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El rojo crepúsculo de Úrsulo en silencio. / Waldo Contreras López /
El rojo crepúsculo
de Úrsulo en silencio.
Waldo Contreras López
“Los relatos de la cárcel se parecen al relato
de los sueños que la gente suele hacer al despertar.
El relato de los sueños solo le interesa a quien lo cuenta”
Ricardo Piglia.
“Y qué es, pensé, ¡después de todo!
Es solo su exterior, un hombre puede
ser honesto bajo cualquier tipo de piel”
Herman Melville, en Moby Dick.
-Los tatuajes- dice José después de darle un largo trago a la cerveza -adquieren un significado exponencial en las cárceles a medida que el preso ve transcurrir sus años a la sombra. Son como anuncios fluorescentes en una calle solitaria; como quimeras, palabras o caracteres pintados aquí y allá, buscando la luz de una mirada que los encienda. Les contaré: Hubo una vez un hombre. Purgaba una condena de por vida tras ser encontrado culpable de matar a su esposa e hijos. Era, como yo, un hombre rojo de la vieja escuela rusa. Todos sabíamos que era inocente pero el gobierno pintó el cuatro de manera tan hábil y truculenta que no pudo siquiera presumir inocencia. El alcohol y la cocaína lo perdieron. Antes de iniciar la revuelta en la plaza de las tres culturas, un grupo de policías irrumpió en su casa cuando se bañaba a jicarazos en la azotea del edificio. Su esposa dormía junto con su hijo de diecisiete años y la niña de ocho. Fue una confusión. Los esquiroles Iban por él para matarlo y nomás dispararon al bulto, a lo pendejo, en montón y mansalva, con miedo y conocimiento de que el tunante podía ametrallarlos o mínimo, molerlos a canto de garrote, cuchillo y mordida si le daban al menos un segundo de ventaja. Cuando los paramédicos llegaron, Úrsulo lloraba sobre los cadáveres totalmente desnudo, con una botella de mezcal en la diestra y la nariz manchada de un polvo blanco. Gritaba: "Yo, los maté. Yo y mis ideas". Llegó al Lecumberri descamisado, pelón, con los huesos y el alma rotos. Al principio, se la pasaba cante y cante baladas tristes en voz baja, pero al paso de los meses ese tipo de emociones se le fueron y comenzó a escribir al mundo un testamento sobre el cuero. Comenzó con los nombres de sus hijos y su esposa; luego, fragmentos de panfletos o poemas de Salomón de la Selva, Nico Guillén y García Lorca; después, las notas musicales de la canción All Along The Watchtower de Bob Dylan pintadas en la espalda; siguió con dibujos de extraños demonios sacados de la imaginación, luego ojos, bocas, collares de dientes e hilitos de sangre; luego frases anónimas que pretendían haikus narrando la vicisitud de ver pasar los años sin disfrutar con los abrazos de las estaciones; luego se fue por la cara hasta borrar la imagen con la que se forjó la ferocidad de revolucionario de pacotilla: símbolos, alfabetos de otras lenguas y jeroglíficos babilonianos. Antes de que nada reconocible le quedara en su cuarteado rostro, tres flechas azul cielo saliendo del ojo izquierdo con rumbo al corazón. Por último, una frase que repetía mucho antes de oscurecer: "Un pájaro que nunca alcanzó a ver la luz, solo horizontes cruzados por el nubarrón inevitable del morir sin ser enterrado" Después, nunca más volvió a hablar. En su piel estaba escrito todo lo que pudo decir del mundo. Deambulaba por los patios y callejones, pegado a las paredes, con la vista fija al frente, las manos en los bolsillos y arrastrando los pies como si fueran su cobija. A veces, se le oía nada más silbar como un ave inmigrante cantando por una libertad más allá de las utopías de una revolución mierdosa. Así un año entero, un año entero hasta que, en la víspera de navidad, todos preparábamos el patio para la comilona y la pastorela. Úrsulo se estaba encargando de la tramoya y las piñatas y yo, de armar el templete y escenario con madera. Era casi el final de la función, cuando veíamos humear las cazuelas de la comida, cuando estaba a punto de aparecer el diablo. Era el bordo de la medianoche cuando Jesús Sosa gritó a todo pulmón una voz histérica: “¡Úrsulo! ¡Úrsulo! ¡Camarada! ¡No la chingues!" Y, como parido por la luz blanca de la única y más alta lámpara encendida en el penal, vimos brotar el cuerpo de Úrsulo agarrado de una cuerda por el cuello. Ni siquiera pataleó. La vida se le fue con un tronido macabro, como si la cuerda le hubiera dado una mordida en la cabeza y de esa forma le hiciera sacar los ojos, la lengua y un chorro espeso de sanguaza por la nariz y las orejas. He visto gente que se cuelga y como gimen. Úrsulo ni siquiera suspiró. Lo vimos colgado, balanceándose como marioneta abandonada. Yo, yo lo vi de alguna manera sonreír. Mi pobre camarada. Adiós, le dije, y enseguida me fui por la herramienta al taller de carpintería para hacerle el ataúd. A lo lejos, se veía tan bello, como un alebrije multicolor reflejando la vida fulgurante de nuestros ojos, como un colguije extraño de esos que exhiben los artistas hippies en el tianguis del chopo; colgado y sin quejido lúgubre; con sus poemas, dibujos, jeroglíficos y palabras pretendiendo ser haikus. Lo vi a lo lejos y me recordó los anuncios luminosos del paseo de la reforma. Tan extraordinario, tan irreal, tan fantásticamente muerto. Adiós, Úrsulo. Adiós, le dije, tratando de recordar su talla. La cena la guardamos para el velorio. Lo sacaron del penal en punto de las ocho del día veintiséis de diciembre del año 76, en el cajón de muerto más bello que hube hecho, con rumbo a la sierra de Chihuahua. Cuando lo conocí allá a principios de los sesenta, le gustaba el rock, la revo cubana y odiaba a los tatuados, era grueso como un marrano garañón, moreno como el zopilote, taciturno y voz segura, pausa y estentórea, con una talla en el ánimo que le hacía verse como un Ajax; tras las rejas se fue encogiendo a medida que callaba y el pellejo se le ennegrecía de tanta tinta; llegó a medir algo así como la medida que hay entre la meada, el pito y el suelo. Ese día, no pude dormir con la vuelta en la sesera de si medía uno noventa, como cuando lo admiré, o uno sesenta, como cuando sus pies estaban meciéndose como hojas secas a siete metros de altura, o quizás uno ochenta, como cuando joven y los sueños. Lo que son las cosas. El camarada no alcanzó a ver el inicio de una nueva era. La era de los bultos. Un año después, el gobierno nos dio a todos libertad bajo palabra, bajo palabra de honor, que el color rojo jamás volvería a mencionarse en esta tierra. Aquí estamos ahora. Unos borregos a medio morir asimilados por el Estado. Libres sí, en un lugar en donde nada de lo que sucede dentro de una prisión tiene sentido. Un lugar y una época que ya nos olvidó. Me imagino a Úrsulo aquí, con nosotros, tratando de explicar sin conseguirlo, todo ese rayadero que tuvo en el pellejo. ¿Ustedes, jóvenes, serían capaces de comprenderlo? No lo creo.
José le da el último trago a la cerveza mientras mira fijamente una lámpara japonesa colgada sobre la cabeza del barman. Se despide de nosotros con un adiós de mano, dándonos la cara de su escurrida espalda, y sale rumbo a la forma de llover que hoy tiene el cielo. El eco de sus pasos está siendo devorado por el tronido de la tormenta, se lleva sus palabras, su grave estar de viejo derrotado, con mordidas húmedas, hasta convertirlo en nada.
