las cosas que terminan dan paz y las cosas que no cambian
comienzan a concluirse, están siempre concluyéndose.”

José Donoso, “El lugar sin límites”

 

¡Ay, mi querida Safo, hace tanto que no me acordaba de ti! Pero hoy precisamente pasé por nuestro edificio en tu calle de Santa Sor Juana, donde creciste con ella como una de tus musas y encontraste el amor a las palabras, esas que de tu boca borbotaban como de una fuente. Recordé esas tardes de domingo de ensueño en los lavaderos de la azotea. La frescura de nuestras sábanas, el aroma a jabón Zote y tu evidente cruda se mezclaban mientras lavabas esos hermosos vestidos de lentejuela que usabas las noches anteriores. Esos que entre tú y tu madre confeccionaron, los que reflejaban tan bien la luz del sol vespertino entre las burbujas, como también reflejaban los reflectores de los escenarios que llamaste hogar. ¡Cómo pude olvidarte por tantos años! Una estrella como tú aún sigue brillando, pero detesto recordar historias tristes y la tuya me llena de tanta culpa. Pero a pesar de lo cabrona que fue la fortuna contigo, hoy me atrevo a ponerle fin a esta amnesia voluntaria para no permitirme borrar tu gran recuerdo de la faz de mi memoria.

Te conocí sólo por tus relatos, por tus versos, por las canciones que con enjundia entonabas. Daba lo mismo si te pedía un soneto de Pita Amor o “Tu muñeca” de Dulce. Siempre me fue tan difícil darle rostro de diosa a un chiquillo diseñador veinteañero flacucho y tostado. Lo que de altura te faltaba, tu nombre te alzaba al cielo y tu voz estruendosa al edificio cimbraba. Hacías hablar hasta a los ladrillos de la azotea. No era de sorprenderse que después de varios domingos coincidiendo también conmigo harías sucumbir enamorado a las tertulias de lavanderas. Así te conocí, hasta aquel domingo que no apareciste.

En las noches de sábado sobre mi techo escuchaba tus tacones punzando el suelo, tu puerta cerrándose de chingazo y tu infame grito de “¡buenas noches, vecinas!” que exasperaban a los más viejos de aquel edificio de Santa María. Más de uno quiso golpearte, pero con tu labia y sensualidad femenina, les encantabas con tu casi infantil candor. Un par de veces me asomaba con la excusa de un cigarro en mi balcón para despedirme de ti, como si hubieras sido mi gran amiga, mi pequeña novia, y tú con tus pelos de Amanda Miguel o de la diva ochentera que tocara encarnar esa noche en los bares de República de Cuba, me volteabas a ver y me mandabas un beso tronado. Luego recuerdo esas madrugadas en que regresabas bien entonada, declamando a Sor Juana, despertando a todos.

Fue una madrugada de domingo cuando me levanté a tomarme mi café y a esperar escuchar tu alboroto, que ese alboroto no sucedió. Llegaste tarde, directa a la azotea, donde te esperaba para nuestro chismecito, pues a esa hora siempre recitabas tus trapitos al sol, como heroína de las noches. Esa tarde fue distinta. Andabas contentísima. Recuerdo que te expresé mi preocupación cuando no apareciste como siempre y tú con soltura me confesaste: “no seas celoso, pasé la noche con un gran amor”.

|A aquel canalla lo conociste saliendo del antro. Andaba de juerga el hombre, en alguna cantina cercana y se le hizo fácil ir a buscar a un “maricón”. Y tú, en tu gracia ingenua, tu sed de amor, le viste tan guapo que en algún callejón húmedo del centro se ahogaron en más tequila y pasión. Estabas orgullosa de haber cazado a tan viril cuarentón, aventurero como tú.

Pasaron los domingos y dejaste de ir a lavar la ropa. Dejé de escuchar las aventuras de “La Safo”. Siempre pensé que te habías puesto aquel nombre por “zafada”, porque loca como tú no existe, pero fue por el nombre de otra mujer trágica que el poeta de tu amado y difunto padre solía nombrar. Hasta ahora sé que el destino te hizo una perversa jugarreta al escoger ese nombre, al escoger a ese hombre, a ese tu Faón.

