CUATRO ENCUENTROS
Roberto López Moreno
-Los poetas rompemos esa aparente cerrazón del presente. Aunque no nos publiquen, aunque los editores o comerciantes de libros digan que no se vende la poesía -¿Cuándo se ha vendido realmente?; lo digo con bisemia, en un doble sentido-, ella entra despacito por debajo de las puertas, de los vidrios, de las ventanas, y se queda tranquila. Así la poesía es fisura y rompe con esa aparente confusión interminable. Aparentemente, ya lo he dicho en otra ocasión, las palabras fax o stock han reemplazado a la sílaba preciosa. Pero sucede que la poesía se hace con palabras y las palabras tienen sílabas. Los poetas silabeamos el mundo y al silabear respiramos y hay un neuma ígneo, como diría el viejo Heráclito, que funciona ahí.
-Siempre he dicho que este es el premio de conversar contigo; siempre se aprende algo, y además, teniendo la belleza como pupitre.
-Bueno, esa gentileza tuya…
-No es gentileza, siempre hemos sostenido los amigos, allá en México, que conversar contigo establece dos líneas paralelas, la primera…
-Espera, no sigas, en este caso deja que te explique…
-Sé lo que digo y los “cuates” allá están de acuerdo con mi afirmación.
-Sólo que esta vez…
-Esta vez has vuelto a hablar como siempre; estaríamos apartándonos de lo usual si no.
-Sólo que esta vez –y es lo que no me has dejado que te explique-, lo que escuchaste no son palabras mías.
-¿Cómo…? Sí ahí estás tú, como siempre, rompiendo la “aparente cerrazón del presente”.
-No, Daniel…
Daniel se detiene, grueso todo él, de cuerpo y de espíritu, atento a lo que trata de explicar el poeta Villaseca.
-Estas palabras son hechas mías, claro, pero son palabras que escribió Gonzalo Rojas para una contraportada de este joven poeta que te presenté hace unos minutos.
-Mario…
-Sí, Mario, quien recopiló el trabajo de siete jóvenes de su taller literario para integrar el libro que saludó Rojas de esa manera
-Mario, sí… el muchacho que saludamos hace rato, Mario, ¿Mario qué?
-Nandayapa, el apellido es legítimamente chiapaneco, esa palabra en español quiere decirarroyo verde.
-Nan-da-ya… pa.
-Sí, Mario Nandayapa, de hecho doctor ya, el doctor en letras Mario Nandayapa; vino a hacer su doctorado aquí a Chile, y las palabras que dije las escribió Rojas para la contraportada del espléndido libro organizado por Mario con la obra de sus siete talleristas, y aquí vuelvo a tomar las palabras de Gonzalo: “libro donde siete poetas maduran lentamente en la caída vertiginosa de la palabra bajo el sabio consejo de Mario Nandayapa que, como Virgilio, conoce el infierno más que el paraíso”.
-Otra vez los poetas chiapanecos. Y de las chiapanecas, qué me dices de las chiapanecas.
-Bonita pieza, internacionalizada desde hace mucho.
-Y luego de la broma, qué.
-Rosario Castellanos.
-Indudablemente, pero me acabas de presentar a Nandayapa…
-Sí, sé de lo que preguntas; hay varios nombres, Yolanda Gómez Fuentes, las hermanas Trejo Sirvent, Clara del Carmen Guillén, Marirroz Bonifaz, y otras de auténtica calidad literaria…Margarita… Alegría da en verdad constatar esta continuidad luminosa.
El poeta Juan Bautista Villaseca y el doctor Daniel Martínez Montes conversan en el interior de Il Bosco, el viejo, el tradicional, el clásico Il Bosco. Aquí, estas paredes fueron testigo de aquellas bohemiadas en las que se reunían poetas y periodistas de izquierdas y derechas, todos en el mismo hervidero.
-Sí Daniel, precisamente me acaban de contar una escena que me hubiera gustado gustar en plena plenitud. Me relataron de cuando la poetisa Estrella Magín, aquí mismo, en una noche delirante, dio a gustar de sus senos al escritor Vicente Parrini y a otro poeta amigo suyo, prendidos ambos de cada exuberancia, como si Rómulo y Remo hubiesen sido a las orillas ya no del Tíber, sino del propio Mapocho. Los tres, succionadores y succionada, perfectamente ebrios. Ah, por qué las dichas nos llegan siempre a medias. Por que gozarlas a través de un relato es gozarlas a medias.
-A medias y a destiempo.
