
Matías Mateus
Matías Mateus (Montevideo, 1985): Narrador y poeta.
Publicó el poemario “Amores, desencuentros y pasiones” (2010) y las novelas “Paraíso y después” (2014) y “Una hora de eternidad” (2015). Antologó “Distancias del agua: Narrativa cubana y uruguaya del SXXI” (2012). Participó en diversas antologías entre las que se destacan: “El Manto de Mi Virtud: poesía cubana y uruguaya del SXII” (2011) y “XIX encuentro internacional de poetas, Zamora, Michoacán” (2015, México). “Voces de América Latina II” (2016, República Dominicana). Textos suyos formaron parte de la muestra de poesía visual “Entelequia”, que se expuso en el año 2016 en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.
Obtuvo los premios: Narrativa joven de la Casa de los Escritores del Uruguay (2014) y VIII Concurso de Poesía Joven Pablo Neruda (2015). Entre las menciones que obtuvo se destacan el Premio Juan Carlos Onetti, categoría poesía (2014) y el Premio Gutemberg de Narrativa (2015).
Una hora de eternidad / NOVELA COMPLETA / Matías Mateus
Una hora de eternidad
Matías Mateus
“Cuando cortejas a una bella muchacha,
una hora parece un segundo.
Pero si te sientas sobre carbón al rojo vivo,
un segundo parecerá una hora.
Eso es relatividad".
Albert Einstein
Minuto 1
—¿Desea algo más, caballero? —repitió el mozo, al igual que en las noches anteriores.
—Así está bien —contesté con austeridad y esperé la cuenta.
Volví a la noche dentro del café, allí, inmerso en esa negrura me sentía cómodo. Seguramente el interior del líquido frío guardaba una estrecha relación con la sustancia cobijada bajo mi espesa calvicie.
Cuántas incógnitas palpitarán en el consciente del mozo, cada vez que me siento delante de él a mirar cómo se enfría el café. Sin dudas, su curiosidad deber tener dimensiones extraordinarias.
Doy fe de que se referirá a mí con un apodo ingenioso y a esta altura tenga un sinfín de conjeturas incapaces de desnudar lo que habita en mi interior, aunque yo tampoco soy idóneo para decodificar con precisión el sentimiento que hace tiempo me embarga.
Lo único inobjetable es la bondadosa propina que siempre le dejo.
Minuto 2
Pobre tipo, algo jodido debe haberle pasado, pensé. Algún día voy a sentarme a su lado y le preguntaré qué lo trae aquí noche a noche a ver cómo se le enfría el café.
Apagué las luces del boliche, cerré y caminé hasta la parada del ómnibus
—Aunque el local esté desierto, nunca lo cierres antes de la una ¿Me entendiste? —me dijo el dueño cuando me dejó de encargado.
—Usted es el jefe —respondí sin darle mayor importancia.
No tenía necesidad alguna de llegar temprano, pero tampoco me seducía quedarme dentro de esa pocilga. Me reí al recordar a uno de los personajes de Hemingway, cuando le decía a su compañero, si no temía llegar a su casa antes de lo previsto.
Se me ocurrió que luego de la resignación solo queda transcurrir. Se acercó el ómnibus y titubeé en hacerle seña o no. Finalmente me decidí, extendí el brazo y encomendé mi suerte a todos los santos para encontrarla profundamente dormida al llegar.
Minuto 3
Es imposible verse al espejo y encontrar algo limpio cuando la mentira se abre paso a trompadas. Incluso proteger esa pizca de dignidad, que te grita diciendo: Sí, tenés razón. Todo es mentira y nada cambia en lo más mínimo.
Una masa grasosa con olor a cerveza, que mea fuera del wáter; con el grito desaforado de gol los domingos por la tarde como única sensación genuina. Al menos así empecé a verlo poco tiempo después de habernos casado.
En adelante, preferí abrirme de piernas, para que la sangre de la juventud haga revivir los placenteros años de otrora y experimentar los orgasmos que en veinte años, Cara de morsa, con su pija mal oliente, jamás me hizo sentir. Soporté esa cadena de mentiras para protegerme bajo su techo de la intemperie y de la chusma cuando un pendejo le devuelve la vida a mi desflecada vagina. Es más fácil aferrarse al amoldado prototipo que data de tiempos inmemorables, que comenzar una vida como la gente.
Minuto 4
No es la primera vez que veo al gordo Cara de morsa a menos de una cuadra de la casa. Cada vez que lo cruzo queda mirándome mal. Estoy seguro de que sospecha lo de su mujer conmigo. Mejor no vuelvo más.
—Andá, Santiago, antes que llegue el gordo —me dio un beso y metió unos billetes en mi bolsillo—. Mañana pasá un ratito antes y convídame con lo que consigas.
—Dale, Beatriz —saludé y me fui. Aunque comprendo que con el gordo está mal, me jode el papel que me hace jugar. Agradezco que dos por tres me mata el hambre y me de algunas monedas para mis cositas, pero creo que no vale la pena arriesgarse tanto.
Entré a casa en silencio, no anda bien mamá y le cuesta descansar. Le dejé plata sobre la mesita de luz, le di un beso en la frente y salí. Hace días no hablamos con la vieja, cuando llega yo estoy durmiendo y viceversa. Para peor papá tuvo que embarcarse nuevamente. Su cabeza debe volar por mi culpa. Como si ya no tuviera suficiente.
Minuto 5
—¡Santi! —grité. El interminable ruido del goteo y los metales chocándose entre sí me aturdían—. Mi amor ¿Estás en casa? —El goteo dentro de mi cabeza se acentuó luego que llamé—. Dónde se habrá metido este chiquilín.
Bajé los pies al piso y vi algunos billetes doblados sobre la mesita. Siempre me deja algo, pero desconozco el origen del dinero.
—Vení acá, hijo de puta —escuché que alguien decía en la calle—. Te voy a matar, la concha de tu madre —corrí un poco la cortina para ver y escuché un balazo a metros de la puerta.
Volví la cortina al lugar y me dejé caer sobre la cama. El sonido en mi cabeza me enloquecía. Las goteras, los metales y ahora el gemido que provenía del otro lado de la pared.
Dejé pasar algunos segundos y volví a asomarme por la ventana.
Minuto 6
¿Dónde metí las llaves? ¿Dónde carajo dejé las llaves? Es demasiado tarde como para volver a la calle a buscarlas.
—Abrime —susurré, tratando de no llamar mucho la atención en el silencio de la madrugada—. Abrí que me mandé flor de cagada —parecía que no había nadie adentro—. Soy yo —insistí más fuerte—. Abrí, dale.
Me asomé hasta la vereda para ver si las encontraba. Era inútil buscarlas en la oscuridad.
Qué pelotudo que fui, con qué necesidad disparé, no hacía falta. Eso me pasa por encajarme de más, quedo a mil y termina jugándome en contra. Le hubiese dado un culatazo o una trompada. Si me agarran, después de esto, seguro no salgo por un buen tiempo. De las anteriores pude zafar, pero de esta difícil.
—Abrí —volví a decir pegado a la puerta cuando llegué—. Abrí que se pudrió todo.
Minuto 7
Estaba decidido. Era inadmisible una vuelta atrás. Pase lo que pase, no puedo retornar a esa casa. Toda la noche esa manga de faloperos golpeando la puerta.
Por culpa del delincuente ese, voy a terminar en cana o bajo tierra.
Si el macho de mi vieja no se empedó esta noche, debe estar dormida. Como para no estar metida en algo así, me crié con un alcohólico golpeador, con esos antecedentes no puedo pretender otro panorama. Me arrepiento no haber aceptado la invitación de mi tía de mudarme con ella y haber estudiado una carrera para ganarme la vida.
—Hola, mami —me gritó un tipo desde un auto—. ¿Estás perdida? Subí que te llevo —caminé sin mirarlo—. No tengas miedo, bebé —volvió a decir.
Tantos años cara a cara con la violencia me prepararon para estos momentos. Apagó el motor y bajó. Metí la mano en el bolsillo y de reojo calculé la distancia. Cuando estiró el brazo para alcanzarme giré el cuerpo con la navaja en el aire.
Minuto 8
La herida pudo ser peor si no levantaba el brazo con rapidez. Sin pensar en el dolor, la hice caer al suelo con la mano herida y le di una patada en sus costillas. La escupí con odio y me fui del lugar.
Los chorros de sangre ensuciaron el interior del auto, me detuve un momento, procurando hacer un torniquete con la remera para evitar una mayor pérdida de sangre.
“Quisieron robarme, estaba parado en un semáforo e intentaron bajarme del auto por la ventanilla”, empecé a delinear en mi cabeza. Busqué con la mano sana debajo del asiento, ahí estaba. Abrí la botella, tomé un largo trago de whisky. Se me nublaba la vista por el punzante dolor y la cantidad de sangre que había perdido.
—Por acá —me atajó una enfermera, cuando me vio cruzar tambaleante por la puerta de la emergencia—. Tranquilo, hombre —dijo la misma voz que me recibió, pero no alcance a entender lo que me preguntaba.
Minuto 9
Otro borrachín que viene con el cuento del asalto. Después de saturarle la herida al fulano, salí a fumar. A pesar del NN que entró con la mano envuelta en la remera, fue una noche sin mayores sobresaltos. Al menos en lo estrictamente laboral. Tiré un pucho, encendí otro y seguí mirando las estrellas que se debatían con las luces de la ciudad.
Quién me habrá mandado meterme en este rollo. Un trago de camaradería, por qué no. Ese trago se convirtió en otro al día siguiente, que vino acompañado de una línea. Nunca había probado, volví al irremediable “por qué no”. Ya no tenía vuelta atrás y me desperté desnuda en un telo.
El resto, sencillo. La nueva, una atorrantita que entró y ya quiere trepar encamándose con cuanto médico se encuentre en la vuelta, todos los lugares típicos por donde pasa el imaginario colectivo, sin tener la menor idea de nada.
—¿Tomando aire? —me dice empalmándome el culo con la mano.
Minuto 10
Primero se te abre de gambas y luego saca matrícula de princesa. Prendí un pucho y di algunos pasos con dificultad. Que pisotón me encajó la hija de mil puta. Al sacarme el zapato y la media vi que tenía tres uñas quebradas. Eso pasa cuando les viene el ataque de dignidad y justo uno anda en la vuelta. Ya se va a arrepentir la zorra. Salí a la vereda para reacomodar el andar, no podía regresar a la guardia rengueando y darle el gusto de verme disminuido. Cuando le muestre el videíto que grabé con el celular, se va a dar cuenta con quién se metió.
—Buenas noches, doctor —me saludó, Natalie. Otra perra con el complejo de doncella—. Alimentando el vicio —dice.
—Como dice el refrán, en casa de herrero cuchillo de palo —se rio como la primera vez que le hablé con la intención de levantarla—. ¿Y a usted, qué la trae por la acera? —pregunté sintiendo un palpito en el pantalón.
Minuto 11
Qué gil es el pobre. Un poquito de pie y jura que todas las minas están murta por él.
—Por suerte, yéndome a casa —lo saludé con una guiñada y una sonrisa provocadora, dejándolo con una erección a medio camino—. Hasta mañana, doc.
—Imbécil —dije para mí, detrás escuché un balbuceo con tonalidades de invitación. Seguí mi camino desestimándolo. Es extraño el sentimiento que me genera su patética estampa de lover boy, en ocasiones disfruto mofarme de esa actitud, más cuando puedo alimentarla y dejarla por el piso de inmediato; pero es tan grande el asco que me da, porque la insinuación está palmo a palmo con el acoso. Todo el día con los ojos pegados en las tetas como si acabara de salir de la cárcel.
—Buenas noches, señor —le dije al conductor cuando me subí al taxi. Después de decirle la dirección me recosté en el asiento y cerré los ojos masticando la bronca que me genera pensar en esa clase de idiota.
Minuto 12
Dejo a la muchacha y voy a buscar al relevo, pensé. Qué jornada larga, por Dios. El tránsito cada vez está más complicado y la calle más jodida, se hace insoportable la noche.
—Acá está bien —me dijo. Le mostré la tarifa— Quédese con el cambio.
Intercambiamos gracias y buenas noches y se bajó del taxi. La miré mientras recorrió los metros que la separaban de la puerta. Qué hermosa mujer.
Abrió la puerta, miró hacia la calle y saludó con una sonrisa radiante.
Despabílate, Juan, me dije. No está saludándote, es tu imaginación
Por las dudas sonreí y le devolví el saludo animosamente.
—¿Está libre? —me preguntó una parejita que pasó.
—No, muchachos. Estoy esperando a la chica —mentí y los dejé ir.
