Sábado, 28 Noviembre 2020 04:38

Crassula / Por Felipe Díaz /

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Crassula

Por Felipe Díaz

 

Cuando la cuarentena comenzó, Elvira se sentía aliviada de no tener que malbaratar tres horas diarias de su vida en ir y venir del trabajo. Podría convivir con su esposo, José, quien también haría home office y con su hija Sofía, de diecisiete años, quien, a su vez, concluiría la preparatoria desde casa. La pandemia prometía ser muy provechosa para tener tiempo de calidad: volver a pintar, avanzar la fila de libros por leer y regenerar sus menoscabadas plantas que a penas respiraban en su patio.

 Después de ciento ochenta días de cuarentena, la primavera y el verano habían perdido sus encantos en los vapores del hastío y el otoño enfriaba aún más la decaída temperatura del hogar. En los primeros días de septiembre le anunciaron que, debido al descenso imparable de las ventas, la compañía para la cual trabajaba cerraría definitivamente. Se liquidaría a todo el personal antes que no hubiera recursos para hacerlo. Sofía, en un rebrote de adolescencia, se había convertido en una especie de gato huraño, irreverente e insoportable. –No sé si lanzarla por la ventana, o esperar a que ella lo haga– susurraba Elvira con un vaho inaudible. Los libros y pinceles continuaban en confinamiento, y José, bueno, él era la gota que derramaba la cerveza: gordo, descuidado y mal vestido, se embonaba todos los días en el sofá y desde ahí pastoreaba los pedidos de sus clientes.

 Las plantas eran las únicas que parecían estar dispuestas a liberarse del encierro y se encaminaban ufanas hacia el sol y la luna. Elvira las cuidaba más que a nada. Les tomaba fotografías todos los días y las publicaba en las redes sociales. Se unió a un grupo llamado “Jardinería decorativa online”, en donde mantenía una nutrida comunicación con los demás participantes.

 El patio brillaba en particular por una planta: sus ramas lisas y brillosas desencadenaban en unas aceitunadas hojas ovales y robustas, que parecían estar a punto de reventar de vida. Los delgados, colorados y aterciopelados troncos eran coronados por unas hermosas flores, explotando en todas direcciones, como sonriendo y opacando a cualquier color de sus vecinas; sus pétalos se disponían en dos niveles de formación pentagonal, en una coreografía visual con cinco anteras. Ella no recordaba cuándo la había adquirido esa belleza, ni de qué tipo era. Subió una foto al grupo, con la esperanza que alguien la identificara. En tres días la publicación había cosechado más de doscientas reacciones, pero nadie proporcionaba el nombre.

 Una tarde, después de la desganada y multiplicadora faena de lavar trastes, el sonido de un mensaje entonó en su teléfono: “Alonso León: Querida Elvira, la planta que adorna tu hermoso jardín se llama crassula”.

 Estaba a punto de buscar “crassula” en internet, pero la foto de Alonso, con una barba abundate y plateada, arqueada por una desenfadada sonrisa, la desvió de su intención. Husmeó en su perfil. Todo en sus fotos era tan natural: paisaje, cielo, ropa de lino y algodón… y viñedos. Era indudable que se dedicaba a la preparación de vinos. “Residencia actual: Tarragona, España”. El interés de Elvira crecía como su crassula. Observó repetidas veces la pequeña colección de imágenes. Titubeó unos minutos y le envió una solicitud de amistad. Su corazón cabalgaba con rapidez. “Calma Elvira, pareces adolescente”. Lo cierto es que esa noche revisó constantemente el celular esperando la respuesta de Alonso, como una jovencita en espera del profesor guapo. En la mañana la pantalla del celular indicaba el mensaje: Alonso León ha aceptado tu solicitud de amistad. “Hola Elvira, gracias por enviarme tu solicitud de amistad. Espero que tengamos una amistad tan bonita como tú”.

 

Los siguientes días estuvieron nutridos de mensajes entre ambos. De las plantas y sus cuidados pasaron a sus gustos y disgustos por la vida; a los viñedos de Tarragona y las calles de Barcelona; de las canciones en catalán al sentimiento de los mariachis. La novedad de ser desconocidos motivó a que ella se abriera como sépalo a punto de florear. Él la hacía sentir especial, como hacía años no ocurría. No había ningún tipo de barrera. De intercambiar fotos de México y de España pasaron a las fotos personales, y después a las íntimas. La lejanía física entre ambos le daba a Elvira la tranquilidad de no verse atrapada en la enredadera del amor. Sin embargo, en la intimidad de su diminuto vergel, el roce de la crassula en la piel le avivaba la sangre y la dirigía a su vientre. Durante la cena, con su distante familia, sólo pensaba en Alonso. Ya no sentía el aislamiento ni la parsimonia de las semanas anteriores.

 

Una sorpresa más, que rompió la interminable cuarentena, fue un mensaje de Alonso, corto, pero con la intensidad del mar que los separaba: “Estaré en México en noviembre, cariño. Fúgate conmigo unas semanas, te vienes a España, ¿cómo ves?”. En plena pandemia, con rebrote en España, él había conseguido un viaje para cerrar un importante negocio en México.

 Elvira perdió todo balance. Durante un par de días no respondió nada. Apagó el celular. Sólo la acompañaba un desapercibido silencio.

Una mañana, con los ojos húmedos de ilusión, ilusión que rompía tantos meses de tristeza, encendió el celular y escribió: “¡Sí!”

 Su ánimo ya no se marchitaba más. Por su lado, Sofía continuaba recluida en la recámara y José, gordo, descuidado y mal vestido, aplastado en el sofá, ni se imaginaba lo que pasaba por la vida de su esposa. Sólo floreaban sus emociones y su jardín.