-Aquí mismo me relataron apenas, otro episodio que me pareció muy de la Morada de Paz. Un periodista de apellido Inostroza escribió acremente sobre un poeta de nombre Hernán Cañas, calificándolo de “poeta menor”. Cañas se lo encontró en la barra y se dio a insultarlo. “Folletinero” era lo menos que le vomitaba con desprecio. “Vulgar folletinero” le espetaba junto a un nutrido rosario de agravios verbales de todos los calibres. Llegó el momento en el que Inostroza no aguantó más y se dirigió iracundo al que le insultaba; con un severo puñetazo obsequiado entre madre y oreja -como se dice en México- hizo que rebotara el cuerpo del vociferomanoteador, primero sobre una mesa y de ahí sobre dos sillas, derribándolas estrepitosamente; el periodista insistió sañudo sobre su presa para instalarle otro soberano marrazo, tan descomunal, que hizo que el cuerpo de Cañas volviera a alterar la posición de otra de las mesas con todo y el sillerío correspondiente. Luego, en medio de aquella contundencia, alcanzó al maltrecho Cañas, lo tomó de las solapas y ante el asombro colectivo lo levantó por los aires para azotarlo sobre el suelo. Algunos creyeron que lo había matado. Ante el humillado cuerpo, desmadejado sobre el piso sanguiñolento, Inostroza todavía se dio el tiempo para arreglarse la corbata, tomar del brazo a la mujer que lo acompañaba y salir del local, erguido y displicente. Iba saliendo Inostroza cuando los parroquianos escucharon cómo desde el suelo, desde un cuerpo perfectamente deshilado, se rehacía la furibunda voz de Cañas para gritar rencoroso, con mayor encono aún: “¡Folletinero!”. “¡Así es como huyen los cobardes!”.
Ríe Martínez Montes de buena gana. –Tienes razón, es toda una escena digna de la Morada de Paz.
El poeta Villaseca, acaba de dar en la Universidad Católica una conferencia más de su serie sobre la vida y la obra del mexicano Ramón López Velarde. Ahora, la conversación de él y Martínez Montes ya rueda por la Alameda, ya recorre las dúas cuadras que los separan del cerro Santa Lucía, ya asciende, ya retorna a la barra en donde se encuentran los dos amigos que han viajado desde México, cada uno traído por su propio vértigo de imágenes.
-Yo, Juan Bautista Villaseca, tiendo una vez más el velo inconsútil, ahora en tierra chilena, para intentar de nuevo la captura de los fantasmas lopezvelardeanos.
-Yo, Daniel Martínez Montes acudo aquí, a Santiago, a la invitación que se me hizo para un encuentro internacional sobre espiritismo; quién sabe a quién se le ocurrió invitar a un viejo cascarrabias para que viniera a refunfuñar sus cosas sobre el tema; quién sabe quién les dijo que ese viejo cascarrabias era yo.
Conversan los dos con entusiasmo, de pie, frente a una barra que mantiene frente a ellos dos tazas humeantes. Los dos celebran el haberse encontrado de manera tan sorpresiva a tantos kilómetros de su lugar de origen.
Rebosan con su entusiasmo los interiores de Il Bosco, frente a la iglesia de San Francisco, entre San Antonio y Estado. De día se reúnen aquí algunos poetas y periodistas; de noche toda esta atmósfera se vuelve densa y hasta peligrosa. No en vano acerca de esta zona escribió Nicolás Guillén: Cerro Santa Lucía/ tan culpable de noche./ Tan inocente de día. Guillén. Guillén. La plazoleta en donde se encontraba la ex Pérgola de las flores, se llena de patines taloneando el oficio, ahí mismo, donde la gente aborda la micro para dirigirse a sus hogares hacia el oriente de la ciudad.
-Así que a eso viniste, a un encuentro internacional sobre espiritismo, don Daniel.
-Quítale el don, porque suena a campana.
-¿Sabes una cosa?, siempre que me hablan de espiritismo, pienso que el poeta es una especie de médium potestativo.
-Si utilizara la tiptología por movimiento ahora, con un golpecito sobre la barra te diría que sí, con dos, que no; así es que asiento a tu expresión y sólo doy una vez con los nudillos, ¿qué te parece?
-Un tanto adulador, como siempre, cuando digo algo.
-Si te molesta, daré dos veces sobre la mesa y de aquí mismo me arranco a Rancagua y tú a Valparaiso y se acabó.
Los dos ríen estentóreamente.
-Yo también tuve trato alguna vez con espiritistas –dijo Villaseca- y eso de la tiptología no era tan simple, conocía el procedimiento de otra manera…
-Sí –interrumpió Martínez Montes- si se le asignan a cada letra del alfabeto cierto número de golpes, se pueden obtener palabras completas, como en el juego de la ouija, pero los espíritus más desarrollados prefieren comunicarse por medio de la psicografía.
-Ah, de nuevo el cerebro y la palabra, escrita o no, con la imaginación en medio. De nuevo la poesía.
De la Alameda llega un aroma a fresco abriéndose paso entre la polución ambiental.
-Poesía es la que todo lo crea desde el cerebro del hombre. –Insiste Juan Bautista.
-Sí, porque finalmente como dices, y aunque te “moleste” que esté de acuerdo contigo, la poesía está en lo que tocamos, en lo que respiramos. En medio de un mundo tan abrupto se vive paralelamente el mundo de la poesía sin que nos percatemos de que ahí está, presente en todos nuestros actos y que también actuamos dentro de ese mundo.
