Iván S. Hernández Vega
Nací el 29 de octubre de 1985 en la Ciudad de México. Soy licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Mexicana de Cuautitlán Izcalli. Actualmente soy profesor a nivel preparatoria y universidad. Tengo un curso sobre "Cine político", por la Cineteca Nacional, y otro más sobre "México 1917-2017, Centenario de la Constitución", impartido por el Instituto de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM). Desde 2010 he participado activamente en talleres de lectura y redacción en el Centro Cultural de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Museo Universitario de Chopo y con la Doctora en Letras, Rocío García Rey.
Flor del Campo / Iván S. Hernández Vega /
Flor del Campo
Iván S. Hernández Vega
El día que murió Flor del Campo era soleado. Por la mañana, como de costumbre, ella se levantó temprano a regar las vastas flores que había en su jardín. Tenía de todo: buganvilias, teresitas, belenes, una nochebuena que no se resignaba a desaparecer pese a la presencia de todas las estaciones del año, alcatraces y un rosal amarillo, tan amarillo que llamaba la atención de quien lo viera. Ese rosal amarillo fue el último que regó la mujercita, antes de sentarse en una silla mecedora para no volver a abrir los ojos nunca más.
Como aquella amante de los perfumes y colores florales nunca se había casado, vivía con ella su sobrina Inés, una joven a quien nadie simpatizaba por sus amplios estudios en música y latín, y a quien sólo ella comprendía. Todos los vecinos creían que Inés era pedante y eso la hacía insoportable. Ambas habitaban la casa que don Francisco del Campo, padre de Flor, le heredó al morir.
El funeral de Flor del Campo fue sencillo. Dentro del ataúd estaba un cuerpecito que parecía solamente dormir con una tranquilidad envidiable, y que tenía entre sus manos un par de rosas amarillas, aquellas rosas que ella quiso tanto en vida y que cuidaba con gran esmero. El modesto sepelio se efectuó en el cementerio municipal con pocos presentes: sólo tres primas de la difunta, Inés y cuatro sepultureros. No pasaron muchos días para que aquella que se fuera de manera inesperada quedara en el olvido de casi todos, menos de su sobrina.
Inés entraba a la primavera de su juventud llena de inocencia, adentrada en la lectura, sin que aun recibiera caricias en su tersa piel ni besos que tocaran sus labios. Ahora ella era la única heredera de un fideicomiso que su abuelo recibía por sus parcelas, lo que le permitía seguir manteniendo la casa y a aquellas flores que tanto cuidaba su tía. Lo hacía tan bien como si pareciera que la propia Flor viniera del más allá a regarlas con un rocío celestial para que perduraran aromáticas al amanecer y radiantes al esconderse el sol. “Está así porque las riegas con amor”, decía una vecina anciana a Inés cuando la veía en el jardín.
En un aniversario luctuoso de Flor, Inés fue a dejarle un ramo de alcatraces. Llamó su atención el nacimiento de rosas amarillas sobre la tumba de su tía. “Alguien se acordó de ella y debió sembrarlas”, dijo Inés, asombrada. De pronto una fuerte lluvia la sorprendió en el cementerio que la obligó a buscar atajo bajo un árbol, pero ésta era tan fuerte que se conjugaron sus lágrimas saladas del llanto derramado con el agua-dulce del cielo.
A la mañana siguiente aquella muchachita de cabellos ríspidos amaneció con resfriado. No pasaron ni tres días en que el médico fuera a visitarla al pie de su cama. Y así pasó otro mes y al igual que a la que tanto quería, la sobrina murió, inesperadamente. Las pompas fúnebres estuvieron a cargo de aquellas tres primas. A pesar de que ellas vivían a media legua de distancia, encargaron al sepulturero excavar la misma tumba donde descansaba Flor, para que ahí mismo quedará, eternamente, la bella Inés. El sepulturero rascó la tierra y notó que aquel rosal amarillo que estaba sembrado en la tumba tenía un tallo muy profundo, tan profundo y fuerte porque rascaba y rascaba y ahí seguía aquél enigmático palo con espinas. La sorpresa del sepulturero fue mayúscula al descubrir que aquel rosal amarillo no había sido sembrado por nadie: brotaba de las manos de Flor del Campo.