Nunca supe qué fue de ustedes dos en ese mes. Esa historia me llegó en fragmentos, en pedazos de rumores como ecos en los pasillos del edificio, en pedazos de las trifulcas fuera del portón entre tú y él o los llantos de tu anciana madre que atravesaban los muros. Tu voz dejó de inundar estrepitosamente las costas de nuestros oídos, el brillo de tus lentejuelas se fue descosiendo. La oscuridad de aquel cabrón te domaba. Ahora eras el peor despojo mudo, un fantasma desangrándose en lamentaciones sobre Eje Central, caminando con el tacón roto hasta los brazos enclenques de tu madre. ¡Ay, mi querida Safo! No entendiste que en ese hombre cobarde no encontrarías el amor de tu padre muerto; ese sólo podrías reencontrarlo en el Cielo.

Todos sabíamos en el edificio tu trágica historia. Cada verso alegre que ya no nacía de tu pecho fue una advertencia. Pero preferimos no involucrarnos, como los televidentes no intervienen en el desenlace de la telenovela. Te miramos decayendo en silencios, enamorada de un hombre casado y discreto. Me arrepiento tanto de haber sido solo un morboso voyerista de tu declive, un testigo pusilánime, un aliado de tu desventura. ¡Me arrepiento de no haberte dicho adiós!

Aquel lluvioso domingo no regresaste. Escuchamos a las sirenas azules y rojas llorándote a lo lejos. Asomé el corazón por el balcón y pude ver tu fantasma regresando en lentejuelas, enamorada de las palabras, mas no fue sino un aire de tu ausencia, pues aquellos policías te llevaban en una brevísima declaración para tu madre, para notificarle que era necesario ir a reconocer tu cadáver.

Fue el lunes camino a la Universidad cuando leí en la nota roja que a putazos habían callado tu voz escandalosa. Me lastimó el alma leer de algunos redactores rufianes tus últimos momentos y aunque decían no saber quién era el culpable, todos sabíamos quién te había molido a golpes afuera de los Finisterre, en el mar de las lluvias de agosto sobre San Rafael. ¡Ay, Safo! No fue el mar violento sobre tu piel que te resquebrajó la vida como a tu homónima, si no los puños de un cobarde y sus compadres, que te citaron en los baños con una trampa amorosa, para borrar de él un amor indeseado y el reflejo esplendoroso de un brillo que envidiaba. Te viste seducida por una promesa de perdón y olvido, tentada por la muerte o por el reencuentro con tu padre y caminaste a un inminente suicidio, para cumplir un injusto y despreciable destino. Nadie fue para ayudarte a plena luz de la mañana, nadie fue para acusarlo, nadie fue para socorrer a tu madre en la desdicha. A esta Safo, a ti nuestra Safo, no te mató el mar, te matamos toda la pinche gente.

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Martes, 16 Marzo 2021 20:22

El tatuaje Por Felipe Díaz

 

 

El tatuaje

Felipe Díaz

 

— ¿Por qué tatuarse unas alas? — Preguntó Eduardo después de varios minutos de haber aterrizado su mirada en la espalda desnuda de Tatiana. El tatuaje era fastuoso: unas alas, cuyas plumas se extendían de hombro a hombro y del cuello a las dorsales.

— Yo no elegí el tatuaje… las alas me eligieron a mi— respondió Tatiana somnolienta y pausadamente. Él se echó a reír con franca vulgaridad. Ella levantó con sutileza la cabeza y con la mirada le respondió que le daba lo mismo si le creía o no.

El silencio y el transcurrir de algunos segundos, hicieron crecer la pena y la intriga en Eduardo. — Bien, ya dime, ¿cómo es eso de que las alas te eligieron?