Laura y Aura / Aída López /
Laura y Aura
Aída López
Premio Estatal de Literatura 2020: Tiempos de Escritura
Pasa, Aura, dijo con su voz vieja. Mamá, ya te he dicho, soy Laura, contesté enfadada Con sus casi setenta años no disminuía su preferencia hacia mi gemela; otro día escuchando las “virtudes” de Aura y los “defectos” de Laura. Mi hermana era la bonita, la inteligente y todos los calificativos que engrandecen a un ser humano. El espejo confirmaba sus dichos, con minutos de diferencia nací baja de peso y una marca en el cuello la cual se fue agrandando con la edad. Mamá, durante el eclipse de luna se rascó la panza estando embarazada y por eso la “chivaluna” en mi piel. Los dermatólogos no lograron con cremas, ni con láser, borrar la mancha violácea o tan siquiera difuminarla. Urgía que transcurriesen las seis semanas del postoperatorio y el médico le quitara la venda de los ojos; la venda respecto a Aura nunca se la podría quitar yo.
Lo bueno es que tú sí vienes a acompañarme, Laura ni se para por aquí. A pesar de tus ocupaciones con mis nietos y tu esposo, no me desamparas. Cuando una hija es buena, una madre lo nota cuando es pequeña. Esas palabras retumbaban en mi cabeza, las había escuchado desde que tuve uso de razón. Una vez más le repetí que mi hermana no podía estar por las razones mencionadas por ella misma. Las vacaciones del despacho me facilitaban cubrir el turno diurno; el nocturno lo hacía la enfermera. No solo estaba ciega, sino también sorda; mis palabras, no las oía, seguía llamándome Aura como su nombre; el desdoblamiento de su perfección. Narcisista en exceso. Decidí cumplir su anhelo, no le aclararía quién era y que siguiera creyéndose junto a la sacrificada de mi hermana y no conmigo, la solterona mala hija.
¿Tan ocupada estará la malagradecida? Atiende mejor a su perro, por eso no me arrepiento de haberte dado más a ti. Siempre se lo dije a tu padre, la gente fea es mala, pero él decía que soy clasista y por eso la traigo contra Laura. Quiero que sepas, todas mis joyas son para ti, hija, en cuanto me quiten estos trapos de los ojos te las entregaré. Mejor en vida, así ella no tendrá derecho a reclamar. La casa la pondré a tu nombre... La interrumpí tajante, ¿crees justo dejar a mi hermana sin la mitad de la casa? Ella no se quedará conforme, trabaja con abogados y reclamará lo que por ley le corresponde. Mi madre estuvo callada y pensativa por segundos que parecieron eternos, enseguida reaccionó, ¿Me estás pidiendo la propiedad en vida? En automático repelí esa posibilidad. No, no te estoy diciendo eso.
Sus deseos de orinar desviaron el tema. La ayudé a levantarse de la cama y con cuidado la dirigí al sanitario. Vinieron a mi memoria los días cuando en ese mismo lugar el shampoo entraba a mis ojos. Mi “mala suerte” a la hora de la ducha era habitual. La mirada de Aura nunca se vio empañada con el jabón, pocas veces tenía motivos para llorar mientras que a mí me sobraban. Mamá, ¿recuerdas lo chillona que era Laura cada vez que la bañabas? Me sorprendió cuando dijo que adrede me lo echaba y el placer al verme con los ojos enrojecidos. Un sentimiento de rabia e impotencia me atrapó, sin embargo, la levanté del inodoro con el mismo cuidado y la regresé a su cama. No tengo hijos, pero supongo que a todos se les quiere por igual. Quizá mi mala suerte no era eso y mis desventuras eran provocadas por su perversidad.
Mi gemela acostumbraba hablarme por las noches para saber cómo había pasado la jornada nuestra madre; su familia la tenía absorta y por eso no iba a verla. Los compromisos sociales de su marido, empresario exitoso digno de ella, y de sus hijos adolescentes a quienes llevaba a la escuela, al karate y al ballet, además de dirigir un séquito de servidumbre, la tenían agobiada. Aura cumplía con pagarle la enfermera a doña Aura, la diferencia conmigo es que yo no contaba con el dinero para solventar el costo de otro turno. Desde las ocho de la mañana llegaba para prepararle todas sus comidas, bañarla, administrarle sus medicamentos y ser depositaria de los sentimientos de la mujer que me parió y nunca me quiso.
A ratos la dejaba hablando sola y recorría la casa: el cuarto de cada una de nosotras, el jardín trasero con el centenario árbol de mango, la salita de música con paredes de madera donde papá solía escuchar a Elvis Presley, a Los Platters… ooonlyyy yuuu… Cada rincón estaba impregnado de recuerdos buenos y malos. Apenas advertí, el cuarto de Aura es más grande que el mío y tiene closet, eso le permitía tenerlo arreglado, motivo frecuente de mis castigos al no mantener el mismo orden. Mi periplo culminaba en la cocina preparando la dieta recetada por el doctor: baja en grasa y sal, abundante verdura.
Cada vez me resultaba más difícil levantarme temprano e ir a atender a mi madre para escuchar el nombre de mi hermana en vez del mío. Deseaba tener los recursos para pagar a alguien que lo hiciera, pero mis ingresos no eran fijos. En pocas semanas conoceríamos su estado. Era probable que al quitar el vendaje siguiera necesitando ayuda, en tal caso tendría que solicitar licencia indefinida en el bufete. La sola idea me avasallaba.
La rutina hubiera sido benévola de no enterarme de sus patrañas. Un día me dijo, ¿te acuerdas de Fernandito, el niño que jugaba contigo en el parque? Apenas recordaba sus lentes y el pelo negro y crespo del regordete. Pues tuvo una hermanita mongolita y un día me contó su mamá que la niña se ahogó en la bañera. En aquel tiempo las señoras comentamos que ella seguramente la dejó sola para que la muerte se la llevara. Sin titubear deduje que eso mismo hubiera deseado hacer conmigo. Quise adentrarme en su mente, le pregunté si consideraba justificado hacer eso con un hijo enfermo, tomando en cuenta que ella se reconocía como una verdadera católica y no de esas que van a misa los domingos y de lunes a sábado las invade el “efecto Lucifer”. La ambigüedad de su respuesta me orilló a pensar que sería capaz “por el bien de la familia”.
Enajenada, tratando de recordar a la mamá de Fernandito, aquel día olvidé administrarle los medicamentos a la hora precisa. Mientras le llevaba el consomé a la boca, me horrorizó la vulnerabilidad de los niños ante sus padres: así como te dan la vida, te la pueden quitar sin uno poder defenderse. En más de una ocasión me sacó de mis pensamientos cuando levantaba la voz porque le mojaba la bata con el caldo. Mi silencio la preocupó: ¿tienes problemas con tu marido?, estás muy callada, dijo convencida de ser conocedora de los conflictos de pareja, los cuales eran constantes con papá por los extremosos cambios de humor de ella.
No veía el fin del martirio. Mis vacaciones arruinadas y con el riesgo de prolongarse sin sueldo, sin alternativa de huir o deslindar en alguien la losa que cargaba a cuestas. ¿Y si en lugar de que la mamá de Fernandito se deshiciera de su hija, la hija se deshiciera de su mamá? La idea iba y venía, rondaba y se agazapaba…se olvidaba.
Corrían los días, se aproximaba el plazo para conocer el rumbo de mi destino. El trasplante de córneas le devolvería la vista o no a mi madre, ¿y si no? Aura estaba en condiciones de seguir pagando a la enfermera, pero yo no tenía la disponibilidad para atenderla indefinidamente. Mis malos modos fueron resentidos, el agua del baño demasiado caliente, la comida salada, escueta conversación, heladez por el aire acondicionado, la música estridente. La mamá de Fernandito, la hermanita de Fernandito, Fernandito…
Una mañana llegué a la casa de mi infancia como siempre, me invadía una felicidad inexplicable, ella misma lo percibió. Mi yerno con seguridad te trató con cariño anoche, es evidente, dijo maliciosa. Así es, mamá, respondí dándole por su lado. Puse en el reproductor a Elvis, ambas recordamos a papá. El árbol de mango daba sus primeros frutos, el cielo de intenso azul resplandeciente, la primavera revoloteando en las coloridas alas de las aves.