-No “también”, sino que actuamos dentro de ese mundo. Cuando nos salimos es cuando sobreviene la tragedia apresurada por el primate. Y ahí ha estado también, en la estrepitosa hecatombe de Troya y ahí estuvo, en los ensangrentados canales de Tlatelolco, cuando el derrumbe del universo mexica y también en el Tlatelolco del siglo XX.
-Y ahí estará, en el derrumbe de nuestro universo todo.
-Pues… sí… la falta de poesía no sólo destruiría la tierra… ¡Claro!, también el universo, pues, ¿en dónde estaría entonces el hombre para dar fe de que el universo existe…
-Ajá… un marxista recurriendo a los sofismas del obispo Berkeley…i
El halo de la Alameda aletea lívido, álgido.
SEGUNDO ENCUENTRO
En medio de la conversación enrojece el ocaso. Martínez Montes le propone a quien para él es uno de los poetas mexicanos más importantes del siglo XX, que se encuentren al día siguiente para aprovechar la estadía de ambos en Santiago; “¿en qué sitio?” pregunta Villaseca. “¿En dónde puede ser?”, responde el doctor Martínez Montes, “antes de venir a tu conferencia sobre don Ramón me enteré de que aquí, en esta ciudad tan al sur de la nostalgia, la Casa del Escritor lleva el nombre de Ramón López Velarde, precisamente”.
Horas después los dos amigos conversan en los interiores de la Casa del Escritor. Un caserón antiguo, ubicado prácticamente en el Santiago histórico. En este segundo encuentro, la ráfaga de aire atraviesa la Plaza Italia y rodea a los conversadores después de haberse paseado tan campante sobre las aceras de la calle Simpson.
-¿Y no sabes por casualidad si López Velarde era espiritista?, acuérdate que se decía que Madero lo era y que bajo esos influjos se lanzó a derrocar a don Porfirio. La gran fuerza del espiritismo se inició en el siglo XIX, tiempos que a ellos les tocaron muy de cerca.
-Yo diría más bien, que López Velarde no era espiritista, era espiritualista.
-Bueno los literatos, no por serlo, están tan lejos de algunas prácticas del espiritismo, y hasta se podría decir de algunos escritores que… –se dirige a Villaseca con cierta sorna y abunda- Conan Doyle, mientras escribía las aventuras de Sherlock Holmes, asistía por las noches a complementar con su presencia las cadenas fluídicas e incluso llegó a practicar la pneumatografía.
-De qué se trata eso.
-Fácil cosa, sobre un retrato, sobre el medallón del fallecido al que se quiere contactar, sobre su tumba misma, dejas un lápiz y un papel y al cabo de un tiempo regresas para ver el mensaje que haya dejado escrito.
-Ah, -interrumpe Villaseca en torno burlesco pero afectuoso- buen procedimiento para darle oportunidad al poeta fallecido de hacer el poema que tenía pensado antes de morir y que ya no pudo rayonear en su cuaderno.
-Ayer que me presentaste a… a Nandayapa, pensé en lo poetas chiapanecos escribiendo allá en sus selvas cada vez más taladas, a la orilla de sus ríos, cada vez más contaminados. Pensé en ellos, en sus paisajes. No sé si te acuerdes de Paz Lócera –evocó Daniel mientras llegaba a ellos una nueva onda del viento-: “Señor,/ aquel caballero triste/ que a cambio de amargura/ un ánfora le diste/ repleta de esperanzas/ de amor y de ternura,/ aquel que en tu santuario/ lloró todas sus penas/ contó todas sus cuitas,/ llevar el rostro enjuto/ nuevamente le he visto,/ nevados los cabellos/ los ojos sin destellos/ y con el alma en luto./ Pues, Señor,/ para aquel caballero triste/ el ánfora que tú escogiste/ estaba rota”.
-Buena memoria –apunta Villaseca.
-Nunca como la tuya –asienta Martínez Montes.
-Oh, los elogios mutuos…
-Bueno, pues salió a colación porque esto que acabo de recordar es una de las tantas versiones de El ánfora rota, de las demás versiones, en Chiapas todos los que las repiten dicen que la suya es la verdadera. Entonces se me antoja que alguien estuvo practicando la pneumatografía para darle oportunidad al autor a que regresara del más allá a corregir una y otra vez su poema.
Como si en ese momento estuviera llegando de muy lejos, cortando abruptamente el tema, Villaseca dice con tono de interés, “así es que esta es la Casa Ramón López Velarde, la Casa del Escritor…”
-Así es, se inauguró el 17 de septiembre de 1963, con un discurso de Pablo Neruda.
-¿Cómo es que lo sabes?
-Porque eso dice la placa de ahí enfrente –Responde Martínez Montes con sonora carcajada.
-Se inauguró con un discurso de Pablo Neruda… creo haber leído algo de eso.