Volví a mirar hacia la casa y vi cómo se perdió detrás de la puerta. Medité un par de segundos y apagué el motor.
Minuto 13
Le devuelvo las manos a los bolsillos y continúo mi marcha mirando al piso. Cuando no está el café frente a uno, se hace difícil buscar un tema de conversación. Las hebras del humo son buenas escuchando, hasta que se cansan y desaparecen, pero durante la danza sobre la taza son fieles aliadas.
Los bolsillos son buenos también, aunque no son muy partidarios de la dialéctica. Ellos básicamente contienen con calidez y entusiasmo. Lo arropan a uno con total desinterés; como todas las cosas, eso tiene su lado negativo. El problema de los bolsillos es que no saben decir que no, solo cuando un agujero se forma en el fondo, ahí sí varía el mapa. Salvando ese peñasco, son muy dóciles y eso se torna peligroso. Porque del mismo modo que calientan las manos y brindan contención, sirven para guardar elementos que un hombre con mis características no debería llevar consigo bajo ningún concepto.
Minuto 14
Al abrir la puerta me choqué con la foto que me saqué con Beatriz el día de nuestro casamiento y la insulté entre dientes, como quien se hace la cruz cuando pasa frente a una iglesia. Prendí la televisión con toda intención de molestarla y fui al baño a darme una ducha.
Qué ganas de darle una patada en el orto y hacerla desaparecer. Aunque prefiero soportarla en casa antes de comprarme un problema, si inicio el trámite de divorcio va a hacer todo lo posible para sacarme lo poco que tengo, como si alguna vez en su mísera vida hubiese contribuido en algo.
Prendí la luz del dormitorio y observé cómo la muy puta finge estar dormida mientras termino de secarme.
—Buenas noches, amor —dije y me fui a buscar una cerveza a la heladera.
Subí el volumen de la televisión asegurándome que perturbara su descanso y me recosté sobre el sofá.
Minuto 15
—Gordo cornudo —dije ahogando las palabras en la almohada—. Siempre hace lo mismo. Entra al cuarto y deja las luces prendidas.
Aproveché para ir a la cocina a tomar un vaso con agua y lo vi con su típica y asquerosa pose sobre el sofá.
—¿Cómo te fue? —le pregunté como si me importara y seguí caminando.
Serví en el vaso y escuché un sonido gutural que fui incapaz de discernir si se trataba de un insulto, una respuesta decente o qué.
Me quité la bata para volver al dormitorio y con maliciosa intención pasé delante de él exhibiéndole el culo, que a pesar de los años sigue firme y apetitoso. No creo que se le pueda parar al gordo, pero si llega a lograrlo que se haga una paja.
Me encerré en el cuarto riéndome por la maldad y me tiré en la cama llevándome una mano a la entrepierna que empezó a humedecerse al recordar la visita de Santiago.
Minuto 16
Si tuviera a Ramiro delante, le daría toda la razón con un abrazo incluido.
—Esa vieja te va a traer terrible quilombo, Santi. No seas pelotudo.
Ramiro siempre me cantó la justa, no se guardó nada por más que le haya puesto cara de ojete una que otra vez. Pero siempre fue de frente y jamás con mala leche.
—No ves que la vieja te usa para que le hagas el service —me reía del modo en que se expresaba. Esa posesión que lo caracterizaba cuando se ponía a hablar en serio me causaba cierta gracia, le quedaban los ojos desorbitados y la cara como un tomate—. Como el gordo no puede, te usa a vos, pero tené mucho cuidado, es un tipo jodido.
Se terminaba calentando él en el lugar de uno, más cuando te reías de las ocurrencias que le saltaban por los poros durante sus aconsejadores discursos.
—Dame bola, pelotudo —terminaba diciéndome y me plantaba un cachetazo en la nuca. Siempre me trató como a un hermano menor y la vieja no dudó nunca en agradecérselo.
Minuto 17
¿Ya son las siete de la mañana?, me dije cuando escuché que vibraba el celular sobre la madera de la mesa de luz.
Arrancarme del inconsciente de forma abrupta me hizo confundir el sonido del despertador con el de llamada.
¿Quién será? Abrí un ojo solo ya que me encandilaba la brillante luz de la pantalla del teléfono
—¿Olga? —contesté sobresaltado.
Era difícil que una llamada a esa hora trajera buenas nuevas, mucho menos si provenía de la madre de un amigo. El susurro inaudible que provenía del otro lado me impedía entenderla. Es una mujer muy castigada por los achaques de la edad, las obligadas ausencias del marido recrudecían su estado y los permanentes vaivenes anímicos del hijo no colaboraban en absoluto.
—En diez minutos estoy por ahí —dije aún sin entender qué ocurría.
Minuto 18
No alcanzaba a ver nada por la ventana. Solo oía el gemido de dolor al otro lado de la pared y algunas sirenas que se acercaban.
—Estas puntadas no me dan tregua —dije susurrando.
Afuera el gemido se había apagado y las sirenas sonaban mucho más cerca. Adentro de mi cabeza parecía que un taladro perforaba mi cerebro.
Algunas luces brillaron en la acera de enfrente y tras ellas varias personas empezaron a asomarse en la vereda. Los rostros de desconcierto que distinguía desde mi ventana provocaron una palpitación más aguda en mis sienes. El sonido a metal golpeó más fuerte y con mayor frecuencia.
—Olga, Olga ¿Está ahí? —La puerta empezó a sacudirse con algunos golpes—. Olga —volvieron a llamar con insistencia.
Arrastré los pies hasta la puerta y abrí.
Minuto 19
—¿Dónde se metió esta mina? —volví a revisar los bolsillos y solo encontré el fierro, que a esa altura me estaba quemando las manos.
Tomé un par de pasos de carrera y le di una patada fuerte al pestillo, apenas se movió, intenté con el hombro y nada. Medité la estúpida idea de romper la cerradura con un disparo y la hice a un lado de inmediato.
—Tengo que encanutarme ya —dije con desesperación—. No puedo seguir pelotudeando acá afuera.
Arremetí nuevamente con todas mis fuerzas y la puerta cedió. Caminé tropezando con el desorden que había en el living, encendí la luz del dormitorio y encontré los cajones de la cómoda tirados en el suelo.
—¡Qué hija de mil putas! —grité y descargué el puño contra una pared—. Esta zorra se voló y me robó toda la guita.
Minuto 20
Abrí los ojos al escuchar pasos acercándose por el corredor. No era la primera vez que me sobresaltaba con el sordo sonido de los pies. La llave giró y el chirrido de la puerta antecedió la entrada de un haz de luz. El olor era inconfundible, era el mismo que me quitaba el sueño y me erizaba de pies a cabeza.
Cayó sobre el colchón intensificando el asfixiante hedor a alcohol, se giró ruidosamente poniéndome una mano sobre el pecho. Procuré minimizar la contractura que me generó el contacto con su asquerosa mano.
Descendió con brusquedad hasta la entrepierna e intentó con torpeza correrme la ropa interior, ladeé el cuerpo con intención de eludirlo y me clavó las uñas, lastimándome las piernas. Volví a moverme para zafar de su presión, que aumentó al sentir la resistencia, inmovilizándome, con la mano libre cayó sobre mi cuello ejerciendo la misma presión.
El metal produjo un agudo sonido al asomarse bajo la almohada.
Minuto 21
Escupí al piso y noté que sangraba. Me limpié la boca con la manga de la remera y procuré caminar lo más rápido que el dolor me permitía.
Revisé los bolsillos y noté que aún tenía los paquetitos con la guita que había encontrado. Debe estar como loco, pensé, la paliza que recién me dieron se había esfumado de mi mente con la misma velocidad que la recibí. Mi vida en este momento dependía del humor de otra persona y principalmente del tiempo que demore en encontrarme.
Seguramente ya habrá notado que algo extraño pasó en su casa y sospechará indudablemente que fui la responsable.
Me aterraba caminar los últimos metros que me quedaban, un sentimiento persecutorio se apoderó de mí, haciéndome dudar. Quizás estuviese esperándome en la entrada de la casa de mi madre.
Miré hacia todos lados y me acerqué a la puerta procurando no hacer ruido alguno.
Minuto 22
—¡Por qué tengo que estar pasando por esto! —grité con impotencia. Le di una trompada a la puerta del baño y me largué a llorar por la rabia contenida.
Es imposible pensar con lucidez, cuando el agobio es tan grande y las posibilidades de encontrarle una vuelta al problema se tornan esquivas.
—Tampoco podés hacerte cargo de la culpa —me dijo una amiga.
—Sí, tenés razón —contesté sin convicción— ¿Pero, de qué modo me deslindo de esto sin perder el trabajo?
Otra sería la historia si se tratara de un enfermito común y corriente, pero al ser el protegido del directorio, con ínfulas de todo poderoso e incapaz de poner a funcionar el raciocinio, todo se torna más duro.
Me enfrenté al espejo y lo golpeé con fuerza. Mi rostro envuelto en lágrimas quedó surcado por las grietas del cristal quebrado.
Minuto 23
Desde la enfermería escuché un estruendo e inmediatamente me dirigí hacia el baño.
—¿Patri, estás bien? —grité al verla inmóvil frente al espejo roto.
Tenía las manos llenas de sangre apoyadas sobre la mesada, con su mirada perdida en lo que quedaba del espejo.
—Patri, mi amor ¿Qué pasó? —volví a preguntar extrañada por lo que estaba viendo.
Con un dejo de temor, apoyé mis manos sobre sus hombros y lentamente la conduje hacia una pileta limpia.
—¿Qué pasó? —dijo Silvia al asomar la cabeza por la puerta.
—Anda a preparar las cosas para curarla —le ordené sin mirarla.
Patricia permitía conducirse dócilmente, pero estaba completamente extraviada sin emitir ningún sonido. Comprobé que no tuviese rastros de vidrios en las manos, terminé de curarla y le di un beso en su mejilla empapada por las lágrimas.
Minuto 24
—¿Y ahora? Ya estás viejo, Juancito. Me dije buscándome en el retrovisor del auto. Mirá esas canas asomando, no sos ni la sombra de lo que eras hace dos años. No es para menos, jamás estamos preparados para una pérdida así y de forma tan repentina. Pero hay vida por delante y lo único que me queda es seguir, seguir lo mejor posible.
Volví la vista hacia la casa. La luz en la ventana me dio la pista que aún seguía por allí, merodeando la puerta.
No es fácil, Juan, claro que no es fácil. Pero qué pensás hacer. ¿Manejar este tacho hasta que te jubiles y dedicarte a escuchar la radio hasta que venga la huesuda a buscarte?
Aunque nos cueste, aunque nos aterre, es necesario patear el tablero de vez en cuando y sacudir el amodorrado transcurrir. Sino, a santo de qué sigo arriba del taxi, para pagar las cuentas, comer algo a la pasada y sestear cuando no levanto pasaje.
Le di una palmadita al volante como si fuera un talismán y me bajé con decisión.
Minuto 25
Por supuesto que uno mantiene intacta la virtud de discernir y operar debidamente, o lo mejor posible, ya que sopesar conceptos abstractos depende de cada ser.
Pero esa virtud se disuelve cuando llegas al punto en que te das cuenta de que ese irrefrenable y supuesto amor que uno posee hacia el prójimo, es mentira. Cuando en la defensa de nuestra grandeza y generosidad, somos incapaces de percibir la devoción con la que engalanamos el egoísmo y la cobardía; nos aterra descubrir que la supuesta grandeza no es más que una simple intensión, como si al despertar luego de una borrachera nos encontráramos con la mujer del mejor amigo. A continuación de esa fotografía, el apetito de desmentir lo manifestado anteriormente se presenta con desesperación. Porque en definitiva, la sustancia que constituye nuestro cuerpo no es más que una masa en detrimento, una vez que las hormonas dinamitan la inocencia.
Desvelarse en tal sentido es peligroso, más si eres portador de un arma.
Minuto 26
Tomé un largo trago de cerveza, sin hacer caso al paseo ridículo-seductor del ser al que prometí, frente al cura y a Dios, amar y respetar hasta que la lerda muerte nos separe.
Pobre. Debe jurar que está divina. Si será infeliz que eleva su autoestima pagándole a un pendejo para que le mueva la carrocería. Para peor lo hace con mi plata.
Dejé la botella en el piso y caminé hasta la puerta del dormitorio.
El antojo de ingresar al cuarto y exigir mi porción mensual de sexo golpeó mi cabeza; como en todo buen matrimonio, es necesario ese sublime instante de desagradable liberación.
Abrí la puerta impulsado por el deseo de acostarme junto a ella en lo que se había convertido en el lecho de muerte y saciar mi apetito con su cuerpo, no por satisfacer el deseo sexual en sí, sino por la animosa intención de desagradarla, poseerla y hacerle vivir un momento nauseabundo.