A las doce del mediodía el agua de mango, la favorita de mi madre, estaba lista. Agradeció a la naturaleza su generosidad. Recostada en su mullido colchón, antes de ingerir sus alimentos, elevó una oración “por el pan nuestro de cada día”.
A la señora Aura le di de comer y beber y beber y beber y beber… Mojando la bata, las almohadas, las sábanas, la cama… Llenándole la boca, la garganta, la nariz, los pulmones, del dulce néctar amarillo hasta ahogar su respiración.
Serendipity
Serendipity
En la cocina
el arroz se desnuda
como ebrio en la cantina.
Deja que el público sume dos más dos,
ten cuidado de no escribir lo que el público ya sabe.
Hablar con el poema como se habla
con el vecino.
Hablar del tiempo y del calor
de los malos servicios municipales, quejarse
de la tardanza del verano, la lluvias, la infancia
lo corto de las vacaciones, el cuerpo protesta,
siempre protesta.
De lo cara que está la vida, lo poco que se logra con mucho esfuerzo
suficiente nunca es suficiente
Decirle al poema cosas que se quiere decir a los hijos
y que callas.
No me pienso bañar,
a veces temo llegar a la esquina,
quiero llenar la casa de perros.
Habla con el poema como hablas con la almohada.
Cuida con tu vida la libreta que está entre la funda.
Quiero una bicicleta.
No te puedo a abandonar.
Será necesario habitar el poema sin desconfianza.
Como lo hace mi amada cuando pone su mano en mi hombro.
Caminar lento, a ninguna parte.
Pisar su sombra sin maldad.
Beber su aliento como se bebe mezcal blanco,
con ojos cerrados.
En este momento en el país hay ocho mil ochocientas ochenta y ocho almas en busca del poema. No son muchas ni son pocas, son un montón. Son tiempos duros, hace falta vivir otra vida. Al mismo tiempo hay otras ocho mil ochocientas ochenta y ocho mentes que envidian con toda el alma la cifra de individuos que buscan escribir el poema. No son muchas ni son pocos, son los que son. A todo esto, llega puntual cada miércoles el camión de la basura. Hace sonar la campana que abre la puerta de todas las viviendas.
La gente puede aprender a pelear con toda el alma por lo que verdaderamente desea
(todo esto es lenguaje literario, pero mi alma desea que sea verdad)..
Todo esto ocurre en el preciso momento en que el gobierno emite ocho mil ochocientas ochenta y ocho convocatorias para participar en certámenes literarios donde ofrecen jugosos montos económicos como premio.
La vida es una, dicen los maestros del poema, toma las oportunidades que se levanten a tu paso.
Sube al árbol, escribe el poema.
Como el león de ojos grandes
que aguarda junto a la vereda
confiado en el temor de los pastores.
Yo leí la palabra Condenación en el marco superior de la puerta del castillo de popa. Le dije a mis superiores, pero no hicieron caso de la advertencia en medio de la noche marina.
Como la bisabuela, la abuela y mi madre escribo por hambre.
Iluminan la noche los relámpagos, caen los rayos.
¿Cuándo nos convertimos en dioses?
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, sep., 2016.
Algo, alguien, ahí
Algo, alguien, ahí
Cada sílaba
es obra del sabotaje.
Paul Auster, Exhumación
El camino huele a pólvora, toda la noche estallaron los cohetes. Tengo una hora para hacer esta escritura antes de arreglar mis asuntos (esto quiere decir que esta escritura es un cuerpo exterior, ajeno, que interrumpe las acciones cotidianas de mi persona. Escribir es algo extraordinario), pero pierdo minutos en encender la máquina y corregir el espacio que separa líneas en esta computadora, el interlineado. Vengo de lejos, de los festejos de año nuevo, de terminar una novela, de romper con un amor, de terminar libretas repletas de apuntes, de montañas de libros. Vengo de la cafetera al lugar de todos los días, todas las horas, la misma silla desde donde abro la tapa de la máquina y espero que encienda, su foquito azul rey me ilusiona todavía, escucho el motorcito de su ventilador y algo se levanta o llega hasta mí, mis dedos cobran agilidad en esta mañana fría, y llegan palabras y palabras. Así hasta que en mi cabeza se va formando una lectura, toda lectura se elabora desde la persona hacia el texto. La escritura es una representación, en esta mañana leo mi escritura y puedo ver una casa de una planta junto a la carretera, una casa sencilla de una familia sencilla, un padre, la madre, cinco hijos, donde los hermanos pasan la fiesta de Noche Vieja quemando cohetitos que arrojan a la negrura de la carretera. El fuego es del camino, la pólvora, porque los caminos no arden. No se trata aquí de que alguien aparezca sin previo aviso y lea sobre tu hombro izquierdo, una mujer, un ángel, tu abuelo o tu padre ya fallecido, no. No se trata aquí de escuchar voces y ser el puente, un médium, para que otra voz se manifieste. No. Se trata de levantar tu propia voz desde lo ya antes dicho, ocupar el interlineado y desde ahí levantar tu escritura. Esta es la hora de la pólvora, del aire que huele a pólvora, ningún espíritu puede viajar a este sitio sólo para expresarse con las letras en medio del olor a pólvora, imagino que entre los espíritus habrá un mínimo de gusto. Buen o mal gusto, pero algo habrá que rechace este olor de la pólvora que se mete por todos los rincones. A este sitio de las protestas le corren los fantasmas. O, bien pensado, podría afirmarse que este lugar es mudo, sin expresión alguna. La pólvora es de los caminos. Pongo esto: en la calle vacía, silenciosa, de muros altos de piedra, las pocas ventanas están selladas. A piedra y lodo. Pero uno siente que es observado cuando espera el pan en la tarde, cuando vuelve del trabajo y antes de llegar a casa empina la botella con el mezcal transparente. Hay un polvo cargado de miradas que pesa lo suficiente para que uno descubra que es observado desde el silencio impenetrable. Las esquinas son gobernadas por las miradas. No tengo tiempo y pierdo el tiempo. Tengo una cita, un negocio, pero antes de salir a la calle, de enfrentar el silencio de mis vecinos, tengo esta premura por encender la máquina, descargar los dedos sobre las teclas, afilar el pensamiento y escribir cosas. Cualquier cosa. De un sitio, ya hablé de la calle de mi casa. De un recuerdo, el del patio de la casa de mis padres. De alguien, de los ojos que me observan y me siguen, pendientes siempre de todos mis movimientos. De aquello, mi infancia en la tierra donde nacieron mis padres. En todo esto escucho el ruido de la cacerola del perro, el peltre. El ruido es hueco, pero suena a fierro. Resulta que las palomas se comen el alimento de mi perro. En las mañanas me resulta difícil despertar luego del desvelo, es el ruido de la cacerola que brinca en el patio cargada de palomas y picotazos el que me despierta. Cuando escribo se me tensan los hombros, los brazos. Me duele la espalda. Esta actividad resulta agotadora si se realiza por más de cierto tiempo. Una hora. Puedo sentarme a leer dieciocho horas de corrido, todo un día, o parte del día. Pero sólo puedo aporrear el teclado por una hora. O dos, a lo mucho. Escribir cansa si la letra sale desde el culo, desde el fondo de la persona que escribe, desde la plata de los pies, la raíz de los cabellos, los huevos. Se tensan los músculos de mi espalda, mi cuello, mis piernas. Y ando muchas horas después con el cuerpo lastimado. Amanezco estreñido. Y no se diga de la quinta y la séptima vértebra. Las traigo molidas. Pero las ganas de escribir, de golpear la máquina con los dedos es superior al dolor mismo, a las incomodidades de permanecer sentado, al mañana, como si yo fuera una de las palomas que, detenida en el borde del trasto de peltre, agarra a picotazos el aire, el fondo del perol porque ya el perro terminó su comida o porque ya sólo hay que lanzar picotazos al fondo azul vacío para que pase la mañana con su cielo azul. A todo esto yo vine a hablar de la gente y termino hablando de las palomas, del patio en el que suceden cosas que realizan las aves hambrientas. Cagan. El patio huele a pólvora, por aquí pasó la guerra. Mi ansiedad, con el paso de las palabras, se contiene, en mi sien derecha atraviesa un dolor como un sueño, una nube, un presentimiento que proporciona sombra por un instante para luego dar paso al sol quemante sobre el patio, el tiempo sin