 

Ella se sentó de frente. — No existe mejor tatuadora que Pandora. Su trabajo está más allá del entendimiento humano. Su arte ha recorrido el mundo y lo puedes admirar en las mejores revistas de tatuajes. Yo estuve en lista de espera durante cuatro meses. Y, créeme, pagué bastante por mis alas, sin saber que, el día que ella me recibió, saldría con ellas. Yo quería unos alcatraces en mi pierna derecha, a todo color… pero ya sabía cuál era su manera de trabajar, iba dispuesta a servirle de lienzo. Ella me aclaró que jamás utilizaría a alguien de lienzo, que en ese caso preferiría hacer otro tipo de arte. Yo sólo descubro lo que en el alma ha estado lleno de máscaras y lo pongo a germinar en la piel —me dijo—. Nos sentamos cara a cara, me tomó de las manos y se puso a meditar, digo meditar porque nadie me cree cuando afirmo que estaba en trance. Tú no eres un alcatraz, mi niña, no eres para estar atada a la tierra —susurró, sin que yo hubiera mencionado los alcatraces—, al contrario, tu alma es inquieta, ligera y volátil. Sin dar más explicaciones, me colocó boca abajo en una camilla y comenzó a tatuar. Al inicio lloré con mucho dolor, como si las lágrimas fueran de sangre y arrancadas del corazón. Para distraerme y hacer más llevadero ese sufrimiento, particularmente cuando trabajaba cerca de las costillas, intentaba hacerle plática. Nada, ignoró mis palabras, no dejó de trabajar un sólo momento. Únicamente me daba descansos cuando cambiaba la tinta. Y yo aprovechaba para tomar un respiro y agua. Después, hubo momentos en los que me dormí, pese al dolor, o quizás… estaba también en trance. Recuerdo que vinieron a mí imágenes de mi madre, de mis primos, de un viaje a Veracruz, la escuela a la que iba de niña; visualicé mi primer orgasmo… recuerdos que nunca había hecho conscientes en ese momento flotaban y bailaban al sonido de la compresora, frente a mis ojos cerrados, vívidos, como si los pudiera tocar.

 

No utilizó dibujos, no necesitó fotografías, no bocetónada, tampoco hizo trazos en esténciles, simplemente grabómi piel. Cuando terminó, hizo que me levantara y me llevó a una recámara con espejos en los cuatro muros. Lloré sin poder contenerme. Mis alas, mis hermosas alas, movieron unas lágrimas que, entonces, mi alma lloraba de gusto, de libertad, de realización… Me sentía ángel, o paloma, o cóndor… Me dieron ganas de volar, realmente volar. Sentí como si pudiera moverlas, aletear. Floté… o al menos así me pareció.

 

Eduardo se levantó, corrió la cortina. La luz del alumbrado exterior avivó aún más el desinhibido plumaje.Tatiana parecía una sílfide.

— Está precioso. Tendrás que pasarme el teléfono de Pandora. Nunca he tenido la intención de tatuarme, pero con ella, seguro que lo hago.

— Muy tarde, ya no vive en la ciudad. No tatúa más.

— ¿Por qué? ¿qué pasó?

— Me interesé mucho en ella. Quise conocerla más, era como una sanadora ¿sabes?, una médium, una chamana. Un domingo en la mañana toqué a su puerta, llevaba un termo lleno de café. Ella dudó unos segundos y después me invitó a pasar. No puedo decir que nos convertimos en amigas. No es el tipo de personas con quien puedas platicar de noviazgos, ropa o películas, o de cualquier banalidad. No, tienes que elegir un tema que le interese y sea un reto a su pensamiento. A veces pasaba varios minutos en total silencio, con los ojos cerrados, pero sonriendo, muda; meditando… creo. Me platicó que aprendió a tatuar con técnicas ancestrales, y poco a poco empezó a… mmm… leer el alma de sus clientes. Cuando no recibía ideas o cierto tipo de vibraciones que le indicaran qué tatuar, simplemente les decía que no podía hacer el trabajo y les cancelaba, así nada más, sin pena, en su cara. Nunca accedió a tatuar algo distinto a lo que ella sentía. Sólo una vez… la última, porque fue forzada a hacerlo…

— Bueno, ya cuéntame ¿qué pasó?