Minuto 27
—Santi, Santi, mi amor —la temblorosa voz de mamá sonó desde algún lugar.
Me tomó la mano y sentí que apoyaba su cabeza sobre mis piernas.
—Ramiro —empecé a decir y fue imposible continuar.
Quise reírme para no mostrarle a mamá el sufrimiento que estaba terminando de matarme.
Varias luces aparecieron alrededor de la cabeza de mamá que se erguía y volvía a caer sobre mis piernas. Alguien la levantó y la alejó de mí, brotó un llanto desesperado que me sobresaltó generándome un ligero temblor.
Alguien apoyó los dedos sobre mi cuello, el dueño de esos dedos le susurró a otra persona palabras que no logré entender, pero sin dudas no eran buenas noticias.
El grito de mi madre aumentó, yo no podía hacer nada para contenerla. Otra voz pidió permiso y cubrió mi cuerpo con una tela.
Minuto 28
Solo me quedó la poca plata que tenía encima y el fierro.
—Ya te voy a agarrar, pedazo de una perra —mastiqué con bronca.
Me cambié de ropa y fui con mucho cuidado hasta la calle. Sentía el cuerpo completamente tenso por la paranoia que me había invadido.
—No importa la hora, afuera siempre hay una vieja con el perro —dije con bronca al ver a la vecina.
Me puse la capucha y caminé lo más rápido posible para alejarme de la zona. Me palpitaban las sienes por la excitación. La cola de un gato acarició mis piernas sobresaltándome más de lo que ya estaba.
—No tengo nada que perder —dije pegándole una piña a un contenedor de basura—. Pero esta conchuda se va a arrepentir por lo que hizo.
El ruido de un auto a mi espalda llamó mi atención, caminé sin mirar hacia atrás. Se terminó todo, pensé. Me aferré al gatillo del revólver y me di vuelta dispuesto a todo.
Minuto 29
Lo primero que distinguí entre el tumulto que había en la vereda fue a Olga; estaba recostada contra la puerta de su casa, con los ojos perdidos en el piso.
Algunas viejas la rodeaban y parecía que le estaban dando muestras de apoyo o vaya a saber qué es lo que le dan a una persona cuando está sufriendo sobremanera, luego de dedicar las tardes a sacarle el cuero.
No tuve necesidad de mirar hacia el cuerpo tapado para saber lo que había ocurrido.
—Olga —dije casi en un susurro. Tuve que reprimir la necesidad de llorar al saber a mi amigo muerto.
La rodeé con mis brazos y se dejó caer sobre mí.
—¿Sabés algo, Ramiro? —me preguntó—. ¿En qué andaba mi hijo?
No pude soportarlo y empecé a llorar junto a ella. Olga merecía tener algunas pistas respecto a los ambientes que frecuentaba Santiago, pero debía ser prudente al develarlo.
Minuto 30
—Mamá, mamá —llamé con la boca pegada a la puerta—. Mamá, soy yo, Rocío.
Pegué el oído a la puerta, adentro parecía que no había nadie.
Me resultaba extraño que hayan salido, pero era posible. Golpeé la puerta con los nudillos procurando no alterar el silencio que predominaba en el pasillo y no llamar la atención a los vecinos.
Al golpearla, la puerta hizo un chirrido y se apartó del marco. La empujé y me encontré con una habitación vacía y a oscuras.
—Mamá. ¿Estás en casa, Mamá? —volví a llamar con un poco más de volumen, después de cerrar la puerta.
Encendí la luz del comedor. Lo único que oía era el sonido de la madera bajo mis pies, caminé hacia el dormitorio, con la esperanza de encontrarlos durmiendo.
—Mamá —susurré, antes de cruzar la puerta.
Minuto 31
Era insostenible la situación, hacía meses que llegaba borracho y venía derecho a cogerme, como si yo fuera una puta, al principio no me resistí, pero se puso cada vez peor, más violento y agresivo de lo que ya era. Las veces que me negaba terminaba insultándome y reventándome a trompadas. Se iba amenazándome de muerte, que iba a volver y a volarme la cabeza de un balazo. Aparecía a los pocos días, siempre en el mismo estado y todo volvía a empezar.
Por eso decidí esconder la cuchilla bajo la almohada, para evitar que siguiera repitiéndose esta situación. Te juro que la intención era asustarlo, porque yo sabía que me quería. Pero cuando vio la cuchilla en lugar de retroceder se puso furioso, me agarró de la muñeca y me dio un cachetazo con la otra mano. Con la poca fuerza que me quedaba estiré las piernas y lo empujé. Perdió el equilibro por la borrachera que tenía encima y cayó de lado. Hizo un ruido seco cuando golpeó la cabeza contra la mesa de luz.
Minuto 32
Ofrecerle disculpas no estaba en mis planes, por el contrario, volví a la enfermería con la decidida intención de humillarla frente a todos, demostrarle fehacientemente que ya había dejado de ser dueña de sí. Yo expropié su cuerpo, su mente y su alma, ahora me pertenecía.
No será un trabajo difícil, ya que su reputación dentro del hospital jamás tuvo mucha consideración, más cuando se corrió el rumor de su amorío conmigo.
—¿Qué pasó? —le pregunté al guardia de seguridad, al ver el alboroto en la enfermería.
—Parece que la nueva tuvo una crisis en el baño y rompió todo.
Ahora un par de turritas le brindaban contención, si serán hipócritas, critican hasta el esmalte de uñas que lleva puesto, y ahora se desviven por atenderla.
—Tengo un videíto que te va a encantar —le dije al guardia—. Es de la minita que le gusta romper cosas —los granitos de sus mejillas brillaron por la excitación—. Puedo darte una rica propina si lo haces circular por las redes sociales.
Minuto 33
—Me encantaría denunciarlo —dije luego de permanecer callada un buen rato. Mis compañeras prestaron atención a mis palabras—. Pero ¿cómo lo hago? — me largué a llorar con desconsuelo, Rita volvió a abrazarme como si se tratara de su hija e intentó calmarme.
No era la primera mujer que pasaba por este calvario dentro de la institución. Me había llegado el rumor de que varias chicas sufrieron la misma situación que yo, y decidieron renunciar porque no pudieron soportarlo.
Su sola mención llenaba a las dos compañeras que me rodeaban de asco y rechazo, eran totalmente conscientes de su influencia y la situación les generaba tanta impotencia como a mí.
Lo vi pasar frente a la puerta de la enfermería y me levanté. Rita y Silvia se quedaron boquiabiertas cuando fui tras sus pasos.
Minuto 34
Una muchacha en ese estado era capaz de hacer cosas con un grado de imprevisibilidad de la que puede arrepentirse toda su vida. Fui tras ella luego de un segundo en que quedé pasmada, razonando lo que estaba ocurriendo.
Por un momento deseé con el alma que lo alcanzara y le hiciera pasar el peor momento de su vida. Por qué tendremos esa necesidad de reprimir el verdadero sentimiento que nos embarga, pensé durante el tiempo que duró ese deseo; seremos tan cobardes que somos capaces de soportar el constante hostigamiento con tal de cuidar la chacrita. Porque el poder que cree poseer no es más el que nosotras mismas le facilitamos.
Sus ínfulas no se conforman con la obediencia, es necesario que la humillación y el dolor brote por los poros de la otra persona, pulverizándole mente y alma.
La tenía a dos pasos de distancia, él seguía caminando sin percatarse de que lo perseguían, estiré el brazo para detenerla, lo medité un segundo y volví a bajarlo.
Minuto 35
Las piernas me temblaban durante los pasos que di desde al auto hasta la puerta.
Nunca en mi vida tuve la osadía de realizar semejante acto, descender del taxi para alcanzar a una mujer sin la menor idea de qué decirle cuando quede cara a cara con ella.
Descubrirlo me hizo dudar, evalué la posibilidad de dejar esta locura de lado y volverme al auto. Qué pensará la muchacha cuando vea a este dinosaurio, a esta especie en extinción cuando abra la puerta. Llama a la policía o se tira al piso a reírse. Prefería bancarme la denuncia que la cachetada a la autoestima.
Respiré hondo, miré hacia el cielo deseando que los astros que pululaban por la vasta extensión del universo estuviesen alineados a mi favor.
Llamé a la puerta con dos golpes cortitos. Pasaron algunos segundos y no se oía nada, como si la casa estuviese desierta. La eternidad transcurrida en esos los segundos me hizo desistir de la idea y me volví con la intención de no volver a pasar por esa cuadra.
Minuto 36
—Qué rostro este veterano —dije un tanto avergonzada—. Qué valor para bajarse y llamar a la puerta. —La actitud me generó un calor que hacía tiempo no sentía.
Era extraña la sensación, el dejo tenebroso que podía suponer la visita de un extraño a esa hora de la madrugada, se confundía con la excitación de una persona que me inspiraba confianza.
Lo contemplé por el espejo del taxi durante el recorrido, esos ojos sombríos, con muestras de cansancio y dolor, me llenaron de ternura y compasión. Incluso me hizo olvidar al imbécil que había dejado caliente en la puerta de la emergencia.
Esperé un momentito para observar la reacción. Lo vi girar y volver al auto, me apresuré en caminar hasta la puerta y abrirla.
Ya estaba subiéndose.
—Qué hago —me pregunté en voz alta. Volvió la cabeza y me vio parada en la puerta.
Minuto 37
El arma puede convertirse en la llave que termine de cerrar las heridas que provocan el movimiento del velo.
Se torna la opción más digna al corroborar en el repaso de los esfuerzos realizados, que dentro del amor expresado lo único genuino que contenía era el deseo de ser celebrado y aceptado por los demás. Una vez que consentimos el fracaso de dicha empresa, el orgullo se fisura, redundando en una constante negativa que cimenta la idealización de una perpetua contradicción en la que termina depositándote tu vida.
La sangre gotea minuto a minuto, y es allí donde el arma toma un rol preponderante, para ponerle fin a la hemorragia.
Un revólver calibre treinta y ocho, con una sola bala en su tambor, requiere tres elementos. Determinación al momento del disparo, precisión en la ejecución. Y fundamentalmente, ser efectuado a tiempo. Cuando llegue la hora exacta.
Minuto 38
No sé dónde ni en qué lugar escondía esta veta sádica, pensé mientras volvía a meterme en la ducha. Hacía años no experimentaba una excitación tan grande al poseerla sobre mis dominios.
Qué complejas y laxas son las decisiones que adoptan la consciencia humana, reflexioné, cómo la cólera puede transformarse en placer y retomar las sendas del odio nuevamente, sin mayores sobresaltos, sin culpa.
—Ya no te contiene lo suficiente, el nene que mantenés —le dije cuando bajé de la cama y di los primeros pasos rumbo al baño.
Refunfuñó entre dientes causándome una sonora carcajada.
Volví al living luego de agarrar otra cerveza. Me vestí mientras bebía, sin ocultar la satisfacción. Terminé de aprontarme y salí a la calle.
La noche seguía allí, con la escenografía dispuesta y esperando.
Minuto 39
Dejé pasar un tiempo prudente antes de salir del dormitorio. Para mi suerte ya se había ido, deseé con el alma que esa fuera la última vez que volviera a pisar la casa. No quería volver a ver esa inmunda cara de morsa.
El asco que me produjo ese momento, me dejó llena de náuseas. Entré al baño y no me reconocí cuando me miré en el espejo. Las lágrimas desfiguraban mi rostro, me sentí una basura, la peor mujer del mundo.
Había sido vejada, humillada completamente por la persona que en algún momento amé y no fui capaz de ofrecer ningún tipo de resistencia.
Quise gritar para liberarme del sentimiento que oprimía mi pecho, pero ni siquiera ese desahogo era posible.
Volví al dormitorio con la firme idea de llamar a Santiago e irme de esta casa.
Minuto 40
Y ahora qué tendré que hacer, me pregunté. Del otro lado todo seguía igual.
Ya no sentía dolor, solo una pequeña picazón que me dejaba algo confundido. Había pasado realmente, sí. Estaba muerto. Estaba tirado en la vereda, luego de que una bala me entrara por la espalda.
Esto es la muerte, me dije. No podía ver nada, solo oía las voces que hablaban cerca de mi cuerpo. Mamá había estado llorando con desconsuelo, los milicos daban vueltas, iban y venían haciendo mil conjeturas del posible autor del disparo. Me había parecido escuchar a Ramiro cuando llegó, él es el que sabe todo, a él deben preguntarle. Pero claro, yo estaba bajo esa tela, sin posibilidades de declarar.