-¿Otra vez a presumir de la memoria de elefante?
-Si de eso se tratara, te relataría ahora mismo…Obregón… Vasconcelos… sí, te lo contaré ahora.
-A ver, a ver…
-Se trata de una anécdota con relación a López Velarde que repetía el poeta Rodolfo Mier Tonché, refiriéndose justamente a las memorias fotográficas, esas a las que llamas memorias de elefante.
-Escucho mi querido Juan.
-Resulta que cuando falleció nuestro poeta, el entonces secretario de Educación Pública de México, José Vasconcelos, le informó al presidente Obregón: “acaba de morir López Velarde”. Obregón, como todo buen político mexicano, no tenía muy claras las dimensiones del reciente fallecido, entonces sólo se le ocurrió preguntar “¿Y…?”. Vasconcelos abrió el libro que llevaba en la mano y repuso: “el que escribió: Yo que sólo canté/ la infinita partitura del íntimo decoro,/ alzo hoy la voz a la mitad del foro,/ a la manera del tenor que imita/ la gutural modulación del bajo/ para cortarle a la epopeya un gajo… Al darse cuenta Vasconcelos del interés que había despertado en Obregón decidió leer completo el largo poema. Cuando terminó Obregón mandó a reunir a su gabinete y ya frente a ellos les dijo con gesto compungido y ceremonioso: “les he mandado a llamar para informarles que, lamentablemente, hoy murió el poeta López Velarde”, y continuó, “aquel que dijo: alzo hoy la voz a la mitad del foro/ a la manera del tenor que imita/ la gutural modulación del bajo, para cortarle a la epopeya un gajo./ Navegaré por las ondas civiles con remos que no pesan/ porque van/ como los brazos del correo chuan/ que remaba la Mancha con fusiles./ Repetiré con una épica sordina,/ la patria es impecable y diamantina…”, y ante el desmesurado asombro de Vasconcelos, repitió el poema casi completo. Eso es memoria mi querido Daniel. Eso sí es memoria, lo demás son… tú ya sabes.
-Y al hecho de repetirme completa la cuarta de forros del libro de Nandayapa ¿cómo se le puede llamar? –Repuso Martínez Montes agitando frente a Villaseca el enorme corpachón que normalmente cubre con una gabardina blanca.
-Eso es algo efímero.
-Eso es memoria.
-Es algo efímero. –Insiste Villaseca con su rostro ovalado, sonriente, con una sonrisa que le achina los ojillos con cierta picardía.
-Pero ahora… ibas a decirme algo sobre el discurso de Neruda.
-Te digo que creo haberlo leído por las fechas en las que se inauguró este recinto.
-1963.
-La poesía de López Velarde ha ido de alambique en alambique destilando la gota justa de alcohol de azahar, se ha reposado en diminutas redomas hasta llegar a ser la perfección de la fragancia. Es tal su independencia que se queda ahí dormida, como en un frasco azul de farmacia, envuelta en su tranquilidad y en su olvido. Pero al menor contacto sentimos que continúa intacta, a través de los años, esta energía voltaica. Ninguna poesía tuvo antes o después tanta dulzura, ni fue tan amasada con harinas celestiales. Pero bajo esta fragilidad hay agua y piedra eterna. Cuidado con engañarse. Cuidado con superjuzgar este atildamiento y esta exquisita exactitud. Pocos poetas con tan breves palabras nos han dicho tanto y tan eternamente, de su propia tierra.
-No… ching… -Martínez Montes con cara de asombro.
-Pues sí, creo que lo recordé.
-¡Son las palabras del discurso!
-Unos parrafillos nada más.
-Es que no puede ser posible…
-No es nada del otro mundo Daniel, recuerda que soy chileno y mexicano al mismo tiempo. He estado en contacto siempre con estos textos. Ya te he platicado que mi padre era un destacado cirujano chileno, hombre de gran cultura; de niño me impresionaba y ahora que lo recuerdo me impresiona más. Yo nací en la ciudad de México, de madre mexicana, también de buena memoria, pero de él heredé la profesión de médico y la tonelada de libros que se llevó para allá… y que los leía ¿eh?, me consta que los leía.
-…Por eso esas disertaciones tuyas sobre Huidobro… Sobre Neruda…
-Crecí con ellos, leyendo sus obras, así como crecí leyendo las obras del “tal don Ramón”.
-Oye, se me ocurre… ¿y si organizáramos una sesión espiritista con la gente que me invitó al encuentro y los hacemos conversar a los tres, Ramón, Vicente, Pablo?
-Qué interesante que pudieran hablar los espíritus de los poetas, traerlos al más acá.
-Varios lo trataron de hacer. Te diré, tengo una lista de no pocos poetas que creían en todo esto del espiritismo. ¿Empezamos?
-No, déjalo así, seguramente que eran plagiarios en potencia que querían ver cómo se aprovechaban del más allá.