Se puso de pie, caminó al refrigerador y destapó una cerveza— Pandora iba a tatuar a mi amigo Santiago, a quien yo había recomendado. El día de la cita, en cuanto le abrió la puerta, un tipo, junto con tres guaruras, los empujaron hacia el interior del departamento. Uno de los gorilas tomó a mi amigo por el cuello y el patrón le dijo a Pandora: “Perdón por los modales, mis amigos son un poco atrabancados. Haz lo que te digo y todos estaremos en paz y habremos ganado. Me han contado que eres muy buena tatuadora, y hoy amanecí con ganas de tatuarme un dragón en la espalda. No te preocupes por el dinero. Tatúame y tu clientecito estará sano y salvo. ¡Apaguen sus celulares!”. Sacó una hoja que tenía impreso un dragón chino. Le estaba pidiendo un tatuaje Yakuza.

— ¿Era de la mafia china?

— No tenía nada de chino, pero sí de mafioso. Por más que ella le explicó que no era su manera de trabajar, que era ella quien decidía qué tatuar. Él se rio y le dijo “el que paga,manda; quien llevará la piel marcada seré yo, así que ponte a trabajar, mija”. Mientras decía esto, a Santiago le doblaban con fuerza su brazo. Pandora, contrariada, no tuvo opción y le pidió que se acostara en la camilla. El trabajo era muy complicado, lleno de color y de gran tamaño. Después de algunas horas, ella le pidió que hicieran una pausa, necesitaba descansar. Ellos hicieron unas llamadas y en unos minutos tenían un servicio de comida tocando en la puerta:carnes argentinas, refrescos y botellas de whisky. Ella aprovechó el tiempo para dormir un poco.

 

Empezó a tatuar a las once de la mañana y concluyó a las cuatro de la tarde… del día siguiente. El trabajo era impecable: las cúspides agresivas del dragón se deslizabanpor el costado izquierdo, cruzaban la espalda y se asomabanhacia el frente, por el hombro derecho. Los colores parecían tener luz propia: rojos, amarillos, verdes, morados; contorneados por un negro vibrante.

 

Se fueron tan intempestivamente como llegaron. El departamento quedó desordenado, con desechables por todos lados y apestando a porro. Le dejaron cincuenta mil pesos en la mesa.

 

Santiago me llamó esa misma tarde para contarme y fui a verla. Cuando llegué, ya estaba haciendo maletas. —No puedo quedarme. Tú tampoco deberías venir. Esa gente está endemoniada—. Entre las dos guardamos sus limitadas pertenencias. Un poco más tarde llegó la dueña del departamento, le explicó lo ocurrido y le entregó un sobre con dinero. Le recomendó no rentar el departamento durante algún tiempo.

 

Tres semanas después me llamó la casera, los individuos regresaron a buscar a Pandora. El jefe estaba fuera de sí. Abrió la puerta a patadas gritando groserías. Al parecer el tatuaje estaba perdiendo el color y algunos rasgos empezaron a esfumarse de la piel.

 

Días después, el fulano armó un escándalo en un centro comercial. Desnudo de la cintura para arriba, berreaba en la fuente central de la plaza: “Maldita Pandora, ¿qué me hiciste? ¡Mira mi cuerpo! ¡Me las vas a pagar, estúpida!”. Su espalda estaba roja, como encendida, y el tatuaje estaba perdiendo la forma de dragón.

 

— Ah, claro, era El Balas, el sicario que capturaron poco después de hacer su teatrito.

— Exactamente. Por más que sus guaruras trataron de controlarlo, no pudieron hacer nada. De hecho, lo abandonaron cuando sacó su arma y comenzó a disparar sin control. Se hizo un escándalo en la plaza, llegaron reporteros y militares. Se aventó a la fuente para calmar el ardor en la piel y ahí lo capturó la autoridad, ridículamente fácil, muy penoso.

 

Días más tarde, el secretario de Seguridad Pública informó que se había quitado la vida en un penal de máxima seguridad, ahorcado, se sospechaba que sus jefes lo habían mandado matar, para que no “cantara”. En las redes sociales trascendieron otras historias, las de los compañeros de celda: “Vimos como el maldito tatuaje cambiaba día con día, iba perdiendo la forma de dragón y se iba convirtiendo en serpiente, ¡por Dios que el maldito dibujo se transformaba y avanzaba en la piel! Sus gritos eran desgarradores, hasta que ya no tuvo voz ni aire para gritar. ¡La serpiente lo ahorcó!”.