Qué sería de mí, una vez que me enterraran, una vez que los gusanos se apoderaran de mi carne. Quise gritar, sacudirme, golpear las manos, pero nada de eso fue útil, ya era demasiado tarde. En este mundo no había más tiempo para mí. Se me terminó la hora.
Minuto 41
Olga había recogido del suelo el teléfono celular de Santiago luego que su hijo dejara de respirar. El sonido del mismo al recibir una llamada hizo que los policías pusieran atención en las manos de la mujer.
De inmediato me lo tendió y quedé con el aparato sonando en mis manos.
—¿Quién es? —me preguntó—. ¿Quién está llamando? —descompensada completamente volvió a romper en llanto—. ¿Por qué tengo que estar pasando por esto, por Dios? ¿Por qué debo sufrir tanto?
Los gritos desesperados de la mujer llamaron la atención de todos, quienes con cierto grado de impavidez no supieron cómo reaccionar. La rodeé con mis brazos y procuré brindarle la mayor contención que pude, una señora llegó con una silla, la conduje con precaución para que pudiera sentarse y estabilizar su respiración.
El teléfono volvió a sonar. Luego de ver quién llamaba atendí.
Minuto 42
La ambulancia se llevó el saco de alcohol que había quedado desmayado al borde de la cama. Mi vieja sentía algo de alivio, pero esta vez tuvo suerte, porque en el momento que se lo quitó de arriba, pudo perder más que la suerte que la acompañó. Me quedé a esperarla hasta que llegara la policía. No existía otra opción que denunciarlo y evitar por todos los medios que volviera a acercarse.
—Mamá —dije abrazándola—. Estuve guardando un poco de plata.
Ella seguía mirando el charco de sangre que había quedado en el piso. Ya no temblaba, pero se le notaba el miedo que sentía, porque sabía que en algún momento, cuando tuviese la primera oportunidad iría por la revancha.
—Por qué no agarrás algunas de tus cosas y nos vamos de acá —la propuesta pareció no interesarle hasta que volví a hablar—. A mí también me están persiguiendo.
Minuto 43
—Arriba las manos —me gritó el cana—. Mantené las manos en alto.
Eran cuatro policías apuntándome con sus revólveres, mis posibilidades de sobrevivir eran nulas si disparaba contra alguno de ellos. Sin dejar de apuntarme, se acercaron y no demoraron en desarmarme y esposarme.
Ninguno habló, ninguno me puteó, como ya lo habían hecho en otras veladas, como solían hacerlo en las diferentes citas que tuve con los miembros de este honorable cuerpo.
—Fui un idiota en aceptar tan poca guita por este laburo —murmuré dentro del patrullero. Sabía que no era un apriete común, este gil tenía gente pesada atrás, y los milicos me daban la razón al tratarme como un reo VIP.
—Todo mal —me mandaron callar cuando grité y me di la cabeza contra la mampara. Qué gil soy, hago todo mal cuando me paso de merca, sino me hubiese mandado la cagada de disparar estaría gozando de buena salud.
Minuto 44
El escupitajo que le dio Patricia en la cara fue como pretender apagar un incendio con un bidón de nafta. Sosegar a un neurótico con una cachetada al orgullo era una estrategia poco inteligente. Llegué a interponerme entre los dos antes de que el escupitajo se convirtiera en una escena lamentable.
—Dejala en paz —le grité descargando mis depósitos de adrenalina. Se quedó serio mirándome con su típica cara petulante.
—Ya se va a arrepentir —se limpió la cara con la manga de la túnica y desapareció.
Respiré hondo durante unos segundos, Patricia también se había esfumado. Llegué a la enfermería exhausta y con nerviosismo. Ella estaba sentada con los codos sobre la mesa y las manos en la cabeza, mirando fijamente el teléfono celular. Sonó el mío y también el de los que estaban allí. Casi al unísono llevamos la atención al aparato, antes de volver la vista hacia ella, que comenzaba otro capítulo de su pesadilla.
Minuto 45
No resistí ver el vídeo hasta el final.
Dejé de sentir las piernas, las manos y me desvanecí sobre el escritorio. De forma cándida traté de encontrar un motivo razonable que justifique el accionar despiadado que ejerce un individuo sobre otro.
—Mi amor, Patri —escuché, la voz de alguien que intentaba devolverme del desmayo. Pero me negaba a responder, no sentía necesidad alguna de permanecer en el mundo de los conscientes. Por el contrario, en el único lugar donde podía sentirme a gusto en este momento era bajo tierra.
Cuántas personas en este mismo momento estarán regocijándose con este vídeo, pensé, con cuántos comentarios descalificadores me estarán apuntalando y dejando como una atorranta. Mi futuro en ese momento pendía de un hilo, la sola idea del vídeo inundando las redes sociales me dejó knock out.
Minuto 46
—Bien hecho, pibe —le dije al pendejo de la empresa de seguridad—. Soy un hombre de palabra —tomó el billete, agradeció y quedó mirándoselo como si le hubiese ofrecido una criatura fantástica.
El vídeo no demoró más de dos días en tomar dominio público, festejé mi victoria con un saque cuando me subí al auto. Luego de esto, no se olvidará jamás de que las mujeres son propiedad de sus hombres y están al servicio de quienes las poseen.
Paré el auto frente al club y bajé con la intención de saciar el hambre de una jugosa concha. Un flaco de canguro me chistó desde atrás de un árbol, interceptándome antes de que pudiera cruzar la calle.
—A dónde vas —me dijo poniéndome una mano en el pecho—. Señor machito, vas a tener que retractarte. —Le mostré todos los dientes de forma irónica, desestimando su pedido antes de sentir el frío caño del revólver en el abdomen.
Minuto 47
En mis cuarenta años de vida nunca había experimentado algo similar, jamás imaginé protagonizar una situación donde entregaba mi cuerpo completamente, despojada de cualquier tipo de prejuicios con un desconocido y vivir un instante sublime.
Lo contemplé durante unos segundos mientras observaba el techo del dormitorio con cierta incredulidad.
Me llenaba de satisfacción descubrir que detrás de esa mirada que se extraviaba en el espacio, existía un hombre sensible, amable y dulce.
Cuando regresó del taxi hasta la puerta, me sentí inmovilizada por el pánico, pero de inmediato su talante me dio motivos para confiar y recibir el amanecer de un modo inefable.
Tomamos algunos tragos, mientras desmenuzábamos nuestras vidas con total despojo, antes de coronar la velada entre las sábanas.
Minuto 48
Elegí al azar uno de los bancos de la plaza para sentarme. Miré el reloj por primera vez a las tres de la mañana, aún no había recibido ningún mensaje. Masajeé el caño del treinta y ocho, mostrando señales de nerviosismo. Ya tendría que haber recibido las primeras novedades y aún nada. Mi actitud pasmada y cavilosa había desaparecido.
Las dudas empezaron a adueñarse de mí, procuré alejarlas tan rápido como llegaban, con conjeturas tan disparatadas como las propias dudas.
Una silueta cruzó el perímetro de la plaza y se dirigió hacia el lugar donde permanecía sentado. Mantuve mi actitud lo más relajada posible, hasta que logré identificar al hombre que se acercaba a mi posición.
Mi suerte quiso que fuera el mozo del bar al que acudía todas las noches.
—Maestro —lo saludé—. Qué anda haciendo por acá.
Era la primera vez que le decía otra cosa que no fuera “café” y “la cuenta”.
Minuto 49
Me senté junto al pelado, sin responderle su tentativa de saludo. Permanecí allí unos segundos, imitando la postura que adoptaba en el bar.
—Usted debe saber que me tortura verlo noche a noche en el bar —comencé diciéndole—. Supongo que apreciará mi confiabilidad para conocer su secreto —largué todo el rollo sin escatimar en sutilezas. Estaba viviendo un momento en que la resignación había dado paso a algo peor: el desprecio por todo y no era momento de fijarse en las formalidades.
Fijó su vista en un punto de la noche como si allí adelante estuviera su taza diaria de café e ignoró mi pregunta.
Apoyé mi espalda en el respaldo del banco, tiré la cabeza hacia atrás y contemple el cielo. El hombre seguía allí, impertérrito, vaya uno a saber en qué trance. Encendí un cigarro, le extendí la caja ofreciéndole un tubo de cáncer que aceptó sin agradecer.
—¿Alguna vez le concedió la muerte a otro individuo? —me preguntó.
Minuto 50
Corté la comunicación con Ramiro y quedé sentada en el sofá. No lloré, no grité, no hice nada.
—Lo siento —dije y perdí toda función motora. El celular se resbaló de mis manos y cayó, desperdigando sus partes por el piso del living.
Santiago muerto, era inconcebible, cómo una personita que aún no había empezado a vivir estaba muerta. Pero era así, nadie sería tan imbécil de jugar con la vida de otro y menos Ramiro, que era su hermano de la vida.
Algunas lágrimas descendieron por mis mejillas, como si pretendieran homenajearlo con su lento desfile.
Me levanté con toda intención de ir a verlo, me resistía a creer lo que había ocurrido, debía comprobarlo con mis propios ojos. Abrí la puerta y la mano gorda de Cara de morsa me frenó devolviéndome a la casa.
Minuto 51
No tuve más remedio que confesarle todo a Olga, sabía en qué pasos andaba su hijo, que lugares frecuentaba, que sustancias consumía, de dónde conseguía el dinero que le traía y la gente que lo rodeaba.
La alejé del grupo de curiosos que seguía en el lugar, y de las orejas policiales. Correspondía que ella supiera la verdad, al menos mi porción de la verdad, antes que otros la supieran. Entramos a la casa, la senté sobre la cama y le preparé un té.
—Yo sabía que en algo raro andaba —dijo ella. El hilito de voz se le extinguía luego de pronunciar algunas palabras—. Siempre me dejaba plata en la mesa de luz. Y alguna notita diciendo que estaba bien. Pero nunca dejé de sospechar.
La mirada de Olga reflejaba el desconsuelo de una mujer derrotada.
—Cuándo se entere el padre —mencionó a su marido y no pudo volver a hablar.
No supe precisar si era el momento adecuado o no, pero cuando quedó el silencio de por medio, empecé a desmenuzar todo lo que sabía.
Minuto 52
Volvimos de la comisaría luego de hacer la denuncia y metimos todo lo que pudimos dentro de dos bolsos y una mochila de campamento.
—De nada sirve que nos quedemos acá —le volví a insistir cuando la vi dudar—. Acaso querés que vuelva con todo su resentimiento y te mate.
Dejó los bolsos sobre la cama y se sentó a llorar. No entendía como la mujer que me parió estaba dispuesta a arriesgar su vida por dos míseras piezas llenas de humedad.
—Sé muy bien que hace años no te hablás con ella —la intimé—. Pero nos va a recibir a las dos, y aunque no sea por vos, lo hará por mí —saqué uno de los rollos de billetes que tenía guardado y se lo mostré—. ¿Ves? Es suficiente para los pasajes y para colaborar hasta que encontremos trabajo.
Agarramos los bolsos, le pusimos candado a la puerta y salimos a la calle.
—Al puerto —le dije al taxista cuando subimos.
Minuto 53
Rita venía a verme y controlar que todo estuviese bien varias veces durante su turno. Me hablaba, me acariciaba la frente y alentaba.
—Al parecer anoche le dieron un balazo en el abdomen y está delicado. —Mis párpados se movieron al escuchar la noticia—. Tranquila mi cielo, vos descansá que es lo único que necesitas.
No tenía la menor idea del día en que vivía, la hora, ni el motivo que me tenía postrada en una cama desde hacía tiempo. Solo reconocía la voz de Rita cuando venía a cambiarme el suero y a bañarme.
—Estas hermosa como siempre —Rita nunca escatimó en halagos. Jamás dudé de su sinceridad. Creo que fue la única compañera que tuve realmente durante mi estadía en el hospital, como enfermera, claro está. Y como paciente también. Al menos era a la única que oía y el interminable pitido de la máquina que me mantenía en el mundo de los vivos. Quizás lo mejor fuera que el sonido intermitente tomara una forma constante.
Minuto 54
—Te podrían haber metido plomo en la cabeza, así desaparecías de una buena vez, hijo de puta —luego de visitar la sala de Patricia, fui a la del imbécil—. Te volvería a abrir la herida para que te desangraras, poco hombre. Bien dicen, yerba mala nunca muere.
Antes de cambiarle el suero, jugué con la vía para que tenga un motivo más para quejarse cuando se despertara. Volví a insultarlo y salí de la sala.
Por suerte estaba terminando mi turno, me cambié y taché otro día en el almanaque que tengo en el vestuario. Cada vez me queda menos para la jubilación, pensé con alegría.