-Y no sólo los poetas
-Algunos…
-También científicos como Edison y otros de esa talla
-Y algunos…
-¿Y si pudiéramos hablar con Nicanor, por ejemplo, aquí mismo, sobre la costra terrestre?
-Inténtalo y después de tu conferencia me platicas qué te dijo.
-Es mañana, a la misma hora de tu última cátedra sobre el poeta.
-Regreso dentro de dos días a México, quizá mañana nos podamos ver y platicarnos cómo nos fue a cada quien. Citémonos en algún punto.
Acuerdan el sitio en el que se encontrarán mañana. Saben que si parten del norte, que si del sur, que si de cualquier punto, sus pasos representarán inevitablemente la unidad de este vasto territorio que empieza desde el Río Bravo, que empezaba desde mucho más al norte y que tierra se extiende más allá de los océanos.
Palabras cúlmines del discurso de Neruda sobre López Velarde: “En la gran trilogía del modernismo es López Velarde el maestro final, el que pone el punto sin coma. Una época rumorosa ha terminado. Sus grandes hermanos, el caudaloso Rubén Darío y el lunático Herrera y Reissig, han abierto las puertas de una América anticuada, han hecho circular el aire libre, han llenado de cisnes los parques municipales, y de impaciente sabiduría, tristeza, remordimiento, locura e inteligencia los álbumes de las señoritas, álbumes que desde entonces estallaron con aquella carga peligrosa en los salones.
“Pero esta revolución no es completa, si no consideramos este arcángel final que dio a la poesía americana un sabor y una fragancia que durará siempre. Sus breves páginas alcanzan, de algún modo sutil, la eternidad de la poesía. Isla Negra”.
TERCER ENCUENTRO
Una sombra espera en una esquina de Monjitas. La otra, la de Martínez Montes, se acerca, pesada, sobre la acera de Enrique Mac-Iver. Los dos amigos se saludan con un abrazo y echan a andar. Parten de Mac-Iver y Monjitas. Los dos se adivinan los pasos; son sus últimas horas en Santiago y ambos saben sin decírselo que se dirigen a la Plaza de Armas, atraviesan por lo ancho la Cerrada de Doctor Dusci, después San Antonio, Phillips, hasta alcanzar Paseo 21 de mayo para entrar a la Plaza. Pueden continuar sobre 21 de mayo que luego cambia de nombre, y ya sobre Estado cruzar Merced, Paseo Huérfanos, Agustinas, Ramón Nieto y llegar a La Moneda, lugar de incontables acontecimientos vivos. Deciden hacer pie en la Plaza de Armas, la tan cargada de historia.
-Probablemente no dejé una buena imagen con los congresistas de esta mañana. –comenta Martínez Montes- Pero bueno, no creo que hubieran esperado de mí otra cosa cuando me invitaron.
-Es algo efímero –repone Villaseca con su cara ovalada, risueña, dueña de una ligera burla cariñosa.
-Mira, poeta, a ustedes, los que sufren esa locura de inventar un mundo paralelo al que ya existe y se atreven a querer vivir dentro de él, escapándose de la realidad…
-No es cierto, es cuando más reales somos, los irreales son los que creen que son ellos los que viven en la realidad, porque permanecen dentro de los esquema rígidos de las condiciones a que han sido sometidos culturalmente.
-Bueno, pues se trata de que hoy en la mañana les hablé del escapismo, más bien, del gran escapista que fue Houdini.
-El mago Houdini. El gran Houdini ¿Y qué relación tiene Houdini con el congreso de espiritistas?
-En que él fue el gran detractor de los mitos, trucos y engaños que inventaron los espiritistas, desde las hermanas Leah, Kate y Margaretta Fox.
-Sí, las canadienses aquellas que timaron a centenares de neoyorkinos ingenuos…
-Desde ellas, consideradas en la segunda década del XIX como las madres del espiritismo, hasta ese gran embustero, Daniel Dunglas Home, verdadero embaucador de las buenas conciencias. Les hablé de hombres de ciencia como Lombroso, que fracasaron al intentar descubrir los montajes de los que se “conectaban” con el más allá.
-Entonces tenía que ser un gran héroe del escapismo, un gran actor, un ilusionista del mayor efectismo, un autor de trucos más elaborados que los de los otros…
-Claro, así fue, el gran talento de Harry Houdini hizo quedar en ridículo las artimañas que habían dado tanta fama a conocidos escénografos del espiritismo como aquella famosa señora Guppy, o la bella Florence Cook, o Katie King, o Eusapia Palladino… tantas y tantos…
-Pero veo con regocijo -otra vez aparece la sonrisa ovalada de Villaseca- que tus compañeros de mesa no te colgaron…
-Me escapé por uno de los ventanales que dan para Las Condes, explica Martínez Montes bromeando.
-Deberíamos tener en todas partes un Houdini para los asuntos políticos, otro para los religiosos, otro para los económicos, otro para los policíacos, otro para los deportivos… y así… ir desenmascarando charlatanes. Un mago para cada caso que desnudara farsantes en todas las actividades.