 “¡Ya estoy en México!” Escribió Alonso esa mañana tan esperada por ella. Él se hospedaría con un socio, José Manuel Rosales, y después de dos días se irían a Europa. Dos días en los que la maleta de la huida fue cuidadosamente preparada.

 Más tarde le escribió nuevamente: “Elvira, Elvira. ¡Me pasó algo terrible! ¡No sé qué hacer! El taxista que me trajo del aeropuerto me asaltó. Me llevó por una colonia horrenda, me apuntó con una pistola y se llevó mis tarjetas de crédito y el efectivo que traía para José Manuel. ¡No sé qué hacer! ¿Será posible que me prestes tres mil dólares? Si te es posible, deposítalos en la cuenta de Alonso. Te los pago cuando lleguemos a España”. Ella no dudó en apoyarlo, tomó el dinero de su liquidación y realizó la transferencia.

 Dos días después, con el corazón irrigando sus pasos, Elvira salía de su casa jalando una gran maleta. Cuando estaba solicitando el servicio de taxi, un auto gris oscuro se paró frente a ella, dos hombres con cubre bocas y guantes salieron del vehículo y se acercaron.

— ¿Elvira Santana? Disculpe señora, somos de la Procuraduría. ¿nos permite unos minutos? ¿conoce usted al señor José Manuel Rosales? — Ella permaneció plantada, en silencio.

—Quizás le sea familiar el nombre de Alonso León.

—Sí, ¿qué pasa con él? ¿está bien? — La adrenalina estaba a flor de piel.

Los oficiales se miraron. —Mire, señora, el señor José Manuel Rosales, alias Alonso León, alias Luis Marsé, alias Valentí Serrat, alias Jordi Mendoca, es un estafador, mexicano, que ha engañado a muchas mujeres. Sabemos que ha estado en comunicación con usted y le pidió dinero para resolver “una urgencia”.

 Ante la incredulidad de la enamorada, detallaron el modus operandi de “Don Juan”. Le mostraron, en una tableta, fotos de sus distintos personajes: Pintor, hombre de negocios, productor de espectáculos y comerciante. Le enseñaron estados de cuenta de diversos bancos y compañías de telefonía. Se enteró de otras mujeres que se habían quedado esperando en el aeropuerto la aparición del amante.

 Mientras el desfile de evidencias continuaba en la pantalla, un mensaje de un número desconocido llegó al celular de ella, era de Alonso… de José Manuel: “Elvira, sé que los policías están contigo. Necesito explicarte todo. Por favor, necesito verte en el Hotel Las Fuentes, cuarto 203, en cuanto ellos se vayan. Realmente estoy enamorado de ti. Cuando salía hacia el aeropuerto para verte, ellos llegaban a mi domicilio. Por favor, déjame verte”.

 Guardó su celular y esperó a que los oficiales terminaran el interrogatorio disfrazado de cortés visita: — Entonces, señora, si desconoce el paradero del señor Rosales, si no responde en su número celular, le entrego mi tarjeta para que, por favor, me avise de inmediato si la vuelve a contactar — y se marcharon.

 Sin que su esposo ni su hija notaran su presencia o su ausencia, entró a casa, caminó a su recámara y se sentó en su cama. Después de varios suspiros, sin quitar la vista del mensaje en su celular, tomó la maleta y las llaves de su auto. Estaba dispuesta a hacer realidad la ilusión de una nueva vida. Se encaminó hacia el hotel.

 El eco de sus pisadas en el pasillo que conducía a las habitaciones la puso más alerta aún. Golpeó con cautela en el cuarto 203. José Manuel abrió la puerta inmediatamente.

 — Elvira, gracias por venir. Necesito explicarte todo: no te mentiré, lo que supongo te dijeron los policías es cierto, desde hace meses me he dedicado a estafar a mujeres a través de las redes sociales. Espero que me entiendas, así como tú te quedaste sin empleo, así mismo me pasó a mí. No he encontrado trabajo desde entonces y he podido mantenerme gracias a mujeres que están ansiosas de amor y atención…

 La lluvia de explicaciones varios minutos. Ella se mantuvo inmóvil y callada, con el cubre bocas puesto. — Mira, para que tengas un poco de confianza en mí, toma, este es el dinero que me depositaste—. Extendió la mano con un sobre. Ella lo tomó. Miró unos segundos más a José Manuel, giró con garbo hacia el pasillo, y comenzó a caminar de regreso al estacionamiento.

 De vuelta en su casa, entre el verdor de las plantas de su lugar privado, tomó el celular y marcó el número de la tarjeta del oficial. — Buena tarde, soy Elvira Santana, pueden localizar al señor José Manuel Rosales en el hotel Las Fuentes, cuarto 203. Para que lo pueda reconocer, él está gordo, descuidado y mal vestido.

Las flores de la crassula se inclinaron apesadumbradas ante el invierno que las mitigaba.

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Felipe Díaz Núñez

Felipe Díaz Núñez es originario de la Ciudad de México, donde nació el 28 de enero del año 1966. Realizó estudios de nivel licenciatura en la Universidad Autónoma Metropolitana, obteniendo en el año 1991 el título como Licenciado en Diseño de la Comunicación Gráfica.Realizó estudios de posgrado en la Universidad Anáhuac, concluyendo la maestría en Mercadotecnia y Publicidad en el año 2004.

Ha participado activa y constantemente, desde el año 2013, en diversos talleres de redacción y creación literaria, bajo la guía de la Doctora en Letras Latinoamericanas Rocío García Rey.

 

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