respiro desde el cual sale la letra. El asunto es este, escribo como si tuviera la salud dispuesta a perder el tiempo en esta escritura, comunicarme con el olor de la pólvora o los sonidos en el patio. Alguien, algún vecino construye una casa. Hasta la silla donde escribo llegan los martillazos, secos y constantes. Un ruido metálico diferente del ruido que hacen las palomas en el trasto del perro. Ahora respiro, cuento hasta trece mientras sostengo la respiración en mis pulmones y escribo (con el número trece, la cifra mágica, quiero decir que escribo atado a las taras, los ciclos referenciales, que estas palabras que se juntan y se pueden leer no son mías, que lucho sin descanso por meterme en el interlineado e intervenir la escritura que se hace por las palabras de otros, de todos. La escritura es arbitraria, su deseo, así como la cifra con la que cuento mi respiración para tener una mínima oportunidad de intervenir en la escritura de todos. Pongo mis suspiros, no tengo más que poner en este instante.. Me logro ver desde el exterior, yo con el rostro amoratado siguiendo las palabras que brincan en la pantalla como si se trataran de los granos de alimento industrializado que consume mi perro. Suelto el aire. Toda esta escritura resulta una combustión. Introduzco a mis pulmones, al torrente sanguíneo cierta cantidad de oxígeno, lo retengo y lo suelto pasado ya cierto tiempo. Trece. La cifra. Mágica. El oxígeno trabaja en mi cerebro y hace que la ansiedad que me obligó a sentarme frente a la máquina descienda. Esto quiere decir que el impulso primero no me pertenece, como no me pertenece el espíritu del texto. Anda en el aire, es de todos. Entonces afloran, después del primer periodo de excitación, los dedazos, las confusiones al momento de escribir las letras. Armo, deshago, rearmo letras, palabras, sílabas, frases. Sonidos y significados. Soy el fierro viejo que anuncia su comercio por la calle. Fierro viejo. Rearmo, junto, desarmo. Como si mi escritura estuviera en la pequeña cabeza de la paloma que se inclina en el borde del perol a comer el alimento del perro. Pero que esa porción de alimento ya fue consumida, por la paloma misma o por el perro o los gusanos negros que pululan entre las paredes y el jardín, y entonces sólo cae el picotazo sobre el peltre vacío. Suena, peltre, oh, paloma. Así mis dedos, esta escritura que golpea sin cesar el aire para construir las palabras. Y se confunde. Desconcertada. La palabra. Mis manos. Las letras. Todo se arma en una confusión como de guerra porque ahí está, no se marcha, el olor a pólvora. Y las letras se entreveran, forman nuevas palabras, significados desconocidos que trepan a los muros y me observan como cuando se amanece con nuevo vecino. Vuelvo a tomar aire. En la casa de un vecino alguien hace la mezcla. ¿Por qué en lugar de ocuparme de los ruidos no me ocupo de esta escritura? Porque el que escribe es humano, mortal, sólo lo posee el impulso, que ni siquiera es suyo, sale quien sabe de dónde, el ánimo de exteriorizar el pensamiento, y mientras lo hace escucha todo lo que ocurre en su entorno. El cuerpo y los sentidos intervienen en el momento de la escritura. Esto es, le da comezón la mejilla, se la rasca, pero no tiene tiempo para perderlo en atender las demandas urgentes de su propio cuerpo, el argumento es la falta de tiempo, si pero el escozor en la mejilla derecha es superior al deseo de escribir o de golpear con los dedos índice de las manos el tablero de las palabras, de mover el aire enrarecido. Como paloma que picotea inútilmente. O como gota que se figa en el lavabo y golpea el albo piso del baño, así, esparciendo su transparencia, anegando el piso de blancos mosaicos. Tengo tiempo, todo el mundo tiene tiempo suficiente para realizar su escritura. Así como hay tiempo para que se derrame el agua del lavabo. En otro tiempo yo pasaba las horas frente a la máquina, una máquina blanca, portátil que me compró mi madre en la adolescencia, en espera de que llegaran las palabras y me habitaran y yo pudiera imprimirlas sobre las hojas blancas. Esta escritura romántica, inspirada nunca se concretó. Durante mucho tiempo yo cargué libretas vacías, hojas en blanco en espera de que la inspiración hiciera fuego contra mi pecho. Nada pasó. La inspiración no me pelaba. De aquel tiempo no guardo nada, porque nada escribí, pasé días y días, años, sin escribir palabras. Perdí el tiempo. O gané el tiempo. Porque ahora, después de aquella triste experiencia, puedo ponerme tiempos de trabajo. Una hora o dos. Y cumplir con mi cuota de dos mil palabras, tres mil por jornada. Como lo hace cualquier peón de albañil. A destajo. Así escribo, que es como escribir impulsado por un estado de ánimo mientras el olor a pólvora sale de la calle, atraviesa el patio y se instala en esta habitación en la que escribo. Por jornada. La letra fresca sale así, por jornada. Como ganarse el pan a golpe de marro. Como marino sobre cubierta en un medio adverso, el agua. Como condenado a trabajos forzados (bien sé que estas imágenes son repetidas, pero líneas arriba advertí que esta escritura no es mía, que yo cuento con una mínima posibilidad de meter mi cuchara, intervenirla. Todavía espero el momento, lo cazo, mientras estoy al acecho del instante dejo que fluyan las letras de otros, lo manido, lo que ya se conoce. Y no llega el tiempo, nunca llega mi tiempo para intervenir la escritura) Y vieran ustedes qué tan monas salen las líneas de palabras, los párrafos, las oraciones. Y todo lleva como un orden lógico donde pasan cosas en un tiempo, un lugar, a determinadas personas. La historia. Las palabras, los pensamientos se acomodan como los ladrillos y la mezcla en la cima del muro. Todo esto es así, lo inexpresable tiende a ser visual, representativo, lo tienes que ver para poder transmitirlo. O haces que quien lea lo observe, mirar un muro de ladrillo no es complicado. Sólo brota así, en el ordenador que es como decir en el aire, ahora no escucho el ruido de las palomas, sólo el motor de una motocicleta renueve el polvo de la calle, el polvo y el aire sucio levanta el olor a pólvora.. En realidad escribo por la mañana para terminar de despertar, tengo el sueño cargado de desvelos, tardo en conectarme con las cosas del día y esta escritura que surge me sirve para impulsar la realización de los hechos comunes, corrientes que debo hacer en las horas de la mañana, para ordenar mis pensamientos sobre los asuntos cotidianos. Esto es, la escritura es un hecho que ocurre en mi vida para ordenar la agenda. Desde la infancia me crecieron así, con un orden sobre las cosas, los instantes, los sentimientos. Los deseos del cuerpo. Asía de casa a la escuela bien comido, bien cagado y bien orinado, satisfecho de todas las necesidades. Bien vestido. Pero no hay que ser extremosos, si no hago la escritura en algún día de la semana nada ocurre. Puedo salir a realizar mis operaciones de compra y pago, el café en el zócalo, saludar a los amigos, volver a casa, ilusionarme con las flores del jardín, un libro, un autor. Ver las nubes que forman figuras en el cielo. Dormir. Soñar. No es que ocurra algo fatal en mi vida si no llego a realizar la escritura por la mañana. Ya ven, estoy hablando de mi persona, maldita sea estoy hablando de mi como si mi vida fuera el centro del mundo y el lector tuviera tiempo de sobra para perder el tiempo. En el patio del vecino siguen los ruidos de la construcción. Que son los ruidos de la destrucción. Los escombros, la mezcla, paladas y paladas, el pasar de la superficie lisa a la superficie roñosa, ese ruido que nos revuelve las entrañas. Extraños. Como una digestión, una mala digestión. Ahora, decía, la ansiedad que me llevó a sentarme frente a la máquina desciende, claramente siento que desciende porque a mi cabeza entran con mayor claridad los ruidos del exterior. Las venas de mis manos ya no permaneces hinchadas. Azules. Verdes. Oscuras. No más el raspar de la pala contra el piso, no más el picotear sobre el peltre de las palomas. El zureo en lo alto del muro. Toda esa quietud que permite esta escritura. Por el contrario, la escritura necesita fiesta, música, canciones, recuerdos, hasta mi llega una canción que escuchan en el café