-Y entonces andaríamos todos encuerados, bueno… menos los poetas…
-No habría necesidad de ningún Houdini para nosotros, los poetas estamos acostumbrados a encuerarnos solos…
-Del alma… del alma…
-De todo.
-Y así, encueraditos del alma… y de todo… siguen inventando cada cosa que hay que echar mano de nuestra mejor buena fe para creerles, como aquel episodio que platicaba Nazario Chacón Pineda sobre un tal general Charis de por el rumbo de Juchitán. Así, ¿quién le puede creer a los poetas? –Pregunta Daniel en una actitud de fingida polémica.
-Estaba el general Charis a punto de ser fusilado… -Rememora Villaseca.
-Estaba el general Charis a punto de ser fusilado, según Chacón Pineda…
-…antítesis del abstemio, ante quien Baco se queda como aprendiz de bohemio.
-…cuando viril todo él, pecho inflamado de heroísmo, pidió un último deseo al comandante que daba órdenes al pelotón. “Quiero dirigir mi propio fusilamiento”. El comandante accedió. En el frente el pelotón en un flanco el comandante. Entonces Charis levantó la voz marciana y ordenó: “¡Preparen armas! Se oyó el cerrojazo múltiple de los fusiles. Vino la segunda orden: “¡Apunten!”. Los soldados se pusieron en posición de disparar. Entonces entró en juego la astucia forjada en mil batallas. Charis, dio dos órdenes como relámpago: “¡Flanco derecho!” “¡Fuego!”. El proyectil del soldado que se encontraba en el extremo derecho del pelotón penetró entre dos costillas del costado izquierdo de su comandante; el soldado que le seguía, le dio al primero en la nuca; el que le seguía le dio al segundo en la nuca; el que le seguía le dio al tercero en la nuca; el que le seguía le dio al cuarto en la nuca; el que le seguía… Comandante y pelotón se aniquilaron en un segundo. En una sincronización perfecta. Hubo una segunda sesión de tiros, más bien uno sólo. El último del pelotón se suicidó. Disciplina militar, ni duda cabe, cumplida ejemplarmente. El general Charis se retiró del paredón, tan fresco él, a memorizar el suceso para sus nietos cuando los tuviera y que algún buen espiritista lo quisiera traer a él del más allá para contárselos.
-¿Eso decía Nazario Chacón Pineda? Sí, eso decía.
-¿Y así quieren los poetas que se les crea? –Reclama Daniel sonriente.
-Si así lo contaba -y así se lo oí muchas veces- ten por seguro que así pasó. –Repone Villaseca, ceremonioso.
Lo narrado les recuerda irremediablemente las plazas de armas de las ciudades mexicanas, por donde rodaron también muchos episodios revolucionarios.
-Esto de las plazas de armas. –Evoca Villaseca- ¿Te acuerdas de aquel fragmento de Miguel N. Lira, en el Corrido de Catarino Maravillas?
-A ver si es esto: “Ciudad de bandera al aire/ y calma presidencial;/ El Sagrario, los Portales,/ el Palacio Nacional,/ el Zócalo, en el que cabe/ la más recia tempestad…”
Pueden caminar unas cuantas cuadras más, hacia La Moneda, lugar de incontables acontecimientos vivos. Pero prefieren conversar en la Plaza de Armas, la tan cargada de historia. Mañana, uno de los dos volará a temprana hora. ¿Quién retornará al tiempo? ¿Quién a la distancia?
CUARTO ENCUENTRO
Martínez Montes ha decidido viajar del Aeropuerto de la Ciudad de México a la Morada de Paz, como lo hacen por costumbre todos los que llegan de viaje y que forman parte de esa cofradía. Antes de ir a sus hogares pasan a saludar a los amigos en ese punto bohemio de la capital mexicana, en la Calle de los Donceles.
Llega a la Morada. Lo primero que le da en el rostro como una fuerte pedrada, es la noticia de que anoche falleció el poeta Juan Bautista Villaseca y que durante el mediodía de hoy ha sido sepultado en el panteón de San Isidro, en Azcapotzalco.
-¡No puede ser!, grita sintiendo que se encuentra agarrado apenas por un ganchito de la razón.
-Sí, venimos de enterrarlo –explican los reunidos: el pintor Carlos Humberto Valencia, el poeta Nazario Chacón Pineda, el periodista Renato Leduc, el compositor Alberto Elorza; la muralista Aurora Reyes, el cronista Villela Larralde, la folklorista Concha Michel, la periodista Magdalena Mondragón, el guitarrista Helguera… el político… la historiadora… el dramaturgo… el actor… el caricaturista…Venimos de Azcapotzalco, venimos de darle sepultura.
-¡No! –Exclama en el desconcierto total Martínez Montes-. Eso no puede ser, lo acabo de dejar en la ciudad de Santiago, fue a Chile a dar una serie de conferencias sobre López Velarde.