Caminé hacia la parada del ómnibus meditando sobre mi actitud, nunca había sentido tanto repudio por un ser humano, siempre me consideré una mujer generosa y de buenos sentimientos, pero este individuo era capaz de hacerme aflorar lo peor.
Tuvo mucha suerte, no sé si tuvo algo que ver con el asunto del vídeo, pero espero que le hayan bajado los humos al mal parido. Pagué el boleto y me recosté en el asiento.
Minuto 55
Podía ganar tiempo culpando a la zorra que me robó, era una idea que solo serviría para ganar minutos, antes de recibir otra paliza monumental.
—Le disparaste al hijo del zar de la salud, idiota —el milico se llenó la mano con mi mentón, dejándome estampado contra la pared. El trato preferencial se diluyó una vez que pisé jefatura.
Improvisé que fue un encargo, que debía apretarlo para que dejara de lado ciertos asuntos. Dos piñas más por no mencionar con claridad “ciertos asuntos” y otra por las dudas.
—No sé quién es —dije sin mentir—. Se me acercó un día, me dio un fajo de billetes para que mandara silenciar al médico —otra tanda de trompadas.
—No mientas, pichi —dos piñas más en las orejas.
—Al parecer le hizo algo a la hija, pero no me dio muchos detalles —me agarró de los pelos y me escupió en la cara. Aflojó con los golpes cuando mencioné su aspecto físico y el lugar en donde me citó para darme detalles del encargo.
Minuto 56
—En mi bolsillo tengo un revólver con una sola bala —le dije luego de oír durante algunos minutos su asombrosa confesión. Estuve yendo semanas al bar, y si bien no reparé con muchos detalles en su actitud, jamás imaginé que escondería las agallas necesarias para quitarle la vida a otro ser humano y deshacerse del arma con tanta facilidad.
—Aún tengo las manos sucias con sangre, caballero —apuntaló de forma intimidatoria.
Por primera vez nos miramos a los ojos y comprendí que era capaz de todo, de desarmarme y matarme ahí, en medio de la plaza.
—No me mal interprete —aclaré—. Solo quiero desnudar mi verdadero sentir, el que tanto me costó gestar en la mesa de su bar y dar a luz a metros de la puerta.
La calma parecía haber retornado, aunque el mozo continuaba con la guardia en alto, sin quitarme los ojos de las manos y fingiendo comodidad.
Minuto 57
—Cometí el gravísimo error de actuar bajo los efectos de la desesperación y confiar en un narcotraficante de poca monta para vengar la integridad de mi hija —dijo el pelado—. A esta hora debería tener novedades, pero aún nada —agregó.
Relató los sucesos que padeció su hija en su lugar de trabajo, dejándome absorto por lo despiadado de las acciones, a pesar que yo no era una persona moralmente adecuada para realizar algún juicio de valor. Algo en el pelado no andaba bien, pero en mis horas de especulación jamás imaginé algo similar.
—Cuánto puede demorar un energúmeno de estos antes de abrir la boca —dijo rendido—. Por eso tengo conmigo este revólver con una sola bala.
Indicó el lugar donde ingresaría cuando llegara la hora. Negué con la cabeza y con un rápido movimiento le quité el arma de su mano.
—Usted tiene motivos para luchar —le dije—. Yo ya estoy perdido.
Minuto 58
—Seguramente ignoras por completo lo hermosa que sos —le dije con mi voz de viejo cursi. Ella sonrió y me abrazó con ternura.
No debía ser cierto que un veterano de mi calaña, cascoteado por los años y la vida, esté acostado en la cama de una mujer casi quince años menor que yo.
Evité la idiotez de preguntarle qué hacía una mujer como ella con un pedazo de cuero desvencijado, pero pareció adivinar lo que pensaba.
—Sucede que estoy cansada de los forros que pululan por la ciudad —me dijo al oído—. Vos sos un hombre de verdad, sensible y tierno.
Me besó con la misma intensidad que lo hizo minutos atrás y nos refujiamos bajo las sábanas. No sabía que podría pasar de aquí en más, no quería pensar en ello, tampoco me importaba mucho, solo pude recordar una exquisita pronunciación en latín de los versos finales de la oda número XI de Horacio.
Minuto 59
—Usted tiene una hija que proteger y cuidar —me desarmó de inmediato y apuntó directo a mi frente —. Mi vida acaba de terminar. Esto no le será de utilidad alguna en su poder, sin embargo a mi puede liberarme del exceso de equipaje —estrechamos nuestras manos y sin decir palabra desandamos los pasos que nos encontraron en la plaza.
Me senté al lado de Patricia, tomé su mano y le susurré al oído, le hablé como lo hacía cuando no podía conciliar el sueño durante su niñez y sentí con alegría la presión de sus dedos—. Todo estará bien, mi amor —la besé en la frente—. Papi está contigo.
Afuera un barullo rompió el silencio reinante, algo me dijo que debía abandonar el lugar momentáneamente. Tres policías se aproximaban, era obvio que venían por mí, eludí su búsqueda escondiéndome en la habitación contigua a la de Patri, miré al huésped con discreción procurando no incomodarlo y me llevé una gratísima sorpresa.
Minuto 60
—Fuiste vos, hijo de mil puta —le grité, descargué mis puños sobre su pecho, lloré con rabia y lo único que tuve a modo de respuesta fue su cara de morsa, repugnante y nauseabunda que no expresaba nada—. No era necesario que llegaras a tanto, no tenías por qué terminar con su vida.
Continuó sereno, sin quitarme los ojos de encima y en silencio. No era posible prever los movimientos que realizaría, ya que su cara de morsa no transmitía absolutamente nada. Solo me producía más asco.
—No puedo creer que me haya casado contigo —le grité—. Fui tan estúpida.
Se sentó en el sofá y escuchó sin decir palabra, nunca llegué a conocerlo a pesar de los años de convivencia, pero ahora me resultaba un completo extraño.
—Llegó la hora —pronunció con los ojos llenos de lágrimas —. A todos nos llega.
La totalidad de su cuerpo comenzó a temblar cuando se aferró al gatillo.
UNA HORA DE ETERNIDAD / Matías Mateus 4ta Parte /
UNA HORA DE ETERNIDAD
Matías Mateus 4ta Parte
Minuto 37
El arma puede convertirse en la llave que termine de cerrar las heridas que provocan el movimiento del velo.
Se torna la opción más digna al corroborar en el repaso de los esfuerzos realizados, que dentro del amor expresado lo único genuino que contenía era el deseo de ser celebrado y aceptado por los demás. Una vez que consentimos el fracaso de dicha empresa, el orgullo se fisura, redundando en una constante negativa que cimenta la idealización de una perpetua contradicción en la que termina depositándote tu vida.
La sangre gotea minuto a minuto, y es allí donde el arma toma un rol preponderante, para ponerle fin a la hemorragia.
Un revólver calibre treinta y ocho, con una sola bala en su tambor, requiere tres elementos. Determinación al momento del disparo, precisión en la ejecución. Y fundamentalmente, ser efectuado a tiempo. Cuando llegue la hora exacta.
Minuto 38
No sé dónde ni en qué lugar escondía esta veta sádica, pensé mientras volvía a meterme en la ducha. Hacía años no experimentaba una excitación tan grande al poseerla sobre mis dominios.
Qué complejas y laxas son las decisiones que adoptan la consciencia humana, reflexioné, cómo la cólera puede transformarse en placer y retomar las sendas del odio nuevamente, sin mayores sobresaltos, sin culpa.
—Ya no te contiene lo suficiente, el nene que mantenés —le dije cuando bajé de la cama y di los primeros pasos rumbo al baño.
Refunfuñó entre dientes causándome una sonora carcajada.
Volví al living luego de agarrar otra cerveza. Me vestí mientras bebía, sin ocultar la satisfacción. Terminé de aprontarme y salí a la calle.
La noche seguía allí, con la escenografía dispuesta y esperando.
Minuto 39
Dejé pasar un tiempo prudente antes de salir del dormitorio. Para mi suerte ya se había ido, deseé con el alma que esa fuera la última vez que volviera a pisar la casa. No quería volver a ver esa inmunda cara de morsa.
El asco que me produjo ese momento, me dejó llena de náuseas. Entré al baño y no me reconocí cuando me miré en el espejo. Las lágrimas desfiguraban mi rostro, me sentí una basura, la peor mujer del mundo.
Había sido vejada, humillada completamente por la persona que en algún momento amé y no fui capaz de ofrecer ningún tipo de resistencia.
Quise gritar para liberarme del sentimiento que oprimía mi pecho, pero ni siquiera ese desahogo era posible.
Volví al dormitorio con la firme idea de llamar a Santiago e irme de esta casa.
Minuto 40
Y ahora qué tendré que hacer, me pregunté. Del otro lado todo seguía igual.
Ya no sentía dolor, solo una pequeña picazón que me dejaba algo confundido. Había pasado realmente, sí. Estaba muerto. Estaba tirado en la vereda, luego de que una bala me entrara por la espalda.
Esto es la muerte, me dije. No podía ver nada, solo oía las voces que hablaban cerca de mi cuerpo. Mamá había estado llorando con desconsuelo, los milicos daban vueltas, iban y venían haciendo mil conjeturas del posible autor del disparo. Me había parecido escuchar a Ramiro cuando llegó, él es el que sabe todo, a él deben preguntarle. Pero claro, yo estaba bajo esa tela, sin posibilidades de declarar.
Qué sería de mí, una vez que me enterraran, una vez que los gusanos se apoderaran de mi carne. Quise gritar, sacudirme, golpear las manos, pero nada de eso fue útil, ya era demasiado tarde. En este mundo no había más tiempo para mí. Se me terminó la hora.
Minuto 41
Olga había recogido del suelo el teléfono celular de Santiago luego que su hijo dejara de respirar. El sonido del mismo al recibir una llamada hizo que los policías pusieran atención en las manos de la mujer.
De inmediato me lo tendió y quedé con el aparato sonando en mis manos.
—¿Quién es? —me preguntó—. ¿Quién está llamando? —descompensada completamente volvió a romper en llanto—. ¿Por qué tengo que estar pasando por esto, por Dios? ¿Por qué debo sufrir tanto?
Los gritos desesperados de la mujer llamaron la atención de todos, quienes con cierto grado de impavidez no supieron cómo reaccionar. La rodeé con mis brazos y procuré brindarle la mayor contención que pude, una señora llegó con una silla, la conduje con precaución para que pudiera sentarse y estabilizar su respiración.
El teléfono volvió a sonar. Luego de ver quién llamaba atendí.
Minuto 42
La ambulancia se llevó el saco de alcohol que había quedado desmayado al borde de la cama. Mi vieja sentía algo de alivio, pero esta vez tuvo suerte, porque en el momento que se lo quitó de arriba, pudo perder más que la suerte que la acompañó. Me quedé a esperarla hasta que llegara la policía. No existía otra opción que denunciarlo y evitar por todos los medios que volviera a acercarse.
—Mamá —dije abrazándola—. Estuve guardando un poco de plata.
Ella seguía mirando el charco de sangre que había quedado en el piso. Ya no temblaba, pero se le notaba el miedo que sentía, porque sabía que en algún momento, cuando tuviese la primera oportunidad iría por la revancha.
—Por qué no agarrás algunas de tus cosas y nos vamos de acá —la propuesta pareció no interesarle hasta que volví a hablar—. A mí también me están persiguiendo.
Minuto 43
—Arriba las manos —me gritó el cana—. Mantené las manos en alto.
Eran cuatro policías apuntándome con sus revólveres, mis posibilidades de sobrevivir eran nulas si disparaba contra alguno de ellos. Sin dejar de apuntarme, se acercaron y no demoraron en desarmarme y esposarme.
Ninguno habló, ninguno me puteó, como ya lo habían hecho en otras veladas, como solían hacerlo en las diferentes citas que tuve con los miembros de este honorable cuerpo.
—Fui un idiota en aceptar tan poca guita por este laburo —murmuré dentro del patrullero. Sabía que no era un apriete común, este gil tenía gente pesada atrás, y los milicos me daban la razón al tratarme como un reo VIP.
—Todo mal —me mandaron callar cuando grité y me di la cabeza contra la mampara. Qué gil soy, hago todo mal cuando me paso de merca, sino me hubiese mandado la cagada de disparar estaría gozando de buena salud.
Minuto 44
El escupitajo que le dio Patricia en la cara fue como pretender apagar un incendio con un bidón de nafta. Sosegar a un neurótico con una cachetada al orgullo era una estrategia poco inteligente. Llegué a interponerme entre los dos antes de que el escupitajo se convirtiera en una escena lamentable.
—Dejala en paz —le grité descargando mis depósitos de adrenalina. Se quedó serio mirándome con su típica cara petulante.