vecino. Y entonces, con la canción, el deseo de escribir se vuelve intenso, casi compulsivo, frenético. Vuelven a hincharse las venas azules de mi mano. En la noche pagaré este ejercicio de escritura con un fuerte dolor de espalda. Retengo en mis pulmones el aire aspirado es de esperar de que resulte medicinal este meter el oxígeno al sistema. Pero nada pasa. Llegan con claridad los sonidos de la calle y en mi cabeza, mi cuello, ya no está el dolor, la punzada que hace un instante amenazaba con instalarse. A la escritura le gusta darme la mala vida. Ahora, a esta altura de esta escritura, las palabras me resultan de difícil construcción. Si. Como si mi cerebro, mis manos olvidaran la posición de las letras y tardaran un instante en descargar su fuerza sobre las letras y la pantalla se llena de rojo. Letras rojas. Renglones enrojecidos. Y tardo más en realizar esta esforzada escritura. Confunde las letras, mi cerebro, mi mano, la posición de las letras, los signos de puntuación, los acentos. Los espacios entre palabra y palabra. Mi cabeza hace realmente un esfuerzo para convocar al orden a las letras. Toda escritura significa u esfuerzo, escribir no es natural en la especie humana, lo natural sería trazar un dibujo. Y lo supero. Ya está, resulta que en la cabeza ocurre lo que en el dial de la radio, a veces se extravía, se confunde, entran las interferencias, y en lugar de sintonizar el partido de beisbol tan esperado surgen las notas de un concierto de rock. Pero vuelve el orden. Me pasa con la letra i y la o, por su cercanía, su posición en el teclado. Parece que siempre escribo en italiano, las palabras que debieran terminar en o terminan en i. Y siento, con esas confusiones, estas fallas, que soy otro el que escribe. Una persona que no habita en este espacio, en este tiempo y que ni siquiera lo hace en correcto español. Escribir es traducirse, lo dijo Paul Auster (interrumpo esta escritura, la velocidad de despegue, para ir al baño. Quedamos que desde la infancia la instrucción era bien cagado y bien meado. Pero no, la irreverencia me habita). Faltan cuatro minutos para que concluya la hora en que me fijé hacer toda esta escritura. Cuando volteo a ver el reloj descubro maravillado que le gané cuatro minutos al tiempo (con todo y esa intempestiva ida al baño). Escribí este texto en menos de una hora (hay ciertas cosas en que la obligación resulta un acierto, en esta escritura, por ejemplo). Y eso me satisface, aunque me pregunto quién irá a leer todas estas confusiones que resultan de medir el tiempo y de dialogar conmigo mismo. El tiempo no interviene en la escritura, uno tiene todo el tiempo del mundo para escribir. Interviene el lenguaje, que es de todos. Yo no juego a ser Dios cuando escribo, yo sólo soy un hombre que escribe. Una coma bien puesta no consume, el ponerla, nada de tiempo. El tiempo de la angustia, la soledad es mayor a las equivocaciones de los dedos sobre el tablero. El tiempo de la respiración agitada mientras suenan los golpes del dedo índice entre el teclado y el la cocina suena el permanente roer de los ratones. ¿Qué será más irritante? No lo sé, no tengo todas las respuestas. Más bien tengo todas las preguntas, por eso escribo. Ahora ya están los ceros, el doble cero, justo al lado de la cifra acordada. Cuando salen del teclado a la pantalla las letras algo se dispara y me maravilla. Todavía no alcanzo a comprender el mecanismo que se acciona con este veloz moverse de mis manos, mis dedos, escribo con dos dedos, sobre el teclado y cómo hacen que se formen palabras, hileras de palabras que salen con velocidad y orden, como la muerte. Sílabas. Ahora puedo dejarlos a ustedes, a esta escritura, y dedicarme a mis asuntos. Con su permiso, paso a retirarme antes que esto estalle.
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, enero 2017.
EL ESPECIALISTA
EL ESPECIALISTA
Por: César Rito Salinas
Soy el especialista en generar accidentes en la vida de éste, el hombre que escribe. He permanecido en la tierra desde el primer momento, antes que el escritor llegara. Esta edad del tiempo, que es tan antigua, hace que me revele a mi destino de olvido (en realidad son especialista en amoldarme a los cambios). Entonces el impulso que hace la escritura es el del olvidado, del oculto mientras pasa lo importante. La vida. Comer y cagar son valoradas como de mayor importancia. Comparada con mi presencia la conquista del territorio, el poder sobre los demás, el fervor religioso, soy menos que el borde de una uña separada del dedo (en el patio ladra el perro, en la azotea vecina un hombre con gorra surte el agua a los tinacos, el ladrido del perro, la figura del hombre simple, el agua, son más importantes en tiempo a mi presencia).
En la calle suena la bomba eléctrica que abastece el agua desde un camión cisterna, el perro ladra, incansable. Otros perros vecinos lo imitan, entre todos hacen un coro de los desesperados que saturan de electricidad la mañana. Nunca imaginé que viviera rodeado de feroces bestias, ladridos. El silencio está cercado por muros de gritos, ladridos, ruidos que penetran en el silencio del hombre que escribe, éste.
Escribir discursos, una letra que me relacione de manera personal con mi nombre, resulta difícil para mí. Yo me dedico a cazar el tiempo de los accidentes, los momentos en que sale la otra voz. La literaria. Así puedo asegurar que escribo diariamente, pero no soy yo. Es la voz del ser que mora entre las cosas y las personas, el silencio y el ruido. Ahora mismo que escribí la oración anterior me siento ridículo, como chamán o visionario, un individuo que se comunica o hace de puente con la otredad. Y no hay tal cosa en mi persona. Soy bastante normal. No me sale un rayo de luz por las orejas. Por la tarde espero al carro del panadero en la puerta de mi casa, me gusta escuchar música que todos escuchan, mi casa está hecha con muros de concreto, como todas las casas del barrio. Voy al zócalo de la ciudad, bebo café, fumo cigarros de marcas comerciales, populares. Hago mi trabajo sobre una máquina envejecida. Tengo problemas para pagar las cuentas de mi consumo. En el terreno sentimental soy un periódico de ayer, no tengo noticias nuevas. Como todo ciudadano de su tiempo desconfío del gobierno, la policía. Tengo dificultad para aceptar las leyes, normas, reglamentos. Me va mejor con las personas de dudosa reputación. No aspiro a encabezar alguna organización política, no me significo ni dentro de la sociedad de padres de familia de la escuela donde estudian mis hijos. Como todo ciudadano soy pacífico, evito las aglomeraciones, el consumo sin medida, desconfío del gobierno y de su política. Lo oficial siempre me sabe a monedas de a centavo, a resaca de ayer. Hago la vida desde un sitio que se significa en la sociedad, la escritura, pero no por deseos de fama y popularidad, más bien porque es el trabajo que más se amolda al silencio.
Puede parecer extraño que un hombre que trabaja con las letras desee el silencio, pero los espacios sin expresión son precisos para generar el accidente que hace que surja, aparezca, el dueño de la escritura. Que no siempre es el mismo porque los hay quienes aparecen por la mañana, a primera hora del día; aquéllos que prefieren el calor de las cuatro de la tarde, los hay quienes gozan del tiempo de la luz que muere, la tarde, hay una satisfacción en existir junto a lo que se extingue. Y los que reclaman el silencio de las madrugadas, el frío que cala los huesos, el olvido. Todos me traen a mal dormir, auténticamente como calzón de puta, para arriba y para abajo, no por mi deseo sino porque me lo ordenan. (Todo esto ya lo dijeron otros, en mi mora una federación de almas hablantes, algunas desean jugar al producir su voz para que en la distancia se repita la voz, se produzca el eco. No digo que las almas que me habitan me son fieles, son viajeras, de tiempo y de la carne, habitan en todos lados y en todas partes expresan sus múltiples obsesiones. No me son fieles, pero dejo que hagan con mi persona lo que a ellas agrade, soy un perro en el patio que aúlla o mueve la cola, agacha la cabeza; hago todo lo que me indica hacer el silencio. Y aquí me tienen hablando como merolico, como muñeco de ventrílocuo.)
