Con la quilla rota
César Rito Salinas
Supóngase que usted va cómodamente sentado,
y que, a su alrededor, como es costumbre,
la gente viaja de pie.
Eusebio Ruvalcaba, Primero la A
Empujo las batientes del bar,
la barra allá adentro se muestra
como un puerto que emerge entre la bruma.
Parado en la barra soy un Dios antiguo: puedo ver hacia adelante y hacia atrás. El pasado y el futuro a través del espejo. El enorme espejo de la barra refleja mi rostro entre botellas, y desconocidos. El cantinero sonríe como hermano menor, esta barra la forjó el tiempo de los hombres ebrios. Hay barras con cristal en su superficie como gimientes escritorios de oficina. En la cantina los bancos junto a la barra sólo van de adorno, son como mujeres u hombres que duermen solos. El diálogo de una esquina a otra esquina de la barra funciona como conversar en la cama puestos de espalda. Cuando entra la madrugada la barra semeja el laúd de un gigante. Los ebrios consuetudinarios acudimos al velorio de nuestro amado gigante. La barra, quilla fría que se abre paso en un mar de botellas, la luna comienza su recorrido, agita su cabellera de hojas secas a la puerta de la cantina, curiosa asoma entre botellas, desde el fondo del espejo me vigila.
El espejo de la barra me cuenta historias. Sabe de mi escritura; las líneas de mis manos
están escritas en el espejo de la barra.
El cielo que protege mi cuerpo busca en el espejo de la barra; cuando dormito, parado, hacia él me dirijo. En una esquina de la barra converso con mi reflejo, me dice del pueblo donde nacieron mis padres. En la otra esquina me esperan los amigos de la oficina. Las botellas de mezcal no hablan mucho, llevan los puños crispados, como de lagarto. La luna emerge en el espejo con su montón de estrellas, entre botellas de vodka.
Una mujer que reconozco sale del espejo de la barra, pone su mano sobre mi hombro, lleva los cabellos largos y cubre su rostro con un rebozo negro: oculta el rostro pero la reconozco.
Todas las voces que se suceden en la cantina se escuchan desde la barra. Si te detienes a observar bien, la barra otorga la mirada divinizada, panorámica. Acodarse en la barra será como conducir un Mustang 64, de potente motor, sólo basta con levantar la mirada, hundir el pie en el acelerador, dominar el camino.
En el espejo de la barra observo claramente el rostro de mi hermano Mario Jesús, muerto al nacer.
Un gato sale del espejo, me sonríe; la mantarraya azul vuela, se posa en mi hombro izquierdo, ordena un whisky. El diligente cantinero le sirve una copa, dotada con un largo popote. En el espejo de la barra aparecen unos garabatos, letras componen mi nombre. Pero nadie más las lee, llego a escribir a la barra esta bitácora de desaciertos.
El murciélago, el ratón, la mariposa, una paloma -buenas bestias- beben en el bar toda la noche; la barra es una vieja máquina de vapor que sale de esta terminal de tanto en
tanto. No todos los que están en la cantina pueden abordar porque, a veces, parte sin pasajeros, vacía.
El ferrocarril de la barra sólo se lleva a los que sufren desamor, los levanta sin que muestren boleto de abordaje.
Muertos, llegan docenas de muertos a esta cantina. Muertos de miedo, muertos de amor, muertos de sueños, muertos de la religión. Llegan y se instalan en la barra, gustan reflejar su cuerpo en el enorme espejo. Cuando pasa esto, cuando se acodan en la barra y piden tragos, empujan a los otros bebedores. Hasta allá vamos a dar el empujón los ue permanecemos con vida, pero ¿qué se le hace con el que sufre?, todos cabemos en esta cantina de cuarta.
Una vez se instaló junto a mi un muerto fresco, tierno, solicitó su trago. Exigió que Ángel, el cantinero, sirviera rápido porque no recuerdo de qué parte del infierno lo llamaban. Quería contar su vida, pero ya no tenía tiempo. El pobre se bebió su trago, pagó y se marchó corriendo.
La barra es medicina para mi cuerpo, calma el escozor en mi alma que dejaron ideas de revolución y libertad de otro tiempo. Acercarse a la barra y beber un trago será darñe paz a mi corazón. aquietar mi alma de viudo frente al mar.
Paso las horas acodado en la barra. Se escucha la música de las islas. Pasa el sol, las moscas, la lluvia, la gente, las voces que caminan en la calle. Llegan las sombras, suman más sombras sobre mi espalda.
Los criminales se acercan a la barra. No hay mejor lugar para esconder sus intenciones. Como el ladrón de tienda de autoservicio: se roba el producto en la caja. Donde no hay ojos que lo cuiden, que lo vigilen. Así los homicidas. Esconden sus intenciones en la
barra. Como cualquier parroquiano, como uno más que sufre y bebe y sufre y bebe y sufre y bebe. Y mira. Y bebe y elije a su víctima.
Hasta la barra de la cantina llegan los conspiradores, los que quieren cambiar el mundo. Los que no quieren que haya ricos ni pobres. Los que buscan salidas desesperadas. Llegan, beben en silencio, hablan con los ojos. Con las manos secretean. Luego se marchan sin dejar propina.
Una noche levanté la cabeza en la barra de la cantina y enfrente, en el espejo, pasó un cometa con su cauda enorme de luminoso polvo. Llegué a sentirme eterno. La barra de cantina es Babel, se escuchan todas las lenguas del mundo. En una ocasión en la barra de cantina escuché la lengua que se habla en la tierra donde nacieron mis padres.
En el espejo de la barra desaparecen los oficios. Cuando uno llega y posa su planta en el tubo que se extiende pegado a la base de la madera labrada entra a un territorio libre, democrático, donde los hombres se hermanan en un solo oficio: el de conversadores. La gente olvida cosas en la barra. Un libro, el periódico, la cartera, documentos personales, anteojos. Todo lo que se porte en las manos o en la ropa, en el cuerpo. Discos, una mujer, libros de poemas, de cuentos, novelas.