—Ya se va a arrepentir —se limpió la cara con la manga de la túnica y desapareció.
Respiré hondo durante unos segundos, Patricia también se había esfumado. Llegué a la enfermería exhausta y con nerviosismo. Ella estaba sentada con los codos sobre la mesa y las manos en la cabeza, mirando fijamente el teléfono celular. Sonó el mío y también el de los que estaban allí. Casi al unísono llevamos la atención al aparato, antes de volver la vista hacia ella, que comenzaba otro capítulo de su pesadilla.
Minuto 45
No resistí ver el vídeo hasta el final.
Dejé de sentir las piernas, las manos y me desvanecí sobre el escritorio. De forma cándida traté de encontrar un motivo razonable que justifique el accionar despiadado que ejerce un individuo sobre otro.
—Mi amor, Patri —escuché, la voz de alguien que intentaba devolverme del desmayo. Pero me negaba a responder, no sentía necesidad alguna de permanecer en el mundo de los conscientes. Por el contrario, en el único lugar donde podía sentirme a gusto en este momento era bajo tierra.
Cuántas personas en este mismo momento estarán regocijándose con este vídeo, pensé, con cuántos comentarios descalificadores me estarán apuntalando y dejando como una atorranta. Mi futuro en ese momento pendía de un hilo, la sola idea del vídeo inundando las redes sociales me dejó knock out.
Minuto 46
—Bien hecho, pibe —le dije al pendejo de la empresa de seguridad—. Soy un hombre de palabra —tomó el billete, agradeció y quedó mirándoselo como si le hubiese ofrecido una criatura fantástica.
El vídeo no demoró más de dos días en tomar dominio público, festejé mi victoria con un saque cuando me subí al auto. Luego de esto, no se olvidará jamás de que las mujeres son propiedad de sus hombres y están al servicio de quienes las poseen.
Paré el auto frente al club y bajé con la intención de saciar el hambre de una jugosa concha. Un flaco de canguro me chistó desde atrás de un árbol, interceptándome antes de que pudiera cruzar la calle.
—A dónde vas —me dijo poniéndome una mano en el pecho—. Señor machito, vas a tener que retractarte. —Le mostré todos los dientes de forma irónica, desestimando su pedido antes de sentir el frío caño del revólver en el abdomen.
Minuto 47
En mis cuarenta años de vida nunca había experimentado algo similar, jamás imaginé protagonizar una situación donde entregaba mi cuerpo completamente, despojada de cualquier tipo de prejuicios con un desconocido y vivir un instante sublime.
Lo contemplé durante unos segundos mientras observaba el techo del dormitorio con cierta incredulidad.
Me llenaba de satisfacción descubrir que detrás de esa mirada que se extraviaba en el espacio, existía un hombre sensible, amable y dulce.
Cuando regresó del taxi hasta la puerta, me sentí inmovilizada por el pánico, pero de inmediato su talante me dio motivos para confiar y recibir el amanecer de un modo inefable.
Tomamos algunos tragos, mientras desmenuzábamos nuestras vidas con total despojo, antes de coronar la velada entre las sábanas.
Minuto 48
Elegí al azar uno de los bancos de la plaza para sentarme. Miré el reloj por primera vez a las tres de la mañana, aún no había recibido ningún mensaje. Masajeé el caño del treinta y ocho, mostrando señales de nerviosismo. Ya tendría que haber recibido las primeras novedades y aún nada. Mi actitud pasmada y cavilosa había desaparecido.
Las dudas empezaron a adueñarse de mí, procuré alejarlas tan rápido como llegaban, con conjeturas tan disparatadas como las propias dudas.
Una silueta cruzó el perímetro de la plaza y se dirigió hacia el lugar donde permanecía sentado. Mantuve mi actitud lo más relajada posible, hasta que logré identificar al hombre que se acercaba a mi posición.
Mi suerte quiso que fuera el mozo del bar al que acudía todas las noches.
—Maestro —lo saludé—. Qué anda haciendo por acá.
Era la primera vez que le decía otra cosa que no fuera “café” y “la cuenta”.
UNA HORA DE ETERNIDAD / Matías Mateus 3da Parte /
UNA HORA DE ETERNIDAD
Matías Mateus
3da Parte
Minuto 25
Por supuesto que uno mantiene intacta la virtud de discernir y operar debidamente, o lo mejor posible, ya que sopesar conceptos abstractos depende de cada ser.
Pero esa virtud se disuelve cuando llegas al punto en que te das cuenta de que ese irrefrenable y supuesto amor que uno posee hacia el prójimo, es mentira. Cuando en la defensa de nuestra grandeza y generosidad, somos incapaces de percibir la devoción con la que engalanamos el egoísmo y la cobardía; nos aterra descubrir que la supuesta grandeza no es más que una simple intensión, como si al despertar luego de una borrachera nos encontráramos con la mujer del mejor amigo. A continuación de esa fotografía, el apetito de desmentir lo manifestado anteriormente se presenta con desesperación. Porque en definitiva, la sustancia que constituye nuestro cuerpo no es más que una masa en detrimento, una vez que las hormonas dinamitan la inocencia.
Desvelarse en tal sentido es peligroso, más si eres portador de un arma.
Minuto 26
Tomé un largo trago de cerveza, sin hacer caso al paseo ridículo-seductor del ser al que prometí, frente al cura y a Dios, amar y respetar hasta que la lerda muerte nos separe.
Pobre. Debe jurar que está divina. Si será infeliz que eleva su autoestima pagándole a un pendejo para que le mueva la carrocería. Para peor lo hace con mi plata.
Dejé la botella en el piso y caminé hasta la puerta del dormitorio.
El antojo de ingresar al cuarto y exigir mi porción mensual de sexo golpeó mi cabeza; como en todo buen matrimonio, es necesario ese sublime instante de desagradable liberación.
Abrí la puerta impulsado por el deseo de acostarme junto a ella en lo que se había convertido en el lecho de muerte y saciar mi apetito con su cuerpo, no por satisfacer el deseo sexual en sí, sino por la animosa intención de desagradarla, poseerla y hacerle vivir un momento nauseabundo.
Minuto 27
—Santi, Santi, mi amor —la temblorosa voz de mamá sonó desde algún lugar.
Me tomó la mano y sentí que apoyaba su cabeza sobre mis piernas.
—Ramiro —empecé a decir y fue imposible continuar.
Quise reírme para no mostrarle a mamá el sufrimiento que estaba terminando de matarme.
Varias luces aparecieron alrededor de la cabeza de mamá que se erguía y volvía a caer sobre mis piernas. Alguien la levantó y la alejó de mí, brotó un llanto desesperado que me sobresaltó generándome un ligero temblor.
Alguien apoyó los dedos sobre mi cuello, el dueño de esos dedos le susurró a otra persona palabras que no logré entender, pero sin dudas no eran buenas noticias.
El grito de mi madre aumentó, yo no podía hacer nada para contenerla. Otra voz pidió permiso y cubrió mi cuerpo con una tela.
Minuto 28
Solo me quedó la poca plata que tenía encima y el fierro.
—Ya te voy a agarrar, pedazo de una perra —mastiqué con bronca.
Me cambié de ropa y fui con mucho cuidado hasta la calle. Sentía el cuerpo completamente tenso por la paranoia que me había invadido.
—No importa la hora, afuera siempre hay una vieja con el perro —dije con bronca al ver a la vecina.
Me puse la capucha y caminé lo más rápido posible para alejarme de la zona. Me palpitaban las sienes por la excitación. La cola de un gato acarició mis piernas sobresaltándome más de lo que ya estaba.
—No tengo nada que perder —dije pegándole una piña a un contenedor de basura—. Pero esta conchuda se va a arrepentir por lo que hizo.
El ruido de un auto a mi espalda llamó mi atención, caminé sin mirar hacia atrás. Se terminó todo, pensé. Me aferré al gatillo del revólver y me di vuelta dispuesto a todo.
Minuto 29
Lo primero que distinguí entre el tumulto que había en la vereda fue a Olga; estaba recostada contra la puerta de su casa, con los ojos perdidos en el piso.
Algunas viejas la rodeaban y parecía que le estaban dando muestras de apoyo o vaya a saber qué es lo que le dan a una persona cuando está sufriendo sobremanera, luego de dedicar las tardes a sacarle el cuero.
No tuve necesidad de mirar hacia el cuerpo tapado para saber lo que había ocurrido.
—Olga —dije casi en un susurro. Tuve que reprimir la necesidad de llorar al saber a mi amigo muerto.
La rodeé con mis brazos y se dejó caer sobre mí.
—¿Sabés algo, Ramiro? —me preguntó—. ¿En qué andaba mi hijo?
No pude soportarlo y empecé a llorar junto a ella. Olga merecía tener algunas pistas respecto a los ambientes que frecuentaba Santiago, pero debía ser prudente al develarlo.
Minuto 30
—Mamá, mamá —llamé con la boca pegada a la puerta—. Mamá, soy yo, Rocío.
Pegué el oído a la puerta, adentro parecía que no había nadie.
Me resultaba extraño que hayan salido, pero era posible. Golpeé la puerta con los nudillos procurando no alterar el silencio que predominaba en el pasillo y no llamar la atención a los vecinos.
Al golpearla, la puerta hizo un chirrido y se apartó del marco. La empujé y me encontré con una habitación vacía y a oscuras.
—Mamá. ¿Estás en casa, Mamá? —volví a llamar con un poco más de volumen, después de cerrar la puerta.
Encendí la luz del comedor. Lo único que oía era el sonido de la madera bajo mis pies, caminé hacia el dormitorio, con la esperanza de encontrarlos durmiendo.
—Mamá —susurré, antes de cruzar la puerta.
Minuto 31
Era insostenible la situación, hacía meses que llegaba borracho y venía derecho a cogerme, como si yo fuera una puta, al principio no me resistí, pero se puso cada vez peor, más violento y agresivo de lo que ya era. Las veces que me negaba terminaba insultándome y reventándome a trompadas. Se iba amenazándome de muerte, que iba a volver y a volarme la cabeza de un balazo. Aparecía a los pocos días, siempre en el mismo estado y todo volvía a empezar.
Por eso decidí esconder la cuchilla bajo la almohada, para evitar que siguiera repitiéndose esta situación. Te juro que la intención era asustarlo, porque yo sabía que me quería. Pero cuando vio la cuchilla en lugar de retroceder se puso furioso, me agarró de la muñeca y me dio un cachetazo con la otra mano. Con la poca fuerza que me quedaba estiré las piernas y lo empujé. Perdió el equilibro por la borrachera que tenía encima y cayó de lado. Hizo un ruido seco cuando golpeó la cabeza contra la mesa de luz.
Minuto 32
Ofrecerle disculpas no estaba en mis planes, por el contrario, volví a la enfermería con la decidida intención de humillarla frente a todos, demostrarle fehacientemente que ya había dejado de ser dueña de sí. Yo expropié su cuerpo, su mente y su alma, ahora me pertenecía.
No será un trabajo difícil, ya que su reputación dentro del hospital jamás tuvo mucha consideración, más cuando se corrió el rumor de su amorío conmigo.
—¿Qué pasó? —le pregunté al guardia de seguridad, al ver el alboroto en la enfermería.
—Parece que la nueva tuvo una crisis en el baño y rompió todo.
Ahora un par de turritas le brindaban contención, si serán hipócritas, critican hasta el esmalte de uñas que lleva puesto, y ahora se desviven por atenderla.
—Tengo un videíto que te va a encantar —le dije al guardia—. Es de la minita que le gusta romper cosas —los granitos de sus mejillas brillaron por la excitación—. Puedo darte una rica propina si lo haces circular por las redes sociales.
Minuto 33
—Me encantaría denunciarlo —dije luego de permanecer callada un buen rato. Mis compañeras prestaron atención a mis palabras—. Pero ¿cómo lo hago? — me largué a llorar con desconsuelo, Rita volvió a abrazarme como si se tratara de su hija e intentó calmarme.
No era la primera mujer que pasaba por este calvario dentro de la institución. Me había llegado el rumor de que varias chicas sufrieron la misma situación que yo, y decidieron renunciar porque no pudieron soportarlo.
Su sola mención llenaba a las dos compañeras que me rodeaban de asco y rechazo, eran totalmente conscientes de su influencia y la situación les generaba tanta impotencia como a mí.
Lo vi pasar frente a la puerta de la enfermería y me levanté. Rita y Silvia se quedaron boquiabiertas cuando fui tras sus pasos.
Minuto 34
Una muchacha en ese estado era capaz de hacer cosas con un grado de imprevisibilidad de la que puede arrepentirse toda su vida. Fui tras ella luego de un segundo en que quedé pasmada, razonando lo que estaba ocurriendo.