(El calzón de puta. Una imagen cargada de fuerza y deseo, un calzón con encajes, con el elástico resistente. Que lo puedas sostener en tu puño, meterlo a la bolsa de tus pantalones, llevarlo a todas partes sin que nadie lo note. Esconderlo en las páginas de un libro, la libreta, cargado de olores que traen recuerdos, que reviven el deseo. El calzón es la imagen por la que un hombre mata a una mujer, a otro hombre. El velo que encierra el deseo, que oculta el rostro de la divinidad. Todo lo animal de la conducta humana mora en el calzón de la puta. Sencillo, lejano, casa de todas las palabras. Silencioso. Evocador. ¿No te has encontrado hurgando entre los encajes del calzón para encontrar el hirsuto bello oscuro? El rulo, la curva donde se hace la vida. Uno habita entre vellos encrespados, lustrosos, hermosos semicírculos donde se oculta la caricia.)
No seré carne del diván del sicoanalista, pero le daré algo de comer. Tuve una infancia feliz, fui un niño amado por sus padres (me repito, o repito lo ya dicho por otros, pero esta es mi estrategia: tiendo la trampa para que el espíritu que mora en mi pecho salga y me contradiga. No, no es cierto, éste que escribe fue un niño despreciado por sus padres, huérfano, olvidado por todos. Planteo esto, explico mi juego, abro mis cartas: el que escribe, el dueño verdadero de esta voz surge con la oposición y el delirio, como delincuente que asola los caminos. Salteador de pasos reales, merodeador. Habla para contradecirme, delator. Como cuenta con un conocimiento de mi persona desde el tiempo que ya no recuerdo, desde la primera infancia, habla con autoridad sobre mi persona. Me traiciona.)
Proust dijo que un libro es producto de un Yo diferente. Un libro que nunca podrá ser obra del hombre que está pendiente a las siete de la tarde del panadero y su pregón. El que se alimenta de lo mismo cada tarde, a la misma hora, de la misma mano, en el mismo sitio. La imagen es esta: un hombre con un cesto para los panes a la puerta de una casa con su zaguán repleto de horas, abrigado con un gabán enorme, frágil, aterido por el frío que mora de su espalda a sus cabellos, los hombros. El hombre distinto de sus vecinos.
Por eso convoco el accidente, la contradicción, para que aparezca la voz que escribe y hace el libro. Un Yo diferente.
La cosa reside aquí, en el accidente. Poner la trampa para que salga a contradecirme la voz, otra voz, una voz distinta cada tarde, cada mañana, cada mediodía, cada madrugada. La voz que existe sobre el tiempo y que está ahí, pero que a veces se niega a salir. Algunos lo llamaron en otro tiempo inspiración, alma, destino, Dios, Diablo. Yo la nombro la voz contradictoria. Porque el que escribe, éste, es un hombre normal y muy conforme, nunca hace uso de sus saberes para contradecir al dirigente, al político, a los vecinos. Las leyes. El que escribe no protesta porque es un hombre simple cargado de compromisos.
A veces sale, a veces se oculta. Como un niño aparece con las palabras escritas, las historias, los fraseos memorables. Se arma del marca texto amarillo y raya los libros, los embarra de sus obsesiones. Escribe. Toma la pluma, le gusta escribir con lápiz en el margen vacío de los periódicos, las revistas, le gusta escribir sobre la foto de los famosos, para despreciarles, arrojarles su desdén, desfigurarlos. Arma su juego cargado de tijeras y cinta adhesiva. Luego se sienta y ordena que todo su desmadre guarde un orden. Cumple. Ordena. Y aquí me tienen, como calzón de puta. Dispuesto siempre dispuesto a ofrecer intimidad a extraños, complacerlos.
Se preguntarán desde cuándo aparecen en mi vida estas voces. Desde que murió de muerte por enfermedad mi hermano Mario Jesús, el niño. Cuando Mario Jesús muere yo canté una canción de moda, “ahora soy feliz”. Soy de mala entraña, debo aclarar (ahora sale el que me habita y escribe, “soy de mala entraña”, luego se esconde en un agujero profundo y oscuro). Mario Jesús me había destronado de mi sitio del benjamín, el hijo último. Y llegó para apoderarse de cuidados y cariños. No lo digo porque uno no debería andar por el mundo hablando de su persona (el que escribe ríe a carcajadas. Sólo distingo la oscuridad que reina en su morada y el sitio de su risa). Para decirlo claro, el desplazado del cariño materno desea la muerte del substituto. “Por fin, ahora soy feliz”, reía mientras bebía la mamila, cuando supe de la muerte repentina de mi hermano menor. Desde la tierna infancia relacioné la ingesta de líquidos con cierto placer secreto, inconfesable, como un vicio. Todo líquido en el que espera se vuelve carne, elemento nutricio. Ya era consciente de mis actos, no pasaba de los dos años, cruzaba la pierna recostado en la cama de mis padres y bebía, cantaba. “Ahora soy feliz”. (El que escribe sale de su escondrijo y no hace absolutamente nada, o hace una salida en falso, no provoca el error. No miente ni provoca, sólo me mira complacido. Entonces escribo para ganarle el espacio de mi palabra. Con la prisa por escribir tardo en comprender que he caído en su juego, el muy miserable me ha vuelto a engañar. Ahora esta escritura parece una declaración íntima de mi persona y no lo es, es desde un principio el objeto de su risa, su juego, su provocación que resulta efectiva en mis manos que no piensan ni alcanzan a comprender que la velocidad con la que escriben no proviene del cerebro que las conduce, sino de un interés ajeno, exterior a la persona que soy.)
Pasó un tiempo. Llegó la tarde. Ni el que escribe ni yo volteamos a vernos, pendientes del trasto de las palabras. Como en el juego de El Encantado, pendiente siempre de la base. Salir corriendo para gritar salvación, salvación para todos mis amigos. Yo, el civil, anodino le tiendo una trampa, escribo para los niños (aquí el asunto importa sólo para picarle los ojos, las costillas al dueño de la voz). Y el de la voz, el otro, me mira con desprecio, sabe que le he puesto una carnada fresca, apetitosa, un manjar para sus fauces antiguas. Carne de hebra, carne tierna, deliciosa. Desconfiado como es, recela. Aguarda, intuye, sabe que lo pondré a escribir de mis más oscuros propósitos, él será mi esclavo que me dará fama, dinero, fortuna. Mujeres, muchas mujeres. Popularidad. Y no escribe nada, sabe, tiene en su cabeza historias que encantarán el tiempo de los niños, que podré salir a venderla en los colegios, con el gobierno Con las instituciones repletas de gente que se preocupa por un futuro mejor para esta sociedad; y no escribe. No escribe el muy necio, terco descarado, sólo para llevar la contraria. Siempre adolescente, desconfiado y tenaz, perseverante en su desconfianza.
Ya llevo un mil seiscientas y feria de palabras, un mil y pico. Y la letra avanza en este juego, duelo de dos que se odian y se necesitan. El dueño de la palabra y quien esto escribe. El rebelde y el doméstico. Aquí vamos, el tiempo entre nosotros, la estrategia. Todos atentos.
Todo lo importante del individuo está en los libros (lo veo escribir, se comporta como dueño del balón, seguro). ¿Cuál es la patria del individuo? El libro, el sitio de su imaginación. (si, es bueno, el dueño de la voz. Doctoral, imparte cátedra. Si yo fuera joven diría, cuando crezca quiero ser con él. Pero ya no tengo oportunidad de decir eso. Ahora digo: me gusta ver cuando él se desempeña como él.)