Todos lo miran como si hubiera perdido la razón, como si el ganchito al que todavía se agarraba se hubiera desprendido ya de la cordura.
-Anoche conversé con él en la Plaza de Armas de Santiago y un día antes estuvimos en la Casa del Escritor y un día antes tomamos café en Il Bosco.
-¿En Il Bosco? –Interroga el periodista Ernesto Carmona, chileno que se sabe su tierra de memoria.
-¡Sí, en Il Bosco, ahí tomamos café y platicamos por varias horas.
-Pero si Il Bosco hace tiempo que no existe, más de veinte años, quizá, o más, mucho más. En ese lugar hay ahora pequeños comercios sin gracia y en frente el Plaza San Francisco, de una transnacional hotelera. –Explica otro chileno ilustre, Víctor Pey, editor de El Clarín, el diario izquierdista de Santiago.
-Pues ahí estuvimos, ahí platicamos Villaseca y yo hace apenas unas cuantas horas; ¡Ahí estuvimos, mientras ustedes estaban en la luna o quién sabe en dónde!
Martínez Montes deja a sus amigos sumidos en medio de una profunda mortificación. Todos se sienten preocupados por él. Él se encuentra aturdido total, como si flotara en otra dimensión. Se ve tan real la actuación de todos. Pero, qué caso tiene esta representación de tan mal gusto. Sin embargo ellos, dan detalles precisos del cortejo, del ataúd… de las oraciones fúnebres…
Ahora está sólo, encerrado en su biblioteca. Confundido. ¿En qué momento enloqueció el mundo? Cuando regrese Villaseca de Chile le platicará de esta mala broma que le están jugando: piensa que para entonces todo será risa y él le mentará la madre a cada uno.
De uno de sus libreros toma un título de Villaseca; lo abre con lentitud; se detiene; recuerda algo del diálogo con Juan Bautista en el interior de Il Bosco.
-Y tú, ¿nunca has sentido tentación por acercarte aunque sea un poco a eso del espiritismo?
-No, de la poesía nace todo y todo vive y muere en ella.
-Yo también creo en eso.
-Hasta que la poesía misma muriera. Entonces sí acabaría todo, menos el dolor, éste seguiría vivo, unos cuantos segundos más, como dolor-reflejo, dolor-fantasma, hasta que la poesía resucitara necesariamente para cerrarle piadosamente los ojos.
Vuelve a recordar la macabra broma de sus amigos de la Morada de Paz. Macabra broma o demencia o ¿qué?...
Ahora sí abre el libro; busca aquellos versos que Villaseca le escribió a Neruda. Lee en voz baja: “Era como la tierra, una argamasa/ sin picaportes para la alegría,/ alquilaba sus huesos, se dormía/ como un limón soltero que se casa./ Yo lo miraba herirse en esa gasa/ que cobijó en un beso la agonía,/ venía obrero del dolor, venía/ capitán de una lágrima a mi casa./ Una tarde dejó aquel equipaje/ de distancias. Se fue silbando el viaje…”
De pronto se percata de que sobre uno de sus hombros Villaseca también lee el poema. Concluye en voz alta lo que el otro leía tenue: …como los ferroviarios que se van…/ Un vaso entre los bares quedó ausente./ Y le decía el océano lejamente:/ “te olvidaron los puertos, capitán”.
Martínez Montes cierra el libro con fuerza y se vuelve a su amigo, con gusto, con sorpresa, con asombro, lleno de dudas, de profundas interrogantes… Frente a él tiene el rostro de su amigo, ovalado, sonriente, con la misma sonrisa maliciosa que le achina los ojillos.
-¿Pasaste a la Morada de Paz? Has de estar enterado ya…
-¿De qué?
-De tu muerte. Tuvieron el pésimo gusto de jugar con tu posible muerte en Chile.
-Es algo efímero. –Responde Villaseca.
-Es que todo lo han hecho tan real…
-Más pendejadas…
Martínez Montes se deja caer sobre un sillón de cuero verde; verde, quizá como el color que Villaseca dice que tiene la muerte, cuando juega a conversar con ella. Está fatigado, próximo al desvanecimiento. Villaseca se dirige a él con cierta dulzura:
-Salgamos, te hará bien, aquí se percibe un ambiente asfixiante.
Daniel acepta mecánicamente, como si no fuera dueño de sus propios movimientos, dejándose llevar hilachadamente por su amigo, quien con una mano lo sostiene –el cuerpo de Daniel parece haber perdido su ostensible peso- mientras con la otra abre la puerta. Los dos amigos salen a la calle. Con pasos casi imperceptibles abandonan la Plaza de Armas y se deciden sobre Monjitas, abandonan el Paseo 21 de mayo; cruzan Phillips, San Antonio, la cerrada Doctor Dusci hasta alcanzar Enrique Mac-Iver. Ahí se detienen. Es el momento de separarse. Las dos sombras se dan un abrazo. Una de ellas prosigue su dirección sobre Monjitas. La otra, se pierde sobre las aceras de Mac-Iver. Las calles de Santiago parpadean. La noche guarda aromo sabor a viento.