Por un momento deseé con el alma que lo alcanzara y le hiciera pasar el peor momento de su vida. Por qué tendremos esa necesidad de reprimir el verdadero sentimiento que nos embarga, pensé durante el tiempo que duró ese deseo; seremos tan cobardes que somos capaces de soportar el constante hostigamiento con tal de cuidar la chacrita. Porque el poder que cree poseer no es más el que nosotras mismas le facilitamos.
Sus ínfulas no se conforman con la obediencia, es necesario que la humillación y el dolor brote por los poros de la otra persona, pulverizándole mente y alma.
La tenía a dos pasos de distancia, él seguía caminando sin percatarse de que lo perseguían, estiré el brazo para detenerla, lo medité un segundo y volví a bajarlo.
Minuto 35
Las piernas me temblaban durante los pasos que di desde al auto hasta la puerta.
Nunca en mi vida tuve la osadía de realizar semejante acto, descender del taxi para alcanzar a una mujer sin la menor idea de qué decirle cuando quede cara a cara con ella.
Descubrirlo me hizo dudar, evalué la posibilidad de dejar esta locura de lado y volverme al auto. Qué pensará la muchacha cuando vea a este dinosaurio, a esta especie en extinción cuando abra la puerta. Llama a la policía o se tira al piso a reírse. Prefería bancarme la denuncia que la cachetada a la autoestima.
Respiré hondo, miré hacia el cielo deseando que los astros que pululaban por la vasta extensión del universo estuviesen alineados a mi favor.
Llamé a la puerta con dos golpes cortitos. Pasaron algunos segundos y no se oía nada, como si la casa estuviese desierta. La eternidad transcurrida en esos los segundos me hizo desistir de la idea y me volví con la intención de no volver a pasar por esa cuadra.
Minuto 36
—Qué rostro este veterano —dije un tanto avergonzada—. Qué valor para bajarse y llamar a la puerta. —La actitud me generó un calor que hacía tiempo no sentía.
Era extraña la sensación, el dejo tenebroso que podía suponer la visita de un extraño a esa hora de la madrugada, se confundía con la excitación de una persona que me inspiraba confianza.
Lo contemplé por el espejo del taxi durante el recorrido, esos ojos sombríos, con muestras de cansancio y dolor, me llenaron de ternura y compasión. Incluso me hizo olvidar al imbécil que había dejado caliente en la puerta de la emergencia.
Esperé un momentito para observar la reacción. Lo vi girar y volver al auto, me apresuré en caminar hasta la puerta y abrirla.
Ya estaba subiéndose.
—Qué hago —me pregunté en voz alta. Volvió la cabeza y me vio parada en la puerta.
UNA HORA DE ETERNIDAD / novela por entrega / Matías Mateus 2da Parte
UNA HORA DE ETERNIDAD
Matías Mateus
2da Parte
Minuto 13
Le devuelvo las manos a los bolsillos y continúo mi marcha mirando al piso. Cuando no está el café frente a uno, se hace difícil buscar un tema de conversación. Las hebras del humo son buenas escuchando, hasta que se cansan y desaparecen, pero durante la danza sobre la taza son fieles aliadas.
Los bolsillos son buenos también, aunque no son muy partidarios de la dialéctica. Ellos básicamente contienen con calidez y entusiasmo. Lo arropan a uno con total desinterés; como todas las cosas, eso tiene su lado negativo. El problema de los bolsillos es que no saben decir que no, solo cuando un agujero se forma en el fondo, ahí sí varía el mapa. Salvando ese peñasco, son muy dóciles y eso se torna peligroso. Porque del mismo modo que calientan las manos y brindan contención, sirven para guardar elementos que un hombre con mis características no debería llevar consigo bajo ningún concepto.
Minuto 14
Al abrir la puerta me choqué con la foto que me saqué con Beatriz el día de nuestro casamiento y la insulté entre dientes, como quien se hace la cruz cuando pasa frente a una iglesia. Prendí la televisión con toda intención de molestarla y fui al baño a darme una ducha.
Qué ganas de darle una patada en el orto y hacerla desaparecer. Aunque prefiero soportarla en casa antes de comprarme un problema, si inicio el trámite de divorcio va a hacer todo lo posible para sacarme lo poco que tengo, como si alguna vez en su mísera vida hubiese contribuido en algo.
Prendí la luz del dormitorio y observé cómo la muy puta finge estar dormida mientras termino de secarme.
—Buenas noches, amor —dije y me fui a buscar una cerveza a la heladera.
Subí el volumen de la televisión asegurándome que perturbara su descanso y me recosté sobre el sofá.
Minuto 15
—Gordo cornudo —dije ahogando las palabras en la almohada—. Siempre hace lo mismo. Entra al cuarto y deja las luces prendidas.
Aproveché para ir a la cocina a tomar un vaso con agua y lo vi con su típica y asquerosa pose sobre el sofá.
—¿Cómo te fue? —le pregunté como si me importara y seguí caminando.
Serví en el vaso y escuché un sonido gutural que fui incapaz de discernir si se trataba de un insulto, una respuesta decente o qué.
Me quité la bata para volver al dormitorio y con maliciosa intención pasé delante de él exhibiéndole el culo, que a pesar de los años sigue firme y apetitoso. No creo que se le pueda parar al gordo, pero si llega a lograrlo que se haga una paja.
Me encerré en el cuarto riéndome por la maldad y me tiré en la cama llevándome una mano a la entrepierna que empezó a humedecerse al recordar la visita de Santiago.
Minuto 16
Si tuviera a Ramiro delante, le daría toda la razón con un abrazo incluido.
—Esa vieja te va a traer terrible quilombo, Santi. No seas pelotudo.
Ramiro siempre me cantó la justa, no se guardó nada por más que le haya puesto cara de ojete una que otra vez. Pero siempre fue de frente y jamás con mala leche.
—No ves que la vieja te usa para que le hagas el service —me reía del modo en que se expresaba. Esa posesión que lo caracterizaba cuando se ponía a hablar en serio me causaba cierta gracia, le quedaban los ojos desorbitados y la cara como un tomate—. Como el gordo no puede, te usa a vos, pero tené mucho cuidado, es un tipo jodido.
Se terminaba calentando él en el lugar de uno, más cuando te reías de las ocurrencias que le saltaban por los poros durante sus aconsejadores discursos.
—Dame bola, pelotudo —terminaba diciéndome y me plantaba un cachetazo en la nuca. Siempre me trató como a un hermano menor y la vieja no dudó nunca en agradecérselo.
Minuto 17
¿Ya son las siete de la mañana?, me dije cuando escuché que vibraba el celular sobre la madera de la mesa de luz.
Arrancarme del inconsciente de forma abrupta me hizo confundir el sonido del despertador con el de llamada.
¿Quién será? Abrí un ojo solo ya que me encandilaba la brillante luz de la pantalla del teléfono
—¿Olga? —contesté sobresaltado.
Era difícil que una llamada a esa hora trajera buenas nuevas, mucho menos si provenía de la madre de un amigo. El susurro inaudible que provenía del otro lado me impedía entenderla. Es una mujer muy castigada por los achaques de la edad, las obligadas ausencias del marido recrudecían su estado y los permanentes vaivenes anímicos del hijo no colaboraban en absoluto.
—En diez minutos estoy por ahí —dije aún sin entender qué ocurría.
Minuto 18
No alcanzaba a ver nada por la ventana. Solo oía el gemido de dolor al otro lado de la pared y algunas sirenas que se acercaban.
—Estas puntadas no me dan tregua —dije susurrando.
Afuera el gemido se había apagado y las sirenas sonaban mucho más cerca. Adentro de mi cabeza parecía que un taladro perforaba mi cerebro.
Algunas luces brillaron en la acera de enfrente y tras ellas varias personas empezaron a asomarse en la vereda. Los rostros de desconcierto que distinguía desde mi ventana provocaron una palpitación más aguda en mis sienes. El sonido a metal golpeó más fuerte y con mayor frecuencia.
—Olga, Olga ¿Está ahí? —La puerta empezó a sacudirse con algunos golpes—. Olga —volvieron a llamar con insistencia.
Arrastré los pies hasta la puerta y abrí.
Minuto 19
—¿Dónde se metió esta mina? —volví a revisar los bolsillos y solo encontré el fierro, que a esa altura me estaba quemando las manos.
Tomé un par de pasos de carrera y le di una patada fuerte al pestillo, apenas se movió, intenté con el hombro y nada. Medité la estúpida idea de romper la cerradura con un disparo y la hice a un lado de inmediato.
—Tengo que encanutarme ya —dije con desesperación—. No puedo seguir pelotudeando acá afuera.
Arremetí nuevamente con todas mis fuerzas y la puerta cedió. Caminé tropezando con el desorden que había en el living, encendí la luz del dormitorio y encontré los cajones de la cómoda tirados en el suelo.
—¡Qué hija de mil putas! —grité y descargué el puño contra una pared—. Esta zorra se voló y me robó toda la guita.
Minuto 20
Abrí los ojos al escuchar pasos acercándose por el corredor. No era la primera vez que me sobresaltaba con el sordo sonido de los pies. La llave giró y el chirrido de la puerta antecedió la entrada de un haz de luz. El olor era inconfundible, era el mismo que me quitaba el sueño y me erizaba de pies a cabeza.
Cayó sobre el colchón intensificando el asfixiante hedor a alcohol, se giró ruidosamente poniéndome una mano sobre el pecho. Procuré minimizar la contractura que me generó el contacto con su asquerosa mano.
Descendió con brusquedad hasta la entrepierna e intentó con torpeza correrme la ropa interior, ladeé el cuerpo con intención de eludirlo y me clavó las uñas, lastimándome las piernas. Volví a moverme para zafar de su presión, que aumentó al sentir la resistencia, inmovilizándome, con la mano libre cayó sobre mi cuello ejerciendo la misma presión.
El metal produjo un agudo sonido al asomarse bajo la almohada.
Minuto 21
Escupí al piso y noté que sangraba. Me limpié la boca con la manga de la remera y procuré caminar lo más rápido que el dolor me permitía.
Revisé los bolsillos y noté que aún tenía los paquetitos con la guita que había encontrado. Debe estar como loco, pensé, la paliza que recién me dieron se había esfumado de mi mente con la misma velocidad que la recibí. Mi vida en este momento dependía del humor de otra persona y principalmente del tiempo que demore en encontrarme.
Seguramente ya habrá notado que algo extraño pasó en su casa y sospechará indudablemente que fui la responsable.
Me aterraba caminar los últimos metros que me quedaban, un sentimiento persecutorio se apoderó de mí, haciéndome dudar. Quizás estuviese esperándome en la entrada de la casa de mi madre.
Miré hacia todos lados y me acerqué a la puerta procurando no hacer ruido alguno.
Minuto 22
—¡Por qué tengo que estar pasando por esto! —grité con impotencia. Le di una trompada a la puerta del baño y me largué a llorar por la rabia contenida.
Es imposible pensar con lucidez, cuando el agobio es tan grande y las posibilidades de encontrarle una vuelta al problema se tornan esquivas.
—Tampoco podés hacerte cargo de la culpa —me dijo una amiga.
—Sí, tenés razón —contesté sin convicción— ¿Pero, de qué modo me deslindo de esto sin perder el trabajo?
Otra sería la historia si se tratara de un enfermito común y corriente, pero al ser el protegido del directorio, con ínfulas de todo poderoso e incapaz de poner a funcionar el raciocinio, todo se torna más duro.
Me enfrenté al espejo y lo golpeé con fuerza. Mi rostro envuelto en lágrimas quedó surcado por las grietas del cristal quebrado.
Minuto 23
Desde la enfermería escuché un estruendo e inmediatamente me dirigí hacia el baño.
—¿Patri, estás bien? —grité al verla inmóvil frente al espejo roto.
Tenía las manos llenas de sangre apoyadas sobre la mesada, con su mirada perdida en lo que quedaba del espejo.
—Patri, mi amor ¿Qué pasó? —volví a preguntar extrañada por lo que estaba viendo.
Con un dejo de temor, apoyé mis manos sobre sus hombros y lentamente la conduje hacia una pileta limpia.
—¿Qué pasó? —dijo Silvia al asomar la cabeza por la puerta.
—Anda a preparar las cosas para curarla —le ordené sin mirarla.
Patricia permitía conducirse dócilmente, pero estaba completamente extraviada sin emitir ningún sonido. Comprobé que no tuviese rastros de vidrios en las manos, terminé de curarla y le di un beso en su mejilla empapada por las lágrimas.