Precedente y procedencia, el libro. (Ahora juega, sobreactúa, se arregla el moño de la corbata. Va desnudo del torso, sólo con una corbata de moño azul, de terciopelo, ceñida al cuello por una cinta elástica. El de la voz en un joven moreno, esbelto, cabellos ensortijados que gusta exhibir los músculos de su tórax. Creo reconocerlo, alguna vez llegué a verlo a la orilla de la carretera internacional Cristóbal Colón, pero sólo fue muy fugaz mente, yo iba en un camión de pasajeros).
El libro, el nuevo libro es la suma del tiempo real del hombre. El libro siempre está en construcción, todo el tiempo. No hay libro terminado, se está escribiendo, nunca se abandona. (ahora se baja del ladrillo rojo, pontificio. Se ajusta la corbata. El moño, según el ángulo desde donde se le mire, aparenta ser demasiado grande, o muy pequeño. La corbata azul tiene vida, unida a su cuello por una cinta elástica, como un sostén.) (El de la voz lleva los pantalones ajustados, como un esclavo de las plantaciones del Mississippi).
La escuela no aclara nada al educando. Está rodeada de profesores con gustos burgueses, que tienen al sindicato y a su familia como centro de la deidad. Y a la televisión, que resulta expresión de clase trabajadora. Ellos no traicionan a su clase social con pretensiones burguesas, como acudir a la ópera o al teatro, por ejemplo. Los profesores sueñan con que un día toda la comunidad sea propiedad del sindicato, lo cual sucederá. La gente organizada tiene más probabilidades de éxito, sobrevivencia. Ante este panorama del futuro el libro cobra vigencia, transmite esperanza, rebeldía. (Ahora el de la voz alza la mirada y su cabeza repleta de cabello crespo, “mentirosito”, diría mi madre, alza los ojos y se queda observando a una avioneta que cruza el cielo. De la avioneta sólo observo la sombra cargada de un tronar de motores. Luego el vacío, el silencio de la tarde. El de la voz continúa con la cabeza vuelta al cielo. Parece político en campaña. Creo que le desagrada el tema del futuro, o no lo entiende. Menos el futuro comunitario. Por fin se enfada y se desvanece. Nada, nadie. Silencio. Ni siquiera su corbata de moño dejó como recuerdo. Luz del día. Silencio que es interrumpido por el sonar en el patio de la cacerola del perro.)
La vida con la familia, la abuela, la madre, no enseña nada. Los mayores transfieren sus miedos a sus hijos. Introducen al pensamiento comer como único propósito en la vida, comer como el único razonamiento que apoya la existencia. Comer. De esa enseñanza no se aprende nada, porque los mayores relacionan su comer con el trabajo abnegado, obediente. Servidumbre. (El dueño de la voz sale, bosteza, se despereza. Vuelva a desaparecer.)
Lo que recibimos del conocimiento escolar y familiar es estándar, nada que signifique a la persona. La educación de los domados, servidumbre. (Escribo la oración anterior y deseo ver los ojos del de la voz, pero no aparece por más trampas que le ponga para que se deje ver.)
Cientos y cientos de niños y su rebeldía perecieron bajo la educación amorosa de sus maestros y sus padres, la familia. Hace falta poesía en la vida de los niños.
Poseo una experiencia social limitada, de eso se vale el dueño de la voz para generar sus accidentes que hacen esta escritura. Si yo llevara una vida social activa, cargada de responsabilidades civiles y compromisos, otra cosa sería. No habría tiempo para dedicarle al dueño de la voz estas conversaciones, verdadero ataque de guerra de guerrilla urbana. Tendría horarios que cumplir, trabajo. Ahora sólo me dedico a rascarme la nariz y a esperar a que surja y arme su desmadre, el de la voz. O sea, me rasco la nariz y saco moco con mi dedo anular de la mano derecha, todo esto para poner algún atractivo a este tiempo silencioso que pasa mientras el de la voz no se asoma.
Este desperdicio del tiempo me vuelve escritor. Tengo oportunidad de leer, nadie me interrumpe. Converso con lo que no existe, o lo mínimo, pequeño, sin significancia. Porque estoy solo. Y puedo hacerlo. Si en la infancia me hubieran mostrado la importancia de relacionarme socialmente ahora sería un director del departamento de recursos humanos y estaría a punto de jubilarme con una pensión que me asegurara el resto de mis días.
(De dónde saca éste todas estas cosas, comodidad y dispendio, contemplación árida y estéril, el mundo del burgués que vive del trabajo ajeno, del asalariado, del sindicalista.)
Los modelos literarios son falsos aprendizajes, una serie de derrotas, de demostraciones de la imposibilidad de una expresión. Más valdría encomendarse a Dios o a Satanás o a los dos juntos, unidos o por separado para dedicarse a escribir y obtener mayores resultados. (El otro, con voz apasionada: La escritura es una actividad simple, se trata de utilizar el tiempo ante el vacío, la ausencia. La escritura es una actividad. No se valora por los resultados, buena, mala, sino por la réplicas que hacen posible otro mundo y otro tiempo, con nuevos personajes. La escritura básicamente es una actividad infantil y en este mundo de tiempo real los niños no tienen la palabra –los niños no votan-, están obligados a silencio y obediencia, porque nada saben del mundo.)
Tiempo improductivo, la escritura. Tiempo de los niños. Los modelos literarios son falsas enseñanzas porque provienen de mundo diferentes, el mundo de las obligaciones contra el mundo de la ausencia. La voz mora en cada pecho humano, hecho de un tiempo que corre sobre un sitio, una atmósfera determinada, con propia altitud y longitud que le otorgan ubicación geográfica. Como las plantas, la voz es un ser vivo que crece en condiciones específicas, que puede llegar a cultivarse. Por eso el autor del libro será un falso maestro. La literatura y su imposibilidad de su enseñanza. A todos aquellos que pretenden escribir bien podría recomendársele cambiar de ciudad, de condiciones climáticas, para observar si en el nuevo entorno continúan con sus intenciones de hacer letras.)
Me había propuesta llegar a las diez cuartillas en esta jornada de escritura. No sé de dónde saco la cifra, la meta de mi trabajo. Será que vivo rodeado de libros y palabras impresas que siempre ando viendo panes en la tahona. Leños, lumbre, carga de harinas. Costales vacíos y cestas repletas de olorosos panes.
El de la voz es esquivo. Ahora resuena en la calle la trompeta del nevero. El de la voz detesta los ruidos, de eso me he dado cuenta a lo largo de estos años, de esta convivencia, de esta amistad enemistad valiente y cobarde.
Para trabajar el silencio de este momento corto el tiempo junto a la máquina, preparo café, veo el vuelo de las abejas sobre las flores, abandono mi sitio en la silla. Todo lo que del mundo se deja ver desde la ventana de la cocina. Suena la trompeta montada en el triciclo del nevero. Dejo, no lo molesto, no lo enfado al dueño de la voz. Ahora pasa el camión de las tortillas, anuncia “tortillas recién hechas y calientes, preparadas con el mayor esmero e higiénicamente”. Me detengo en “higiénicamente”. Salta a mi oído. Está fuera de toda lógica, ¿habrán tortillas hechas con suciedad?, el vocablo es horrible por su sonoridad, esdrújula cargada de la e como vocal alta, pero pega. El golpe hace la belleza, el gusto. Se queda. La interrupción violenta, el vacío, el corte de un ritmo hace la memoria. No se olvida. Miren ustedes, ahora se coló a esta escritura y ahí se queda, el de la voz. La comunicación tiene valores de uso, deseo. Memoria. Toda comunicación humana aspira a la eternidad del instante. La trompeta del nevero, el pregón de las tortillas, el panadero. Deseo, comida. Hambre. Deseo y satisfacción. Comer y cagar. Y mientras la letra como si habitara en otro tiempo corre sobre las tres hileras del aparato alfabeto, danza, espera a su dueño, el de la voz que no se aparece. ¿O si? Esta ausencia presencia alerta los sentidos, me obliga a jurar obediencia a su presencia, este misterio.