 

— Cuando vi las fotos en los periódicos… efectivamente… tenía tatuada una serpiente alrededor delcuello, morado, estrangulado.

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Martes, 16 Marzo 2021 18:17

HEMOFOBIA / Aída López /

 

 

HEMOFOBIA

Aída López

 

Cuatro pies entrelazados, las uñas esmaltadas en morado y negro, era lo único que sobresalía de entre las sabanas color bermellón. En la habitación recién iluminada por la aurora, dos mujeres, una a un lado de la otra, sin visibles marcas de violencia, permanecían silenciosas, como dormidas, aunque los que estaban ahí las sabían muertas. Cualquiera podría imaginar que reposaban después de horas de orgasmos; lalente no alcanzaba a ver la diferencia entre estos y la muerte. Los agentes escudriñaron los cuatro metros cuadrados de paredes blancas y alfombra vetusta apenas decoradas con el poster de un grupo desconocido de rock. Registraron cada detalle, el más mínimo podría servir para esclarecer los hechos. El sol había comenzado a hacer sus primeros estragos, el bermellón ahora candente ofuscaba las pupilas que poco a poco iban cediendo al exceso de claridad. Claridad que necesitaban para encontrar las pistas que los llevarían a resolver el crimen, suicidio o lo que fuera.

 La fotógrafa sacó de su bolsa un par de guantes blancos y se los colocó en sus manos temblorosas, mismos que enseguida absorbieron el sudor destilado. Cuidadosamente destapó los cuerpos. Parecía que tenían un acuerdo entre ellos, estaban cuidadosamente acomodados, los brazos de ambas estaban cruzados tocando el sexo de la otra, los dedos de una se perdían entre el vello púbico de la otra. Sus carnes tatuadas, perforadas, escuálidas y descuidadas, dificultaban calcular las edades. Una era visiblemente mayor. Después enfocó con temor la lente hacia el único buró que se encontraba al lado izquierdo de la cama. Encima estaban dos copas vacías, una botella a medio terminar de cerveza Palma Cristal, un cenicero con seis colillas de Benson mentolados y junto a este una cajetilla con aún tres cigarros sin fumar; hojas de papel arroz y una pequeña libreta parecida a un directorio. En el piso entre la cama y el buró, un calcetín de hombre, azul marino, al revés.

 Posterior al recuento de los hechos, acordonaron el sitio y el equipo de investigación bajó del cuarto piso en busca de la salida. Una voz de mujer blasfemódesde el interior de uno de los departamentos cuando los vio pasar: Así tenían que acabar, acotósentenciosa, siempre lo dije, ese tipo de cosas que no son de Dios, tarde que temprano son castigadas. Eso de meterse entre mujeres es del diablo y peor aún,cuando se meten entre varios. El Ministerio Públicoaprovechó la lengua suelta de la mujer, la dejó hablar mientras le hacía preguntas, mismas que eran respondidas a borbotones como lava expulsada de un volcán: verá, varios vecinos ya se lo habíamos dicho al dueño que no debía rentarle a putas o maricones, menos a lesbianas, o a drogadictos, pero con tal decobrar su renta no le importó, ahora a ver cómo sale de este lío. ¿Usted vio algo raro anoche?, preguntó un agente, pues raro todo desde que se cambiaron hacetres meses, respondió. Salían de mano hombres con hombres y mujeres con mujeres, hasta extranjeros.Olían a hierba, como a petate quemado, espetó la mujer.

 Mientras esperaban la llegada del forense para ellevantamiento de cadáveres, la fotógrafa tomó imágenes del exterior. La calle arbolada, uniformada con edificios amarillos de cuyas azotehuelasserpenteaban telas de colores, lograban distraerla de su ansiedad. Los carros estacionados, las placas, los transeúntes, la fachada de la casa de enfrente con el anunció: “Se vende yelo”.