Minuto 24
—¿Y ahora? Ya estás viejo, Juancito. Me dije buscándome en el retrovisor del auto. Mirá esas canas asomando, no sos ni la sombra de lo que eras hace dos años. No es para menos, jamás estamos preparados para una pérdida así y de forma tan repentina. Pero hay vida por delante y lo único que me queda es seguir, seguir lo mejor posible.
Volví la vista hacia la casa. La luz en la ventana me dio la pista que aún seguía por allí, merodeando la puerta.
No es fácil, Juan, claro que no es fácil. Pero qué pensás hacer. ¿Manejar este tacho hasta que te jubiles y dedicarte a escuchar la radio hasta que venga la huesuda a buscarte?
Aunque nos cueste, aunque nos aterre, es necesario patear el tablero de vez en cuando y sacudir el amodorrado transcurrir. Sino, a santo de qué sigo arriba del taxi, para pagar las cuentas, comer algo a la pasada y sestear cuando no levanto pasaje.
Le di una palmadita al volante como si fuera un talismán y me bajé con decisión.
Una hora de eternidad / Matías Mateus /
Una hora de eternidad
Matías Mateus
“Cuando cortejas a una bella muchacha,
una hora parece un segundo.
Pero si te sientas sobre carbón al rojo vivo,
un segundo parecerá una hora.
Eso es relatividad".
Albert Einstein
Minuto 1
—¿Desea algo más, caballero? —repitió el mozo, al igual que en las noches anteriores.
—Así está bien —contesté con austeridad y esperé la cuenta.
Volví a la noche dentro del café, allí, inmerso en esa negrura me sentía cómodo. Seguramente el interior del líquido frío guardaba una estrecha relación con la sustancia cobijada bajo mi espesa calvicie.
Cuántas incógnitas palpitarán en el consciente del mozo, cada vez que me siento delante de él a mirar cómo se enfría el café. Sin dudas, su curiosidad deber tener dimensiones extraordinarias.
Doy fe de que se referirá a mí con un apodo ingenioso y a esta altura tenga un sinfín de conjeturas incapaces de desnudar lo que habita en mi interior, aunque yo tampoco soy idóneo para decodificar con precisión el sentimiento que hace tiempo me embarga.
Lo único inobjetable es la bondadosa propina que siempre le dejo.
Minuto 2
Pobre tipo, algo jodido debe haberle pasado, pensé. Algún día voy a sentarme a su lado y le preguntaré qué lo trae aquí noche a noche a ver cómo se le enfría el café.
Apagué las luces del boliche, cerré y caminé hasta la parada del ómnibus
—Aunque el local esté desierto, nunca lo cierres antes de la una ¿Me entendiste? —me dijo el dueño cuando me dejó de encargado.
—Usted es el jefe —respondí sin darle mayor importancia.
No tenía necesidad alguna de llegar temprano, pero tampoco me seducía quedarme dentro de esa pocilga. Me reí al recordar a uno de los personajes de Hemingway, cuando le decía a su compañero, si no temía llegar a su casa antes de lo previsto.
Se me ocurrió que luego de la resignación solo queda transcurrir. Se acercó el ómnibus y titubeé en hacerle seña o no. Finalmente me decidí, extendí el brazo y encomendé mi suerte a todos los santos para encontrarla profundamente dormida al llegar.
Minuto 3
Es imposible verse al espejo y encontrar algo limpio cuando la mentira se abre paso a trompadas. Incluso proteger esa pizca de dignidad, que te grita diciendo: Sí, tenés razón. Todo es mentira y nada cambia en lo más mínimo.
Una masa grasosa con olor a cerveza, que mea fuera del wáter; con el grito desaforado de gol los domingos por la tarde como única sensación genuina. Al menos así empecé a verlo poco tiempo después de habernos casado.
En adelante, preferí abrirme de piernas, para que la sangre de la juventud haga revivir los placenteros años de otrora y experimentar los orgasmos que en veinte años, Cara de morsa, con su pija mal oliente, jamás me hizo sentir. Soporté esa cadena de mentiras para protegerme bajo su techo de la intemperie y de la chusma cuando un pendejo le devuelve la vida a mi desflecada vagina. Es más fácil aferrarse al amoldado prototipo que data de tiempos inmemorables, que comenzar una vida como la gente.
Minuto 4
No es la primera vez que veo al gordo Cara de morsa a menos de una cuadra de la casa. Cada vez que lo cruzo queda mirándome mal. Estoy seguro de que sospecha lo de su mujer conmigo. Mejor no vuelvo más.
—Andá, Santiago, antes que llegue el gordo —me dio un beso y metió unos billetes en mi bolsillo—. Mañana pasá un ratito antes y convídame con lo que consigas.
—Dale, Beatriz —saludé y me fui. Aunque comprendo que con el gordo está mal, me jode el papel que me hace jugar. Agradezco que dos por tres me mata el hambre y me de algunas monedas para mis cositas, pero creo que no vale la pena arriesgarse tanto.
Entré a casa en silencio, no anda bien mamá y le cuesta descansar. Le dejé plata sobre la mesita de luz, le di un beso en la frente y salí. Hace días no hablamos con la vieja, cuando llega yo estoy durmiendo y viceversa. Para peor papá tuvo que embarcarse nuevamente. Su cabeza debe volar por mi culpa. Como si ya no tuviera suficiente.
Minuto 5
—¡Santi! —grité. El interminable ruido del goteo y los metales chocándose entre sí me aturdían—. Mi amor ¿Estás en casa? —El goteo dentro de mi cabeza se acentuó luego que llamé—. Dónde se habrá metido este chiquilín.
Bajé los pies al piso y vi algunos billetes doblados sobre la mesita. Siempre me deja algo, pero desconozco el origen del dinero.
—Vení acá, hijo de puta —escuché que alguien decía en la calle—. Te voy a matar, la concha de tu madre —corrí un poco la cortina para ver y escuché un balazo a metros de la puerta.
Volví la cortina al lugar y me dejé caer sobre la cama. El sonido en mi cabeza me enloquecía. Las goteras, los metales y ahora el gemido que provenía del otro lado de la pared.
Dejé pasar algunos segundos y volví a asomarme por la ventana.
Minuto 6
¿Dónde metí las llaves? ¿Dónde carajo dejé las llaves? Es demasiado tarde como para volver a la calle a buscarlas.
—Abrime —susurré, tratando de no llamar mucho la atención en el silencio de la madrugada—. Abrí que me mandé flor de cagada —parecía que no había nadie adentro—. Soy yo —insistí más fuerte—. Abrí, dale.
Me asomé hasta la vereda para ver si las encontraba. Era inútil buscarlas en la oscuridad.
Qué pelotudo que fui, con qué necesidad disparé, no hacía falta. Eso me pasa por encajarme de más, quedo a mil y termina jugándome en contra. Le hubiese dado un culatazo o una trompada. Si me agarran, después de esto, seguro no salgo por un buen tiempo. De las anteriores pude zafar, pero de esta difícil.
—Abrí —volví a decir pegado a la puerta cuando llegué—. Abrí que se pudrió todo.
Minuto 7
Estaba decidido. Era inadmisible una vuelta atrás. Pase lo que pase, no puedo retornar a esa casa. Toda la noche esa manga de faloperos golpeando la puerta.
Por culpa del delincuente ese, voy a terminar en cana o bajo tierra.
Si el macho de mi vieja no se empedó esta noche, debe estar dormida. Como para no estar metida en algo así, me crié con un alcohólico golpeador, con esos antecedentes no puedo pretender otro panorama. Me arrepiento no haber aceptado la invitación de mi tía de mudarme con ella y haber estudiado una carrera para ganarme la vida.
—Hola, mami —me gritó un tipo desde un auto—. ¿Estás perdida? Subí que te llevo —caminé sin mirarlo—. No tengas miedo, bebé —volvió a decir.
Tantos años cara a cara con la violencia me prepararon para estos momentos. Apagó el motor y bajó. Metí la mano en el bolsillo y de reojo calculé la distancia. Cuando estiró el brazo para alcanzarme giré el cuerpo con la navaja en el aire.
Minuto 8
La herida pudo ser peor si no levantaba el brazo con rapidez. Sin pensar en el dolor, la hice caer al suelo con la mano herida y le di una patada en sus costillas. La escupí con odio y me fui del lugar.
Los chorros de sangre ensuciaron el interior del auto, me detuve un momento, procurando hacer un torniquete con la remera para evitar una mayor pérdida de sangre.
“Quisieron robarme, estaba parado en un semáforo e intentaron bajarme del auto por la ventanilla”, empecé a delinear en mi cabeza. Busqué con la mano sana debajo del asiento, ahí estaba. Abrí la botella, tomé un largo trago de whisky. Se me nublaba la vista por el punzante dolor y la cantidad de sangre que había perdido.
—Por acá —me atajó una enfermera, cuando me vio cruzar tambaleante por la puerta de la emergencia—. Tranquilo, hombre —dijo la misma voz que me recibió, pero no alcance a entender lo que me preguntaba.
Minuto 9
Otro borrachín que viene con el cuento del asalto. Después de saturarle la herida al fulano, salí a fumar. A pesar del NN que entró con la mano envuelta en la remera, fue una noche sin mayores sobresaltos. Al menos en lo estrictamente laboral. Tiré un pucho, encendí otro y seguí mirando las estrellas que se debatían con las luces de la ciudad.
Quién me habrá mandado meterme en este rollo. Un trago de camaradería, por qué no. Ese trago se convirtió en otro al día siguiente, que vino acompañado de una línea. Nunca había probado, volví al irremediable “por qué no”. Ya no tenía vuelta atrás y me desperté desnuda en un telo.
El resto, sencillo. La nueva, una atorrantita que entró y ya quiere trepar encamándose con cuanto médico se encuentre en la vuelta, todos los lugares típicos por donde pasa el imaginario colectivo, sin tener la menor idea de nada.
—¿Tomando aire? —me dice empalmándome el culo con la mano.
Minuto 10
Primero se te abre de gambas y luego saca matrícula de princesa. Prendí un pucho y di algunos pasos con dificultad. Que pisotón me encajó la hija de mil puta. Al sacarme el zapato y la media vi que tenía tres uñas quebradas. Eso pasa cuando les viene el ataque de dignidad y justo uno anda en la vuelta. Ya se va a arrepentir la zorra. Salí a la vereda para reacomodar el andar, no podía regresar a la guardia rengueando y darle el gusto de verme disminuido. Cuando le muestre el videíto que grabé con el celular, se va a dar cuenta con quién se metió.
—Buenas noches, doctor —me saludó, Natalie. Otra perra con el complejo de doncella—. Alimentando el vicio —dice.
—Como dice el refrán, en casa de herrero cuchillo de palo —se rio como la primera vez que le hablé con la intención de levantarla—. ¿Y a usted, qué la trae por la acera? —pregunté sintiendo un palpito en el pantalón.
Minuto 11
Qué gil es el pobre. Un poquito de pie y jura que todas las minas están murta por él.
—Por suerte, yéndome a casa —lo saludé con una guiñada y una sonrisa provocadora, dejándolo con una erección a medio camino—. Hasta mañana, doc.
—Imbécil —dije para mí, detrás escuché un balbuceo con tonalidades de invitación. Seguí mi camino desestimándolo. Es extraño el sentimiento que me genera su patética estampa de lover boy, en ocasiones disfruto mofarme de esa actitud, más cuando puedo alimentarla y dejarla por el piso de inmediato; pero es tan grande el asco que me da, porque la insinuación está palmo a palmo con el acoso. Todo el día con los ojos pegados en las tetas como si acabara de salir de la cárcel.
—Buenas noches, señor —le dije al conductor cuando me subí al taxi. Después de decirle la dirección me recosté en el asiento y cerré los ojos masticando la bronca que me genera pensar en esa clase de idiota.
Minuto 12
Dejo a la muchacha y voy a buscar al relevo, pensé. Qué jornada larga, por Dios. El tránsito cada vez está más complicado y la calle más jodida, se hace insoportable la noche.
—Acá está bien —me dijo. Le mostré la tarifa— Quédese con el cambio.
Intercambiamos gracias y buenas noches y se bajó del taxi. La miré mientras recorrió los metros que la separaban de la puerta. Qué hermosa mujer.
Abrió la puerta, miró hacia la calle y saludó con una sonrisa radiante.
Despabílate, Juan, me dije. No está saludándote, es tu imaginación
Por las dudas sonreí y le devolví el saludo animosamente.
—¿Está libre? —me preguntó una parejita que pasó.
—No, muchachos. Estoy esperando a la chica —mentí y los dejé ir.
Volví a mirar hacia la casa y vi cómo se perdió detrás de la puerta. Medité un par de segundos y apagué el motor.