Ya rondan las tres mil palabras por el archivo de esta escritura. El dueño de la voz se hace maje y no se aparece, refunfuña de este avance, lo niega con su ausencia. (Ahora, ustedes dirán, para qué insistir ante algo que se niega. La escritura. Qué objeto tiene insistir. Y ahí, con este cuestionamiento surge la razón de todo escrito, rebeldía. Que en este sitio quiere decir terquedad, constancia, obediencia, permanencia. Las palabras salen, disparadas por el vacío, tienen voluntad propia. Aparecen desaparecen, existen. Toda escritura tiene un ánimo de origen, contradecir el mundo del orden. La letra surge para desordenar el mundo. Y de ahí la importancia del libro, la suma del desorden. De un libro verdadero, del que te asalta la memoria y te violenta con palabras nuevas, nuevas relaciones de palabras, signos, significados, conductas nuevas. Visiones. Ya, ya, ya. Ahora todo se aclara, el libro, la palabra, el signo tienen por objeto alterar el significado terso de las palabras. Andar a salto de mata. Enmontarse. Remontarse. Montuno, cimarrón. La rebeldía como signo de la existencia, característica de la vida. Bien, ahora debo encontrar sobre el pico de los tres miles el final de esta historia. Aguarden.
El mundo es absurdo, por eso escribo. (Bien, el de la voz vuelve a aparecer y deja una perla, no lleva la corbata de moño, en la mano derecha porta un ramo de rosas rojas, como canción de amor que arde en el rincón de una cantina. Llegó borracho el borracho exigiendo cinco tequilas. Ay, José Alfredo.)
Escribimos sobre monstruos y héroes porque eso es más rico que nombrar ejecuciones y fracasos sin mostrar nuestro desprecio. Visiones. Habrá que oponerse a la vida de servidumbre, el mundo es de todos. Escribimos porque merecemos otro tiempo, uno donde la vida exista en una manera rica y divertida. Para traer noticias, novedades, así sean de la irrealidad. (Lo busco y encuentro el vacío, el vacío mora en su pestilencia, como un demonio aguerrido, esforzado. La agarro de la cola y la azoto contra el piso, sólo para ver cómo se desmorona el Diablo. No me da miedo su olor, no aborrezco su presencia. Su cola larga y peluda me sirve para descargar un gran golpe contra el piso cargado de desechos, palabras que flotan como hojas viajeras del diario impreso ayer.)
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, noviembre 2016.
Hay que sacar a la poesía de los libros
Hay que sacar a la poesía de los libros
Habrá que sacar a la poesía de los libros, ponerla en el patio de la casa del vecino, hacerla próxima. En 2012, en Juchitán, en la Feria del Libro, invité a los amigos a una lectura en el patio de la casa de un vecino, fuera del programa oficial, “una acción que quite la solemnidad y la naftalina a los libros”, fue mi argumento, “donde lean todos”. Algunos de aquellos amigos eran jóvenes y anónimos, Michel Pineda, Rodrigo Vásquez, fundadores del Colectivo Bicuyuba; un tal Fernando Lobo y su mujer, Isabel.
De cómo acabó aquello no quiero acordarme, pero pasaron a leer las jóvenes su poesía erótica, amorosa, los jóvenes, sus familiares. De pronto el patio estaba lleno de gente lectora, entusiasta. Era marzo, venían las fiestas de mayo, la lectura de poesía había sido el mejor preludio para los festejos de las deidades titulares.
Sacar a la poesía de los libros no es algo sencillo, hay que romper esquemas, ideas que nos llegan desde el siglo XVIII y siguen vigentes por pueblos y ciudades, la tertulia de los honorables y cultos, la lectura como manifestación de clase social y distinción. “Lee, para que no te digan indio”.
En 2014 presenté Rezadora en una casa abandonada con patio y tejavana que hospedó a principios del siglo pasado a la escuela primaria y posteriormente a las oficinas de Bienes Comunales, la organización campesina, en barrio Lieza, Santo Domingo Tehuantepec, en el Istmo. El mismo ánimo, el mismo principio, sacar a la poesía del libro, ponerlo en un sitio conocido. Colaboraron entusiastas mujeres del barrio, integramos poesía, fotografía, video y tradiciones zapotecas.
Llegó el 2015, Rezadora en Casa del Lago Juan José Arreola, las mujeres de barrio Lieza en CDMX, bosque de Chapultepec. “¿Qué vamos hacer ante tanta gente de la Universidad?, preguntaba María Luisa Lalo, rezadora del grupo. “Hacer lo que siempre han hecho y saben hacer”, obtuvo como respuesta.
“Aprender a hablar es aprender a traducir”, dice Octavio Paz en su ensayo Traducción: literatura y literalidad (Tusquets, Marginales, Barcelona, 1971). Al seno mismo de nuestro pueblo somos dos pueblos extraños y necesitamos representar para comunicarnos entre nosotros. El poema pide su traducción, de la lengua del libro a la lengua de la gente. “La traducción dentro de una lengua no es, en este sentido, esencialmente distinta a la traducción entre dos lenguas, y la historia de todos los pueblos repite la experiencia infantil: incluso la tribu más aislada tiene que enfrentarse, en un momento o en otro, al lenguaje de un pueblo extraño”, dije el poeta de Mixcoac.
Aquí hago una pausa, para lograr el poder los políticos nos dicen que hay un solo México, que todos pertenecemos a una misma nación, que nos unen territorio y lengua. No es verdad, resulta un argumento electorero. Salga usted a la esquina, converse con el taquero, necesitará un ejercicio de traducción para entenderse con ese hombre. Lea el periódico, un libro. ¿Por qué se abandona la lectura de los libros? ¿Por qué hay palabras domingueras? ¿Por qué hablamos el lenguaje de los cultos?
2016, Feria Internacional del Libro de Oaxaca, (FILO) biblioteca pública municipal Ventura, San Martín, Mexicapam, Oaxaca de Juárez. La biblioteca se ubica en la colonia Emiliano Zapata, junto a las riberas del río Atoyac. Estas fueron tierras de labranza hasta hace 50 años, zona marginal, conurbada, con índices de violencia, narcomenudeo y crimen considerables. Ahí se expone una actividad hecha por niños, una exposición de dibujos con el tema “El sueño de los niños”. Por un momento sentí que trabajaban con el mismo principio que había practicado con población joven, las mujeres, sacar al poema de los libros.
Gabriel Zaid dice que los poemas son una representación memorable, que buscan intervenir en la memoria de quien lo lee con una experiencia digna de su recuerdo, memorable, de ahí la vigencia del aforismo, la cláusula, la sentencia breve. Para que quien lee salga a la calle para hacer nuestra vida armado de frases, oraciones previamente dichas.
En todas partes vemos poesía, pero esta expresión de la poesía no la comprendemos porque no la traducimos a nuestro lenguaje, la expresión que creemos dominar. Esto es, no la hacemos nuestra porque hacemos la vida, el pensamiento, el lenguaje, con estructuras preestablecidas por la cultura. A alguien se le olvidó integrar poesía y poema dentro del concepto de cultura, y entendemos por culto lo digno de representación, lo bueno, lo bello, lo ideal, lo imitable. Lo memorable. Los blancos, los ricos, los adultos. El mundo. Dios. El Diablo. Fuera del concepto cultura que manejamos, que aprendemos en la infancia están las mujeres, los indios, los pobres, la gente. La calle, la cuadra, la esquina, el barrio, los perros.
En una de las actividades de la FILO los niños tomaron la biblioteca Ventura, y resultó algo digno de verse, realmente memorable, pongamos que fue el 14 de noviembre, lunes, al mediodía, pero esto no es algo que realmente importe. “Hay muchas lenguas, dice Paz, pero el sentido es uno”. Ahí estaban los niños, impúdicos, arrojados, contando sus sueños, escribiendo, dibujando. Sin saber de pobreza, o marginación, índices de olvido con los que se mide a las sociedades modernas.
San Martín por la Secundaria, Oaxaca, noviembre de 2016.