TONADAS Y AJEDREZ
Nadie sabe –por lo menos en el mundo ajedrecístico de ahora- que Capanegra fue un magistral ajedrecista de origen cubano. Desgraciadamente su nombre no aparece en ninguna de las antologías que se han editado en el planeta sobre el tema. Toneladas de papel impreso han viajado por el mundo relatando partidas increíbles de los más destacados jugadores pero en ninguna parte se habla de las hazañas de Capanegra, quizá por que no obstante su capacidad estratégica, nunca trascendió el ámbito local. Si por lo menos –ya que contamos con la existencia del álgebra ajedrecística- hubiera un testimonio de sus asombrosos cierres, de sus audaces aperturas (el orden de cierre-apertura es solamente para sugerir la curva de la espiral), pero nada de eso existe; en cambio, se sigue repitiendo en las páginas impresas la “Ruy López”, la “Siciliana invertida”, la “Defensa Caro-Kann”, la... en fin, que su talento fue y es un desperdicio en nuestra contra. Lo que ha trascendido es que Capanegra se sentaba frente al tablero, frente al contrincante, frente a la expectativa, y antes de su clásica apertura peón uno caballo rey, peón uno alfil dama, él, amante de la música, iniciaba, como nunca antes se había escuchado en ninguna parte, su silbido peculiar, dibujando en el aire los primeros compases del “Gloria” de Vivaldi. Para cuando Capanegra alcanzaba más de la mitad de la propuesta vivaldiana, la partida se encontraba muy cerca del jaque mate a su favor o del abandono de la misma por parte de un contrincante nervioso, alterado al máximo, seguro ya de su pronta derrota. Una vez sucedido cualquiera de los dos finales previstos, el “Gloria” de Vivaldi montaba en una algarabía impresionante, como un himno mayúsculo en glorificación de la victoria. Fue pasando el tiempo y cada vez se sumaban más y más los deslumbrantes triunfos del gran Capanegra. Se desfloraba en el aire el “Gloria” de Vivaldi y los adversarios iban cayendo uno a uno sobre un tablero cuya cuadrícula en alternancia blanca y negra se volvía sólo negra, como rendido homenaje al entenebrado apellido del inevitable triunfador. Capanegra únicamente jugaba al ajedrez y silbaba la excelencia de Vivaldi; se había desconectado del mundo, se había concentrado tan sólo en la gran felicidad que le proporcionaba el éxito invariable de las combinaciones producidas por su genio. Desconocía cómo rotaba y transledaba el orbe sobre el que fraguaba el diseño de sus partidas. ¿El mundo?: sólo él, su tablero y el “Gloria” de Vivaldi, y si acaso, apenas, el desdibujado rival que desde antes ya sabía su derrota. El tiempo transcurría y nada ni nadie alteraba su atmósfera, esferada de las aperturas más disímbolas, de jaques al rey, gambitos, enroques largos y cortos, capturas al paso, torres y caballos en fragor de combate, alfiles y peones en arteras avanzadas, sacrificios estratégicos, audacias inesperadas... y al principio y al final el “Gloria” de Vivaldi. Desconocía los acontecimientos que le rodeaban y hasta la historia misma de los grandes maestros que le habían antecedido en el llamado juego-ciencia-arte. Siendo tan virtuoso ajedrecista nunca supo de las glorias del doctor Lasker, de la existencia de Alexander Alekhine, del maestro Morphy, de Botvinnik, de Petrosian, de Roberto Martín del Campo, del poeta Sergio Armando Gómez. Qué lejos había estado de conocer partidas como la “Inmortal” de Anderssen o de planteamientos mortales como la “Lanzadera” que entre México y Yucatán creara el maestro Torre Restrepo. Él siguió ganando partidas e ignorando el mundo. Había nacido para las dos cosas y las dos las hacía más que bien. Cuando le dijeron que existía un campeonato mundial de ajedrez y que a nadie más que a él, al imbatible Capanegra, le correspondía ser el campeón del mundo, su “Gloria” de Vivaldi se volvió más luminoso. Pero a veces la dicha viene aparejada con la desgracia, y así fue como supo también que él no iba a ser el más grande campeón del mundo de origen cubano, que antes que él había existido otro inconmensurable campeón de los ajedrecistas y que el planeta todo lo conocía y reconocía con el nombre de Capablanca. Entonces, Capanegra fue cayendo -irrefrenable vertiginio- en la más profunda depresión. Se encerró en su casa de Camagüey y ya no quiso hablar con nadie. Algunos dicen que cierta noche en vez de su tradicional “Gloria” de Vivaldi le oyeron silbar en forma más que lastimera la “Marcha Fúnebre” de Federico Chopin. Al día siguiente lo encontraron muerto, irremediablemente muerto, o sea, muertísimo, con un agudo alfil blanco clavado en la mitad del pecho.