 Intentaron reconocer algún rostro, algo que pudiera despejar el enigma. Parecían envenenadas a laRomeo y Julieta. Nadie hablaba, solo cruce de miradas, como si alguno tuviera la mejor línea de investigación que los llevaría a la verdad.

 En el camino no encontraron nada que pudiera llamar su atención. Algunos bares entreabiertos derramabanagua jabonosa, vendedores ambulantes, una tienda de abarrotes desolada en la esquina. Cien metros a la redonda y sin una pista aparente de lo sucedido en el sórdido departamento de la calle Oyamel del paradisiaco Cancún.

 Cuando llegaron a la oficina la fotógrafa se sintió mareada, con nauseas, pálida y temblorosa pidió permiso para retirarse. A últimas fechas decía que no le hacía bien estar en la escena del crimen, eso la ponía mal debido a que estaba desarrollando fobia a la sangre, afirmación que sostenía aun sin tener diagnóstico médico e incluso en escenas sin sangre. Los síntomas disimulaban el verdadero origen de su nerviosismo.

 Salió a esperar a un taxi. Le urgía avisar al “Cubano”. La botella de cerveza en la habitación abriría una línea de investigación hacia personas de esa nacionalidad, que llevaría a desmantelar la red de pornografía para la cual ella se desempeña en lo mejor que sabía hacer: tomar fotografías.

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Rezo luego existo

Adrián Eduardo Albores Martínez

Las novenas de mi pueblo me traen gratos recuerdos, existen las novenas dedicadas a los Santos, también las novenas para salvar las almas de los seres que dejamos de verlos, escucharlos y quizá sentirlos. A esas personas que ya jamás se les verá comprando en él tianguis, asistiendo a misa, paseando o sentado en alguna banca del parque o simplemente caminando por el pueblo. Cuando alguien muere joven es una fatalidad, existe profundo dolor y la resignación es más lenta, en cambio quien fallece, está en edad avanzada, el dolor es menor (probablemente). Entonces deberíamos de hacer de esa su novena, nueve días de celebración, fiesta por haber llegado, a lo mejor a cumplir cabalmente su ciclo de vida. Después de tantos años de haber vivido, seguramente esa persona ha hecho una novela, no escrita de su vida, —¿imagínense que todos escribiéramos nuestras anécdotas o nuestras historias más sensibles? —el planeta sería una biblioteca de experiencias, sería un legado muy especial a las generaciones venideras, sería un árbol literario de profundas raíces e inmensas ramas. En fin, la muerte no sería tan tétrica, dolorosa y trágica, sin embargo; gracias a las novenas, el duelo es menor. Las novenas son un regocijo de muestras cariño y amistad, donde los vecinos, amigos y familiares acompañan a los dolientes, tratando así, de hacer más compartida, menos dolorosa y triste la despedida del ser querido.

Yo en cambio, de niño las novenas me alegraban. Recuerdo bien que cuando doña Lucila, mi madre; vestía alguna ropa discreta y se disponía a asistir a un rezo. Mi corazón se alegraba, después esperaba con ansia su regreso del rezo novenario. Desde la calle de pie, frente a aquella casa donde viví, esperaba su regreso, mi objetivo estaba centrado en la variedad de bocados, galletas o pastelitos que mi madre llevaba y bien sabía que eran para mí. Comprendo ahora el sacrificio que ella hacía en no comérselos, con la única intención de ofrecérmelos, yo como el crío de pájaro que con algarabía espera la llegada del ave madre, abriendo el pico en espera del primer bocado. Así era yo, brincaba, reía y danzaba; cuando ya tenía el banquete en mis manos. Por eso las novenas me gustan, para mí, siempre han sido una fiesta que remata en tamales de hoja, café, pan, chocolate y con suerte hasta jerez (por qué hasta eso reclamaba). Ahora cuando escucho el murmullo del santo rosario, huelo a incienso o veo a señoras vestidas de negro y además llevan en sus manos un platillo. Me detengo, suspiro, recuerdo mi infancia y pienso en Lucila.

 

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