Jueves, 01 Octubre 2020 01:39

El vicio de la angustia / Saúl Martínez /

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El vicio de la angustia

Saúl Martínez

 

Fueron segundos, luego minutos. Una eternidad. Ella tenía su mirada fija en mi cara, yo la tenía en el camino. Sujetaba el volante como si fuéramos a caer por un despeñadero. Apretaba tanto la mandíbula que ya comenzaba a doler y mis uñas estaban clavadas en el forro de la rueda. Mi vista parecía un parabrisas mojado y las luces de la calle pasaban como centellas deformes.

— ¿Entonces? — sonrió

— ¿Entonces qué? — evité voltear para que el gesto de mi rostro no la insultara

— ¿Vamos por un masaje? — su risa estalló y fue tan inapropiada como flatulencia en un funeral cuando apuntó la sala de masajes mientras el semáforo estaba en rojo.

El regreso a su casa parecía interminable, incómodo, doloroso. Apenas en una lucidez intermitente pudo articular uno o dos mensajes, a veces preguntas completamente disparatadas. Los doctores dijeron que habían logrado sacar de su estómago la mayoría de las pastillas que había tragado, pero que era probable que estuviera desubicada, confundida y somnolienta durante las próximas horas. Por eso no me sorprendió mucho la pregunta, aunque una cosa era esperarla y otra tener que soportarlas. Esa noche, al final del procedimiento, percibí una simpatía tan personal e íntima con la recepcionista del hospital, quien no me pidió mayores datos sobre ella, sobre mí, tampoco algún cobro. La garganta se me estrujó como un periódico retorcido, incliné la cabeza, le di las gracias y ambos nos marchamos. En ese momento supe que todo lo nuestro estaba destinado a caer por una penosa y lacerante espiral. Solo me quedaba esperar el azote contra el fondo o darle fin a la situación.

            Ella siguió hablando, balbuceando, todo el camino de vuelta a su casa. Pensando que la ficción todo lo soporta, yo iba imaginando lo que no sería, lo que no viviríamos, el hogar que no formaríamos, los hijos que no nacerían, sentimientos que debía de sepultar, memorias que debía decantar para guardarlos en los cajones de la experiencia. Pensé en las semanas que empujé su silla de ruedas después del accidente, en la vez que su madre la abofeteó frente a mí, cuando le mentí y sucumbí al instinto básico en una piel ajena. Decir que solo uno tuvo la culpa de lo que había pasado hubiera sido la manera más maniquea de huir cobardemente. No era así. Ambos pensamos que sabíamos amar, que conocíamos todo del otro. Aprovechamos nuestras flaquezas para hacernos daño, nos disputamos el control del chantaje como si el victimismo fuera un mecanismo de defensa que no tiene consecuencias. La conjura que aprendimos el uno del otro terminó por desprender lo poco que nos unía.

            Frente a su casa, viendo pasar hombres delgados y sus sombras errantes por la calle, la rutina aprendida años atrás se repetía, aderezada ahora con una fuerte dosis de trazodona. A mí me resultaban innecesarias. Poco después del clímax del conflicto, mi cerebro se apagaba. No podía controlar los párpados, los bostezos. En el vicio cíclico de la angustia, encontraba al sueño como un refugio. La noche amplificaba todo lo que no quería escuchar, todo con lo que no quería lidiar. Hacer que ella bajara del auto no era fácil, y dormir en él comenzó a hacerse una costumbre, hasta que los primeros rayos del sol deparaban el inicio de un aciago día cuando pasaba lo más oscuro.

            Habíamos hecho un pacto con la desolación, pero también con la alegría. La química de nuestro cerebro solía trabajar de maneras misteriosas, pero en las últimas citas, sabíamos que ya no había vuelta atrás con el destino al que llegaba nuestro barco en medio de ese tempestuoso océano. Veíamos películas para fantasear otra realidad. Imaginábamos ser otros, tener otra vida, estar en otra parte o no estar. Viajábamos a otra parte al momento de cerrar los ojos.

            El camino de regreso a su casa me dio tiempo para pensar en todo. En reimaginar, repensar, arrepentirme, resignarme. Para entonces no habría sospechado que semanas después, con el corazón amartillándome el pecho y en medio de un ridículo baile escolar, le pediría que me dijera que no me amaba para poder alejarme de ella y no volver a molestarle. Siempre agradecí la honestidad por más dolorosa que fuera. Ahí llegó el azote, el fin de la espiral. Nunca caí más bajo que en esa ocasión. Mi cuerpo condujo de vuelta a casa, con memoria confiada, como cientos de veces recorrimos las rutas de nuestra piel en aquellas habitaciones que nos alejaban del mundo, de los demás.

            Uno piensa en sus errores, en lo que uno lamenta, puntualmente, antes de dormir, como un peso que aplasta el pecho. Solemos pensar en lo que sacrificamos en el camino, en las personas a las que les negamos la mano por no soltar la que sosteníamos, aunque en el despecho llegásemos a hacerlo para saciar el amor propio. En esas veces que caminamos kilómetros pensando que el cansancio o el dolor nos harían olvidar, o en aquella ocasión en la que le entregamos nuestro destino al alcohol y todo empeoró al amanecer, cuando este nos abandonó y nunca nos dio el valor de colisionar.

            No pude hacer que bajara del auto. Nunca tuve fuerzas para hacerlo. Aunque su intención siempre fuera la de hablar, ni una palabra salía de su boca. Una bruma cubrió el parabrisas del auto y los dos nos recostamos en los asientos como si estuviéramos en el vientre de nuestras madres, mirándonos de frente. Su mirada condescendiente me parecía un descaro, una grosería. El mismo día que afronté la decisión de no sobreproteger a nadie más, ella pensó que sería buena idea retar a su cuerpo a procesar decenas de antidepresivos y calmantes. Ese día no existía nadie más que yo para una última travesía, por los viejos tiempos. Un último salvavidas en las turbulentas aguas. Al final, el sueño volvió de nuevo para convertirse en guarida, en esa habitación, en el anhelo de regresar a casa.

            Las gotas condensadas de la neblina rodaron como lágrimas por el parabrisas y se limpiaron un camino serpenteante en la bruma del cristal, por donde se coló el sol de la mañana que la hizo despertar y le dio ánimos de entrar a su casa. Yo desperté y la despedí con la mirada, cabizbajo. No dijimos nada. Sabíamos lo que seguía y asumimos el rumbo hacia el puerto al que nos dirigíamos, pero nunca dijimos una palabra de ello. Esa mañana, y desde entonces, lo único que quise fue volver a casa.

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Saúl Martínez

Saúl Martínez

 Saúl Martínez (Mexicali) Es comunicólogo, reportero y fotógrafo desde hace diez años. También es escritor y narrador de cuento corto. Fue mención honorífica de la Sociedad Interamericana de Prensa en el 2018 por cobertura de manifestaciones en el norte de México. Ha participado en encuentros literarios en el noroeste mexicano y publicado cuentos en revistas digitales como El Septentrión, Shandy, La Piranha MX , Bitácoras de Vuelo y Erizo. También ha sido antologado en el libro de novela negra Baja Noir (Editorial Artificios, 2018), Crónicas por el Derecho a la Ciudad (Ibero León, 2020) y Vacunas contra la Poesía, de la colección editorial La Rumorosa (ICBC, 2020)

 

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